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Villa 7 de Marzo,
la última playa bonaerense

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Cuando el mapa de la provincia de Buenos Aires termina y ya no queda más tierra que mensurar, hay un pequeño punto que desafía la soledad patagónica y enfrenta con sueños pioneros a las playas interminables que baña el mar Argentino. Un puñado de casas se presenta detrás de los médanos, a espaldas de un viento que parece salir de las fauces de tempestades que huelen a epilogales costas deshabilitadas. Villa 7 de Marzo es un conjunto algo desordenado de casas alrededor de las cuales hay columnas de ladrillos, bidones de combustible, arena, caños y bolsas de cemento. Quince habitantes quieren hacer realidad un sueño: formar un pueblo en el portal de la Patagonia. “Para muchos es la última playa de Buenos Aires, para nosotros es la primera; todo está por hacerse y el mar nos une”, cuenta con orgullo Silvia García, nieta de un inmigrante español que donó las tierras para que el pueblo pudiera germinar. Villa 7 de Marzo pertenece al partido de Patagones, el de mayor extensión del mapa bonaerense, pero el que tiene la menor proporción de habitantes, denominador que es común a todas las tierras patagónicas.

El río Colorado, al norte de este pueblo en formación, es el límite entre esta región y la pampeana, también parte la provincia y corona estas tierras con la intransferible sensación de estar penetrando en los confines del mundo.

A 30 kilómetros de la ciudad cabecera, Carmen de Patagones, y siguiendo un camino de tierra que bordea el río Negro, pasando por las cuevas maragatas que fueron las primeras casas de los inmigrantes españoles que llegaron aquí en el siglo XVIII, la huella de tierra culmina en La Boca, el estuario donde se unen las aguas del río con las del mar. “Es un río con marea, y cuando se une con el mar produce cambios de coloración hermosos en el agua”, explica Silvia.

La sensación que se tiene al llegar a Villa 7 de Marzo es de un espacio despojado de barreras que interrogan la visión hacia lo inconmensurable. Una lengua de agua del río Negro penetra en la playa, de una extensión excesiva, el viento, que cambia según la marea, golpea y obliga a pararse con firmeza. “Cuando llegué no había nada, vine con un vagón cocina que estaban por tirar en Patagones –como llaman a la cabecera– y esa fue nuestra casa”, explica Alfredo Farinelli, uno de los primeros pobladores. Llegó hace veinte años, cuando encontró este paraíso. “Vine para pescar, pero sentí que acá había paz”. Su casa tiene el único almacén abierto todo el año. Las pocas verduras y frutas que llegan a la Villa están aquí. En su interior, en las paredes, hay fotos encuadradas con hitos del pueblo. “Aquel es un tiburón bacota de 40 kilos”, señala. “Allá está el vagón y los primeros pastos”. También veo recortes de diarios sobre tormentas legendarias y asados familiares, el naufragio de un barco, un grupo de amigos pescando. Recuerdos que se pegan con cinta y que constituyen la memoria de este pueblo que está en formación. Alfredo es todo un personaje, tiene un récord insuperable: con sus propias manos juntó 182.000 botellas de plástico de la playa con las que hizo un invernadero y un alambrado que sirve de corral para sus gansos y gallinas.

El nombre del pueblo hace referencia a la batalla que se libró aquí el 7 de marzo de 1827, cuando en estas playas desembarcaron los soldados del Imperio brasileño con la intención de tomar posesión de la Patagonia. Aquel día fueron expulsados por un grupo de gauchos y vecinos de la primera población de Carmen de Patagones. “En la catedral hay una bandera brasileña que aún hoy quieren recuperar, pero nosotros no vamos a devolverla”, asegura Silvia. En Villa 7 de Marzo sobrevuela, iracundo, un espíritu de reivindicación de la soberanía nacional.

El pueblo está a pocos metros del mar, rodeado de playas de arena fina. La tierra es salitrosa y los árboles tardan en prender; por lo tanto, las pocas casas que los tienen son las más antiguas. Hay una que se destaca: tiene el diseño de un barco. “Es la casa de un pescador”, agrega Silvia. El mar y el lenguado obsesionan. Su abuelo, don Ramiro García Pietro, llegó en 1914 de la lejana Destriana (España) y compró estas soledades indómitas porque le recordaban a su tierra. En 1974 donó a la municipalidad las primeras 40 hectáreas; en ese entonces algunas familias ferroviarias habían decidido abrirse paso en los médanos y construyeron algunas casas con la idea de formar un pueblo, pero para que eso ocurriese las normas comunales le exigieron otras 60 hectáreas más, donación que hizo. Recién el 13 de abril de 1993 el Gobierno de la provincia de Buenos Aires lo declaró oficialmente “pueblo”, aunque ese decreto aún no fue reglamentado.

Al pueblo marítimo, al que nombran “La Villa”, le faltan varias cosas; por ejemplo, completar la mensura, porque, al no existir un catastro definitivo, las calles y los terrenos tienen un orden caprichoso. Hay una plaza en un rincón del caserío, con plantas que dentro de algunas décadas serán árboles. Un aroma a pionerismo aún se respira. “Para mí es una responsabilidad, porque este es el sueño de mi abuelo y acá están mis raíces”, reafirma Silvia. “Hoy somos quince estables, pero queremos que vengan a vivir”, se ilusiona. Aún no hay escuela porque no hay niños en el pueblo, pero reconocen que pronto hará falta. “Te tiene que gustar mucho la tranquilidad, es un lugar alejado. Los inviernos son duros”, reconoce Silvia. “Para un niño sería una infancia inolvidable”, dice fijando la vista en la playa y el mar, que constituyen el pasatiempo perfecto.

Luis Insunza es un rehén de su destino inquieto, anduvo recorriendo el país hasta que un día conoció este lugar y sus pasos se detuvieron. “Vine para hacer una casa y terminé comprando un terreno, donde vivo”. Es el delegado del pueblo. “Todo acá se hace a pulmón. La Plata, la capital de la provincia, queda muy lejos y las soluciones tardan mucho”. Por lo pronto tienen sala sanitaria y diecinueve postes de luz que iluminan las casas por la noche. “La libertad es nuestro mayor atractivo, somos solidarios y tratamos de ayudarnos entre todos”, señala el rasgo que define la identidad de esta aldea. El mar está presente en todas las conversaciones. Cada seis horas cambia la marea. Los pescadores saben de memoria la tabla de mareas. Hay tiburones bacotas, muy grandes, y abunda el lenguado, manjar de esta zona. “Lo hacemos a la parrilla, con roquefort”. Aún no hay un plato oficial de “La Villa”, pero Luis aventura a postularlo.

Por las noches, todo este cielo y el mar del fin del mundo son para los quince pioneros que se animaron a negociar con la soledad, que vi­bra con el rugir de las olas.

Carmen de Patagones es una de las localidades más bellas de la provincia. En 2003 la declararon Poblado Históri­co Nacional. A orillas del río Negro, frente a la vecina Viedma, su cas­co his­tórico es muy pintoresco. Caminarlo es un paseo recomendable, también una experiencia gastronómica importante. La Tasca Lo de Danilo es una pizzería en el corazón de esta postal colonial. Un grupo de amigas se unieron para amasar las mejores pizzas de la comarca. Horno de leña, productos del terruño, muy buena atención dentro de un salón ambientado con obras artísticas. + info: @latascadanilo

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