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Cuatro

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Patty Sundstrom también se volvió a despertar a las ocho de la mañana, más tarde de lo que le habría gustado, pero finalmente había sucumbido al cansancio, y había dormido profundamente por cinco horas más. Sintió que el espacio junto a ella en la cama estaba vacío. Se dio vuelta y vio que la puerta estaba abierta. Shorty estaba afuera en el aparcamiento. Estaba hablando con uno de los tipos del motel. Quizás Peter, pensó. El tipo que se encargaba de los quads. Estaban de pie junto al Honda. El capó estaba levantado. El sol brillaba.

Se levantó de la cama y caminó con cuidado y medio agachada hasta el baño. Para que Peter o el que estuviera al lado del Honda no la viera. Se duchó, y se vistió con la misma ropa, porque no había llevado la suficiente como para un día más. Salió del baño. Tenía hambre. La puerta todavía estaba abierta. El sol todavía brillaba. Ahora Shorty estaba ahí solo. El otro tipo se había ido.

Salió y dijo:

—Buenos días.

—El coche no arranca —dijo Shorty—. El tipo metió mano y ahora está muerto. Anoche estaba bien.

—No estaba exactamente bien.

—Anoche arrancó. Ahora no arranca. El tipo debe haber roto algo.

—¿Qué fue lo que hizo?

—Tocó algunas cosas. Tenía una llave inglesa y unos alicates. Yo creo que lo empeoró.

—¿Era Peter? El tipo que se encarga de los quads?

—Eso dice. Si es verdad, que tengan suerte. Probablemente esa es la razón por la que necesitan nueve. Para asegurarse que siempre les funciona uno.

—El coche arrancó anoche porque estaba caliente. Ahora está frío. Eso hace una diferencia.

—¿Eres mecánica ahora?

—¿Y tú? —dijo ella.

—Creo que el tipo rompió algo.

—Y yo creo que está intentando ayudarnos lo mejor que puede. Deberíamos estar agradecidos.

—¿Por que nos rompan el coche?

—Ya estaba roto.

—Anoche arrancó. En el primer intento.

—¿Tuviste algún problema con la puerta de la habitación? —dijo ella.

—¿Cuándo? —dijo él.

—Cuando saliste esta mañana.

—¿Qué tipo de problema?

—Por la noche quise tomar un poco el aire pero no la pude abrir. Estaba atascada.

—Yo no tuve problemas —dijo Shorty—. Abrió enseguida.

Vieron a Peter salir del granero cincuenta metros más allá, con una bolsa de tela marrón en la mano. Parecía pesada. Herramientas, pensó Patty. Para arreglar el coche.

—Shorty Fleck, escúchame bien —dijo ella—. Estos caballeros están tratando de ayudarnos, y quiero que te comportes como si lo agradecieras. Como mínimo no quiero que les des ninguna razón como para que nos dejen de ayudar antes de que terminen. ¿Está claro?

—Por Dios —dijo—. Te estás comportando como si esto fuera mi culpa o algo.

—Sí, algo —dijo ella, y después se calló y esperó a Peter, con la bolsa de herramientas. Que sonando a metal se acercaba con una sonrisa alegre, como si se muriera de ganas de sacudirse las manos y ponerse a trabajar.

—Muchas gracias por la ayuda —dijo ella.

—No hay ningún problema —dijo él.

—Espero que no sea demasiado complicado.

—Ahora mismo está completamente muerto. Lo que por lo general es eléctrico. Quizás se derritió un cable.

—¿Lo puedes arreglar?

—Podemos empalmarle uno que lo reemplace. Solo lo que se necesite como para pasar por encima de la parte que está mal. Antes o después vais a tener que hacer que lo arreglen bien. Es el tipo de arreglo que eventualmente se puede salir.

—¿Cuánto se tarda en hacer ese empalme?

—Primero tenemos que encontrar el lugar en el que se derritió.

—Anoche el motor arrancó —dijo Shorty—. Lo hicimos funcionar dos minutos y lo volvimos a apagar. Se enfrió cada vez más, durante toda la noche. ¿Cómo es que algo se puede haber derretido?

Peter no dijo nada.

—Solo pregunta —dijo Patty—. Por si encontrar lo que se derritió es como buscar una aguja en un pajar. No querríamos quitarte más tiempo del que ya te quitamos. Es muy amable por tu parte el ayudarnos.

—Está bien —dijo Peter—. Es una pregunta razonable. Cuando detienes el motor también detienes el ventilador del radiador y la bomba de agua. Por lo que no hay refrigeración forzada y no hay circulación. El agua más caliente sube sola hasta arriba, hasta la tapa de los cilindros. Las temperaturas de superficie de hecho se pueden poner peores en la primera hora. Quizás había un cable que tocaba el metal.

