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Siete

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Reacher dejó a Carrington en el patio, y volvió caminando a la municipalidad. Hizo sonar el timbre del departamento de registros, y un minuto después Elizabeth Castle entró por la puerta.

—Me pidió que volviera a contarle —dijo él.

—¿Encontró a Carter? —dijo ella.

—Parece un tipo agradable. No veo por qué usted no querría salir con él.

—¿Disculpe?

—Cuando pregunté si él era su novio, y a usted le pareció inverosímil.

—Que quisiera salir conmigo. Es el soltero más codiciado de Laconia. Podría tener a quien quisiera. Estoy segura de que no tiene idea de quién soy. ¿Qué le dijo?

—Que mis abuelos eran o pobres o ladrones, o ladrones pobres.

—Estoy segura de que no.

Reacher no dijo nada.

Ella dijo:

—Aunque sé que ambas cosas eran razones frecuentes.

—Cualquiera de las dos es una posibilidad —dijo él—. No hay necesidad de que seamos tan cuidadosos.

—Probablemente tampoco se registraron para votar. ¿Habrán tenido carnet de conducir?

—No si eran pobres. No si eran ladrones, tampoco. No con sus verdaderos nombres, en todo caso.

—Su padre tiene que haber tenido un certificado de nacimiento. Tiene que estar en algún documento en algún lado.

La puerta para clientes que daba al corredor se abrió, y entró Carter Carrington, con su traje y su sonrisa y su cabello rebelde. Vio a Reacher y dijo: “Hola otra vez”, para nada sorprendido, como si no hubiera esperado a ningún otro. Después se giró hacia el mostrador y estiró su mano y dijo:

—Usted debe ser la señorita Castle.

—Elizabeth —dijo ella.

—Carter Carrington. Encantado de conocerla. Gracias por enviarme a este caballero. Se encuentra en una situación interesante.

—Porque su padre no aparece en dos censos consecutivos.

—Exactamente.

—Lo que parece deliberado.

—Siempre y cuando estemos seguros de que estamos buscando en la ciudad adecuada.

—Y así es —dijo Reacher—. Lo vi escrito miles de veces. Laconia, New Hampshire.

—Interesante —dijo Carrington. Después miró a Elizabeth Castle a los ojos y dijo—: Deberíamos ir a comer alguna vez. Me agrada la manera en que vio las cosas con los dos censos. Me gustaría conversarlo un poco más.

Ella no respondió.

—Como sea, manténgame al tanto —dijo él.

Ella dijo:

—Asumimos que debe haber tenido un certificado de nacimiento.

—Casi con seguridad —dijo él—. ¿Cuál fue su fecha de nacimiento?

Reacher hizo una pausa.

—Esto va a sonar raro —dijo—. En este contexto, quiero decir.

—¿Por qué?

—A veces no estaba seguro.

—¿Eso qué significa?

—A veces decía junio, y a veces decía julio.

—¿Había alguna explicación para eso?

—Decía que no se podía acordar porque los cumpleaños para él no eran importantes. No entendía por qué lo tenían que felicitar por estar un año más cerca de la muerte.

—Eso es desolador.

—Era un marine.

—¿Qué decían los papeles?

—Julio.

Carrington no dijo nada.

Reacher dijo:

—¿Qué?

—Nada.

—Ya me he puesto de acuerdo con la señorita Castle en que no hay necesidad de que seamos tan cuidadosos.

—Un niño que no está seguro de su fecha de nacimiento es un síntoma clásico de disfunción en una familia.

—Teóricamente —dijo Reacher.

—De todas maneras, las actas de nacimiento están ordenadas por fecha. Podría llevar un tiempo, si usted no está seguro. Mejor encontrar otra entrada.

—¿Cuál podría ser?

—Los registros policiales, quizás. No por ser insensible. Simplemente como una jugada con más posibilidades de salir bien. Si no sirve para ninguna otra cosa aunque sea estaría bien eliminar esa posibilidad. No espero que sean gente que huía de la ley, lo mismo que usted. Espero una razón más interesante que esa. Y no se va a tardar tanto en descubrir. Ahora nuestro departamento de policía está computarizado hacia atrás hasta hace como mil años. Se gastaron una fortuna. Dinero de Seguridad Nacional, no nuestro, pero da igual. También hicieron una estatua de su primer jefe.

—¿A quién debería ir a ver?

—Yo los llamaré antes que usted vaya. Alguien lo irá a buscar a la recepción.

—¿Cuán cooperativos van a ser?

—Yo soy el que decide si la ciudad juega para ellos. Me refiero a cuando hacen algo mal. Por lo que van a ser muy cooperativos. Pero espere hasta después del almuerzo. De esa manera le van a dedicar más tiempo.

