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A Casa Mía,
de la huerta al plato

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Rosas es un ejemplo de cómo un pueblo puede recuperarse y transformarse en un destino de turismo rural apostando por la gastronomía criolla y la vuelta a los sabores caseros y naturales. Una familia del pueblo decidió seguir una corazonada y le salió bien: abrió las puertas de su casa para recibir visitantes y ofrecerles platos que son hechos a mano con tiempo, paciencia y productos de una huerta orgánica que se puede conocer y admirar. A la noche se puede elegir dormir en La Gracia, una casa de campo rodeada de árboles, luciérnagas y estrellas. A Casa Mía es un sueño hecho realidad. Es la casa de Ivana Gopar, quien, junto con su familia, decidió ofrecer algo que no existía en el pueblo: la posibilidad de recibir turistas tentándolos con lo que mejor saben hacer: cocinar. El secreto fue simple para ellos: dar una vuelta por su huerta y cocinar los platos que en los pueblos son moneda corriente: empanadas, carnes, pastas y ensaladas. Lo importante es que, mientras se disfruta de, por ejemplo, la ensalada, es posible ver el mismo tomate en la planta a pocos metros; lo mismo con la lechuga, el rábano o la rúcula. No hay intermediarios ni herbicidas: la visión de la huerta junto a los árboles frutales fascina y devuelve una comodidad y una seguridad que se han perdido en las grandes ciudades. “Queremos mostrar de dónde sale lo que estás comiendo”, resume Ivana, responsable de la idea, nacida en Rosas, el pueblo de los aromas.

“Abrimos la puerta de nuestra casa para ofrecer sabores caseros con recetas de la abuela”, explica Ivana, quien vivió un tiempo en Italia y conoce el secreto y el magnetismo que las ollas provocan en las personas. Caso curioso el de la gastronomía, ya que es de las pocas cosas que se recuerdan cuando uno visita un lugar y regresa al hogar. También, a la par, es una de las actividades más contaminadas por sabores estándares y principalmente por productos mal manipulados o de baja calidad. En Rosas lo entendieron muy bien: para atraer a los turistas muchas veces no basta con la tranquilidad y la paz, como factores determinantes a la hora de elegir un destino. En cambio, si a ellas dos se les suma un menú de platos exquisitos hechos con productos orgánicos y elaborados a ritmo lento y sin apurar ningún proceso, entonces podemos hablar de una experiencia rural completa. A Casa Mía plantea y soluciona con éxito este dilema: visitar un pueblo y no olvidar los sabores de los platos comidos, tampoco sus noches silenciosas y amaneceres frescos, inspirados con la sinfonía de aves saludando al nuevo día.

Rosas es un pueblo con calles caprichosas que abrazan a un puñado de casas típicas del interior bonaerense. Es como un inmenso jardín, cuyos senderos llevan a arboledas por donde el sol se duerme en atardeceres únicos. Hay un almacén, un bar, una escuela, la iglesia y un maravilloso blend de aromas frutales y florales. Son cien habitantes que viven en un tiempo propio, alejados del ruido y las preocupaciones banales. Está a 21 kilómetros de Las Flores, cabecera del distrito, donde está el Complejo Plaza Montero, un oasis pampeano que se destaca por un espejo de agua donde viven flora y fauna nativas, rodeado de senderos y lugares para hacer asado y presentar un picnic campero. Pardo es otro pueblo cercano que también ofrece hotelería, historias y una grata iniciativa de turismo sostenible, Yamay, un lugar donde es posible acampar y aprender técnicas de construcción natural. Stella Maris propone pasar un día de campo entre árboles frutales, disfrutando de una típica comida con dulces y mermeladas hechas en el calor del hogar. Todo este recorrido se hace a través de la ruta nacional 3.

De regreso a Rosas, el pueblo recibe al visitante con los brazos abiertos. Un perro persigue a una gallina, que da saltos hasta esconderse entre unas plantas. La caminata es la mejor manera de conocer el alma de la localidad, rodeada de vegetación. Las callecitas presentan la entrada de las casas, con fondos amplios. Se oyen conversaciones, una pareja de abuelos toma mate, con pava, como dicen se suele disfrutar mejor esta infusión. Un jilguero cruza la calle y se posa en la ventana de una cocina, esperando su comida. Las ceremonias se reproducen en la sencillez, el movimiento del pueblo se regenera en estos simples actos, solo interrumpidos por el mugido de una vaca o el ladrido de un perro aburrido.

Por la noche, Rosas se enciende. Las estrellas parecen bajar del cielo; según los estudiosos, en esta latitud se puede ver el manto celeste más diáfano de la provincia. La familia de Ivana, con la idea de poder darle una alternativa al visitante, ofrece La Gracia, una casa del pueblo que fue reacondicionada para finalizar el día en medio de un entorno natural mágico. “No tenemos televisión, no hay internet y hay poca señal telefónica; nuestra idea es que disfrutes del verde”, sintetiza Ivana, acaso mostrando la matriz de la desconexión que solo es posible lograr en pueblos como Rosas. Volver a sentir nuestra respiración, asombrarnos con el vuelo de las aves y dejarnos llevar por el ritmo que el sol le da al día. Nadie corre aquí, todo se hace a paso lento. El día alcanza para todo, y por momentos se tiene la certeza que hemos escapado de la vida moderna y nadie podrá encontrarnos. Algo de libertad, que le llaman.

Antes de sentarse a comer en A Casa Mía, es importante caminar por el predio para ver la huerta. Tocar las hojas y tallos, las verduras que se comerán luego. Como pocos lugares, se entiende el concepto de cuidado de la naturaleza, quien da a los que la cuidan. Aquí la miman, y la grata consecuencia se ve en los platos que se ofrecen. + info: @acasamiarosas

Desconocida Buenos Aires. Secretos de una provincia

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