Se inclinó debajo del capot y analizó un momento. Recorrió algunos circuitos con sus dedos, chequeando los cables, tirando de algunas cosas, golpeteando algunas cosas. Miró la batería. Usó una llave inglesa para comprobar que los terminales estuvieran bien ajustados.

Se irguió y dijo:

—Pruébalo una vez más.

Shorty apoyó su trasero en el asiento y dejó los pies en el suelo. Giró el torso hasta quedar mirando hacia el frente y puso la mano en la llave. Levantó la vista. Peter asintió. Shorty giró la llave.

No pasó nada. Nada de nada. Ni siquiera hizo clic ni zumbó ni tosió. Girar la llave era lo mismo que no girarla. Completamente muerto. Muerto como la cosa más muerta que jamás haya muerto.

Elizabeth Castle dejó de mirar la pantalla y enfocó en la nada, como recorriendo una cantidad de posibles escenarios, y los consecuentes pasos a seguir en cada una de las diferentes circunstancias, empezando, supuso Reacher, con que él era un idiota y se había equivocado de ciudad, en cuyo caso el paso a seguir sería deshacerse de él, amablemente, sin duda, pero también sin duda de manera expeditiva.

—Probablemente eran inquilinos —dijo ella—. Como lo eran la mayoría de las personas. Los dueños pagaban los impuestos. Los vamos a tener que buscar en otro lugar. ¿Eran del campo?

—No lo creo —dijo Reacher—. No recuerdo ninguna historia sobre tener que salir al alba helada para darles de comer a las gallinas antes de caminar treinta kilómetros a través de la nieve para ir a la escuela, cuesta arriba ida y vuelta. Ese es el tipo de cosa que le cuentan a uno los del campo, ¿no?

—Entonces no estoy segura de por dónde debería empezar.

—El principio por lo general es un buen lugar. Las actas de nacimiento.

—Eso es en las oficinas del condado, no aquí en las de la municipalidad. Es en otro edificio, bastante lejos de aquí. Quizás en vez de eso debería empezar por los censos. Su padre debería aparecer en dos, cuando tenía alrededor de dos años y alrededor de doce.

—¿Dónde están?

—También están en las oficinas del condado, pero en una oficina distinta, un poco más cerca.

—¿Cuántas oficinas tienen?

—Una buena cantidad.

Le dio la dirección del lugar específico que necesitaba, con indicaciones detalladas esquina por esquina de cómo llegar hasta allí, y él dijo “hasta luego” y se fue. Pasó caminando por la hostería donde había pasado la noche. Pasó un lugar al que asumió que volvería para la comida. Estaba yendo hacia el sur y hacia el este por los bloques del centro, a veces por aceras de ladrillo gastadas de hacía fácil ochenta años. Incluso cien. Las tiendas eran frescas y limpias, muchas dedicadas a artículos de cocina y a artículos para cocinar y a artículos para la mesa y toda otra clase de artículos asociados con la preparación y el consumo de comida. Algunas eran zapaterías. Algunas tenían bolsos.

El edificio que estaba buscando resultó ser una estructura moderna baja y ancha construida en lo que debían de haber sido dos lotes estándar. Habría quedado mejor en un campus tecnológico, rodeada de laboratorios de informática. Que era lo que era, pensó. Se dio cuenta de que en su mente había estado esperando estanterías de papeles podridos, escritos a mano con tinta ya desteñida, atados con hilos. Todo lo cual todavía existía, estaba seguro, pero no ahí. Ese material estaba en depósitos, a tres meses de distancia, después de haber sido copiado y catalogado e indexado en un ordenador. No iba a ser rescatado con una nube de polvo y un carrito con ruedas, sino con el clic de un ratón y el zumbido de una impresora.

El mundo moderno.

Entró, hacia un mostrador de recepción que podría haber estado en un museo moderno o un dentista de lujo. Detrás del mostrador había un tipo con aspecto de estar puesto ahí como castigo. Reacher dijo “hola”. El tipo levantó la mirada pero no respondió. Reacher le dijo que quería ver los registros de dos viejos censos distintos.

—¿De dónde? —preguntó el tipo, como si no le importara para nada.

—De aquí —dijo Reacher.

El tipo miró como si no entendiera.

—Laconia —dijo Reacher—. New Hampshire, Estados Unidos, América del Norte, el mundo, el sistema solar, la galaxia, el universo.

—¿Por qué dos?

—¿Por qué no?

—¿Qué años?

Reacher le dijo, primero el año en que su padre tenía dos, y luego el siguiente censo diez años después, cuando su padre tenía doce.

El tipo preguntó:

—¿Usted reside en el condado?

—¿Por qué lo quiere saber?

—Financiación. Esto no es gratis. Pero los residentes tienen acceso.