Patty Sundstrom y Shorty Fleck fueron a almorzar a la casa grande. Fue una comida extraña. Shorty por momentos estuvo rígido y cohibido. Peter estuvo callado. U ofendido o decepcionado, Patty no podía distinguir. Robert y Steven no dijeron mucho de nada. Solo Mark realmente habló. Estuvo brillante y jovial y conversador. Muy amigable. Como si los sucesos de la mañana no hubieran ocurrido nunca. Parecía determinado a encontrarles soluciones a sus problemas. Les pidió disculpas una y otra vez por el teléfono. Los hizo escuchar por el auricular muerto, como para compartir la carga. Dijo que le inquietaba que hubiera gente preocupada por ellos, ya fuera en sus hogares o en su destino. ¿Se estaban perdiendo reuniones? ¿Había gente a la que necesitaran llamar?

—Nadie sabe que nos fuimos —dijo Patty.

—¿En serio?

—Habrían intentado convencernos de que no lo hiciéramos.

—¿Que no hicieran qué?

—Es aburrido allí. Shorty y yo queremos algo distinto.

—¿Adónde planeáis ir?

—A Florida —dijo ella—. Queremos empezar nuestro propio negocio ahí.

—¿Qué clase de negocio?

—Algo en el mar. Deportes acuáticos, quizás. Como alquiler de equipos de tablavela.

—Vais a necesitar dinero —dijo Mark—. Para comprar los equipos.

Patty miró hacia otro lado, y pensó en la maleta.

—¿Cuánto tiempo va a estar sin tono el teléfono? —preguntó Shorty.

—¿Qué soy, adivino? —le preguntó Mark a su vez.

—Quiero decir, en general. En promedio.

—En general lo arreglan en medio día. Y el mecánico es un buen amigo. Le vamos a pedir que nos ponga los primeros en la lista. Podríais llegar a estar de vuelta en la carretera antes de la cena.

—¿Y qué pasa si tarda más de medio día?

—Entonces es simplemente eso, supongo. No lo puedo controlar.

—Honestamente, lo mejor sería que nos llevarais hasta la ciudad. Mejor para nosotros, y mejor para vosotros. Quedaríamos fuera de vuestro camino.

—Pero vuestro coche seguiría estando aquí.

—Mandaríamos una grúa.

—¿Sí?

—Desde el primer lugar que veamos.

—¿Podemos confiar en vosotros?

—Prometo que me voy a ocupar de que sea así.

—Vale, pero debes admitir que hasta aquí no te has mostrado cien por cien confiable en lo que respecta a ocuparse de cosas.

—Prometo que vamos a mandar una grúa.

—¿Pero imagina que no lo haces? Nosotros tenemos un negocio aquí. Nos veríamos obligados a hacernos cargo de deshacernos de vuestro coche. Lo que podría llegar a ser difícil, porque estrictamente hablando en primer lugar no es nuestro como para que nos deshagamos de él. No es mucho lo que podríamos hacer sin los papeles. No podríamos donarlo. No podríamos ni siquiera venderlo como chatarra. Sin lugar a dudas buscar otras alternativas nos costaría tiempo y dinero. Pero lo tendríamos que hacer. No podríamos tenerlo aquí para siempre, ensuciando el lugar. Nada personal. Un negocio como el nuestro es todo imagen y aspecto exterior. Tiene que atraer, no ahuyentar. Un cacharro viejo y oxidado en el medio y al frente enviaría un mensaje equivocado. Sin ánimo de ofender. Estoy seguro de que lo entenderéis.

—Podrías venir con nosotros hasta la empresa de las grúas —dijo Shorty—. Nos podrías llevar primero ahí. Podrías mirar cómo arreglamos todo. Como un testigo.

Mark asintió, con los ojos bajos, ahora él mismo un poco cohibido.

—Buena respuesta —dijo—. Lo cierto es que también nosotros estamos en una situación comprometida, en este momento, en lo que respecta a viajes a la ciudad. La inversión en este lugar fue enorme. Tres de nosotros vendimos nuestros coches. Nos quedamos con el de Peter, para compartir, porque era el más viejo y por lo tanto el menos valioso. Esta mañana no arrancaba. Igual que el vuestro. Quizás es algo en el ambiente. Pero en términos prácticos, ahora mismo, me temo que estamos todos varados.

Reacher comió en el lugar que había elegido el día anterior, que servía platos exclusivos pero reconocibles en un salón agradable con manteles. Comió una hamburguesa que tenía arriba en una pila alta todo tipo de extras, y una porción de tarta de albaricoque, con café negro de principio a fin. Después emprendió su marcha hacia la comisaría. La encontró exactamente donde Carrington dijo que estaría. El lobby público era alto y formal y con azulejos. Había una oficinista civil detrás de un mostrador de recepción en madera de caoba. Reacher le dio su nombre y le dijo que Carter Carrington se había comprometido a llamar para combinar para que alguien hablara con él. La mujer ya había levantado el teléfono incluso antes de que llegara a la parte del nombre de Carrington. Claramente le habían avisado que venía.

