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El Palenque,
las mejores milanesas de Buenos Aires

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Stella hace cuarenta y tres años que cocina y tiene a cargo el comedor que iniciaron sus padres en Castilla, un pequeño pueblo del partido de Chacabuco. Nunca pensó en dejarlo ni en irse de aquí. Abre todos los días y, aunque confiese que no tiene secretos, el misterio se devela cuando uno la ve cocinar: sus manos abrazan los productos y acaricia la masa de sus pastas como si se trataran de obras de arte a las que hay que tocar con delicadeza y emoción. En el pueblo saben que no es un comedor más y están orgullosos de eso. El Palenque, así se llama la casa y el lugar de trabajo de Stella, alimenta de varias maneras a Castilla. Es un lugar mítico entre la gente que se maneja por los caminos rurales de la zona: según dicen todos los que se sientan a sus mesas, aquí se comen las mejores milanesas de la provincia. Stella solo nos dirá una cosa: “Todo lo hago a mano y a ojo, no hay máquinas en mi cocina”. En un país en donde la milanesa es una religión, El Palenque es como el Vaticano.

“Acá estamos en la trinchera, todos los días tenemos problemas reales que intentamos solucionar, pero el pueblo tiene algo, un no sé qué; sé que vamos a salir adelante”. Santiago Terrile es el delegado, su historia marca la identidad de Castilla. Trabajaba en Denver para IBM, recorría el mundo, pero por las noches, el pueblo, el aroma a rocío, el saludo de los vecinos, el boliche y el cacareo de los gallos comenzaron a crear el puente emocional que necesitó para volver al pago. “Fue muy dura la decisión, porque el cambio era muy grande, pero acá está mi lugar en el mundo, yo nací en el campo y soy feliz mirando este horizonte, en el campo hago mi catarsis”. Castilla, sin saberlo, lo estaba esperando y hoy es el delegado. “Es más fácil ser intendente, acá no hay descanso, trabajamos sin parar todos los días”. El magnetismo del pueblo es real.

Castilla tiene seiscientos habitantes. Está a pocos kilómetros de la ruta provincial 51. No bien se entra, se percibe que no es un pueblo más: hay calles con vecinos haciendo compras, las bicicletas se cruzan, los niños están jugando en las veredas y una flamante heladería en una esquina recién pintada es la novedad más comentada. “De a poco las cosas nos están saliendo”, enfatiza Santiago y tiene razón. El pueblo está hermoso y con ideas. Hay emprendedores que apuestan por el terruño: uno de ellos está haciendo cabañas, otro hará un restaurante en la antigua capi­lla del pueblo. Una bicicletería, lo de Bainotti, es también un museo: al lado de las herramientas hay máquinas de coser más viejas que el tiempo que aún funcionan, figuritas y pedazos de la historia personal de cada uno de nosotros materializados en elementos que alguna vez usamos y que aquí se exponen. “También hay girasol, pero lo tenés que tostar y ponerle un poquito de sal”, detalla Cristina. Al salir, un vecino que no me conoce, me saluda. El pueblo tiene una cordialidad aguda. Si el DNI no lo advirtiera, parecería que uno ha nacido aquí.

Es mediodía y todos los caminos conducen a El Palenque. Stella, recibe a los parroquianos detrás de un mostrador donde descansan las botellas de aperitivos. Un peón le está haciendo honor a un vermut, mientras lee un diario, posiblemente de varios días atrás; son las once y media y se siente ese inmaculado aroma a la sartén calentándose, el preaviso de que pronto allí se freirá pan recién rallado a mano. “Que quede claro, yo soy cocinera, no tengo nada que ver con los chefs”, se ataja. Vemos con admiración este protocolo. El comedor es un espacio digno, cuadros de gauchos notables, almanaques de años gloriosos y algunas plantas que se olvidaron que necesitan agua para vivir; a pesar de esto, las mesas están muy limpias y la pulcritud reina. Acá lo importante es comer.

El aroma que sale de la cocina, fascina, eriza los sentidos. “Hace cuarenta y tres años que cocino, soy conocida por mis milanesas. Lo único que te puedo decir es que hay que saber trabajar con las manos y usar productos nobles, no hay mucha ciencia: les pongo pan rallado que hago yo misma, huevo y sal… y la carne es de Castilla”. El comedor es un lugar de culto para los amantes de la comida criolla. “Acá han venido a comer el abuelo, el padre, el hijo y el nieto, todas las generaciones; nos conocemos todos, la milanesa acerca a todos”. La cocina es un escenario alquímico, los elementos son puros y simples. Una tabla de madera tiene la masa de los ravioles y la de los ñoquis. El relleno de acelga se ha hecho temprano, la acelga es de acá nomás. No hay muchas especias, el talento de Stella es trabajar con los sabores originales de los productos del territorio, respetar sus tiempos de cocción, no acelerar nada. “Los tallarines los cortamos a cuchillo, no hay mucho secreto –nos repite–: solo les pongo harina y huevos que me traen del campo”.

“Mis padres lo abrieron, y por cuestiones de enfermedad quedé yo. Estuve diecinueve años de novia y hace veinticinco nos casamos con mi marido. No me imagino en otro lugar”; las lágrimas caen de los ojos de Stella. Extiende en la mesa sus manos, limpias y generosas en arrugas, hechas para crear alimento y emociones sencillas. Hay clientes que vienen a buscar sus milanesas desde lejos. La devoción por este plato parece no importarle, ella cocina porque es lo que sabe hacer, naturalmente; acaso este sea el conocimiento que se ha perdido en los restaurantes y que en pueblos como Castilla aún se conserva. El sabor en su estado puro se consigue con amor y paciencia, y sin tantas pretensiones. “Tengo que hacer la pasta; si no, la gente se va a quedar sin comer”, avisa Stella. La vemos pararse y entrar a su cocina. Hay pocas cocineras como ella. Castilla tiene el mejor de los atractivos: cocina simple con sabor. No hay mejor horizonte.

Muy cerca del acceso a Chacabuco, a un costado de la ruta 7 encontramos La Espada Rota, parada obligada de los amantes de los sabores criollos, especialmente de la carne asada. La calidad de sus cortes más la perfecta técnica de su asador configuran un lugar que deja con la boca abierta a los puristas del asado. La mejor opción es elegir una parrillada, pero, para empezar, prestar atención a la primera entrada de entrañas, chorizos y morcilla. La última, muy festejada por su extraordinario sabor. + info: ruta 7, km 201.

El postre se encuentra entrando a Chacabuco. Excusa para conocer la localidad, en el centro, a pocos metros de la plaza está Heladería Lamothe, clásica y tradicional, creada por José Lamothe hace más de 70 años. Producen helados artesanales, cremosos y a la medida de la emoción, perfectos. Sabores recomendados: toda la variedad de dulce de leche y la crema matcha, con base de chocolate blanco y salsa de té verde. Imperdibles sus tortas heladas. + info: Almirante Brown 169. Teléfono 02352 42-8373.

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