Le pidió que tomara asiento, pero en cambio se quedó de pie, y esperó. No mucho, como resultó ser. Dos detectives entraron empujando un par de puertas dobles. Un hombre y una mujer. Ambos tenían el aspecto de profesionales sólidos. Al principio Reacher supuso que no eran para él. Estaba esperando un archivero. Pero caminaron directo hacia él, y cuando llegaron el hombre dijo:

—¿Señor Reacher? Soy Jim Shaw, jefe de detectives. Encantado de conocerle.

El jefe de detectives. Encantado. Van a ser muy cooperativos, había dicho Carrington. No estaba bromeando. Shaw era un tipo ancho de más de cincuenta años, quizás un metro ochenta, con una cara irlandesa con arrugas y un mechón de cabello pelirrojo. Cualquiera en doscientos kilómetros a la redonda de Boston se habría dado cuenta de que era policía. Era como una ilustración en un libro.

—Encantado de conocerle —dijo Reacher.

—Yo soy la detective Brenda Amos —dijo la mujer—. Encantada en ayudar. Lo que necesite.

El acento de ella era del sur. De palabras alargadas, pero ya no melifluo. Estaba curtido por la exposición. Era diez años más joven que Shaw, quizás un metro setenta, y delgada. Tenía el cabello rubio y los pómulos marcados y unos soñolientos ojos verdes que decían conmigo no te metas.

—Señora, gracias —dijo Reacher—. Pero en serio, esto no es tan importante. No sé exactamente qué les dijo el señor Carrington, pero lo único que necesito es un poco de historia antigua. Que probablemente de todas formas no esté ahí. De hace ochenta años. No es ni siquiera un caso cerrado.

—El señor Carrington mencionó que usted fue policía militar —dijo Shaw.

—Hace mucho tiempo.

—Eso lo hace beneficiario de diez minutos en un ordenador. No va a llevar más que eso.

Lo guiaron a la parte de atrás entre puertas de caoba altas hasta los muslos, a un espacio abierto lleno de gente vestida de civil sentada frente a frente en escritorios dobles. Los escritorios estaban equipados con teléfonos y pantallas planas y teclados y cestos de alambre. Como una oficina en cualquier otra parte, salvo por un agotado aire de mugre y agobio, que la volvía inconfundiblemente un despacho de policía. Doblaron, a un pasillo con oficinas a ambos lados. Se detuvieron en la tercera a la izquierda. Era la de Amos. Ella lo hizo pasar, y Shaw dijo “adiós” y siguió caminando, como si todas las cortesías correspondientes hubiesen sido respetadas, y su trabajo estuviera por lo tanto terminado. Amos entró detrás de Reacher y cerró la puerta. La estructura externa de la oficina era vieja y tradicional, pero todo lo que había dentro era nuevo y brillante. Escritorio, sillas, cajoneras, ordenador.

—¿Cómo lo puedo ayudar? —dijo Amos.

—Estoy buscando el apellido Reacher —dijo él—, en viejos informes policiales de los años 1920 y 30 y 40.

—¿Parientes suyos?

—Mis abuelos y mi padre. Carrington piensa que evitaron los censos porque tenían órdenes de captura federales.

—Este es un departamento municipal. No tenemos acceso a los registros federales.

—Puede que hayan empezado de abajo. Como la mayoría de la gente.

Amos se acercó el teclado y empezó a golpetear. Preguntó:

—¿Había formas alternativas de deletrearlo?

—No lo creo —dijo él.

—¿Nombres de pila?

—James, Elizabeth y Stan.

—¿Jim, Jimmy, Jamie, Liz, Lizzie, Beth?

—No sé cómo se decían entre ellos. Nunca los conocí.

—¿Stan era diminutivo de Stanley?

—Nunca vi eso. Era siempre solo Stan.

—¿Algún seudónimo conocido?

—No que haya conocido yo.

Tecleó un poco más, y cliqueó, y esperó.

No hablaba.

Él dijo:

—Estoy suponiendo que también usted fue policía militar.

—¿Qué me delató?

—Primero su acento. Así suena el Ejército de Estados Unidos. Mayormente sureño, pero un poco mezclado. Además de que la mayoría de los policías civiles preguntan qué hicimos y cómo lo hicimos. Porque son profesionalmente curiosos. Pero usted no. Lo más probable es que porque ya lo sabe.

—Me declaro culpable.

—¿Hace cuánto que se fue?

—Seis años —dijo ella—. ¿Usted?

—Más que eso.

—¿Qué unidad?

—La 110, sobre todo.

—Bonito —dijo ella—. ¿Quién era el oficial jefe cuando usted estaba ahí?

—Yo —dijo él.

—Y ahora está jubilado y se dedica a la genealogía.

—Vi el cartel en la carretera —dijo—. Eso es todo. Estoy empezando a desear no haberlo visto.

Ella volvió a mirar la pantalla.

—Apareció algo —dijo ella—. De hace setenta y cinco años.

Tiempo pasado

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