—He estado aquí un buen rato —dijo Reacher—. Al menos tanto como lo que he vivido en cualquier otro lugar recientemente.

—¿Cuál es el motivo de su búsqueda?

—¿Es importante?

—Tenemos que llenar casillas.

—Historia familiar —dijo Reacher.

—Ahora necesito su nombre —dijo el tipo.

—¿Por qué?

—Tenemos que alcanzar objetivos. Tenemos que registrar los nombres, o piensan que estamos inflando los números.

—Podrían inventar nombres durante todo el día.

—Tenemos que ver el documento.

—¿Por qué? Todo esto no es de dominio público?

—Bienvenido al mundo real —dijo el tipo.

Reacher le mostró el pasaporte.

—Nació en Berlín —dijo el tipo.

—Correcto —dijo Reacher.

—No en Berlín, New Hampshire, tampoco.

—¿Es un problema? Usted cree que soy un espía extranjero al que mandaron aquí para distorsionar lo que ya pasó hace noventa años?

El tipo escribió Reacher en una casilla en un formulario.

—Cubículo dos, señor Reacher —dijo, y señaló una puerta en la pared de enfrente.

Reacher entró a un silencioso espacio cuadrado, con luces bajas, y largas mesas de trabajo de madera de arce divididas en compartimientos separados por particiones verticales. Cada compartimiento tenía una silla de tweed apagado, y un ordenador de pantalla plana en la superficie de trabajo, y un lápiz al que recién le habían sacado punta, y un delgado bloc de hojas con el nombre del condado impreso en la parte alta, como una marca de hotel. Había una alfombra gruesa en el suelo. Tela en las paredes. Todo el trabajo de carpintería era de excelente calidad. Reacher asumió que la sala en conjunto debía haber costado un millón de dólares.

Se sentó en el cubículo dos, y la pantalla que tenía enfrente cobró vida. Se iluminó en azul, un fondo liso de color, más allá de dos pequeños iconos en el ángulo de arriba a la derecha, como sellos postales en una carta. No era un usuario de ordenadores experimentado, pero lo había intentado una o dos veces, y lo había visto hacer muchas veces más. Ahora incluso los hoteles baratos tenían ordenadores en las recepciones. Muchas veces había esperado mientras el recepcionista cliqueaba y deslizaba y tecleaba. Lejos estaban los días en los que una persona podía poner sobre el mostrador un par de billetes y recibir instantáneamente a cambio una llave grande y de bronce.

Movió el ratón y envió la flecha hacia arriba a los iconos. Sabía que eran ficheros. O carpetas de ficheros. Había que cliquear encima, y en respuesta se iban a abrir. Nunca estaba seguro de si había que cliquear una o dos veces. Lo había visto hacer de las dos maneras. Su costumbre era cliquear dos veces. En caso de duda, etcétera. Quizás ayudaba, y nunca parecía hacer daño. Como dispararle a alguien en la cabeza. Un doble golpecito no podía estar mal.

Ubicó el centro de masa de la flecha sobre el icono de la izquierda e hizo doble clic, y la pantalla volvió a un color gris, como la cubierta de un buque de guerra. En el centro había una imagen en blanco y negro de la primera página de un reporte gubernamental, como una fotocopia fresca y brillante, impresa con una letra anticuada y remilgada en una tipografía de estilo gubernamental. Arriba decía: “Departamento de Comercio de los Estados Unidos, R. P. Lamont, Secretario, Oficina de Censos, W. M. Steuart, Director”. En el medio decía: “Decimoquinto Censo de los Estados Unidos, Referencias Extraídas para la Municipalidad de Laconia, New Hampshire”. Abajo decía: “En Venta por el Superintendente de Documentos, Washington, D. C., Precio Un Dólar”.

Reacher podía ver cómo la parte de arriba de la segunda página se asomaba por la parte de abajo de la pantalla. Iba a tener que deslizarse hacia abajo. Eso estaba claro. La mejor manera de hacerlo, imaginó, era con la ruedecita ubicada en la parte más sobresaliente del ratón. Entre donde estarían más o menos sus omóplatos. Debajo de la yema de su dedo índice. Conveniente. Intuitivo. Leyó por arriba la introducción, que trataba mayormente de las muchas y variadas mejoras que se habían hecho en la metodología desde el decimocuarto censo. Ningún alarde, realmente. Más como un mensaje de un friki a otro, incluso en aquel entonces. Cosas que necesitabas saber, si te gustaba contar gente.

Después venían las listas, de nombres sin nada más y viejas ocupaciones, y el mundo de casi noventa años atrás parecía alzarse todo alrededor. Había fabricantes de botones, y fabricantes de sombreros, y fabricantes de guantes, y destiladores de trementina, y obreros, e ingenieros de locomotoras, e hilanderos de seda, y trabajadores de un molino para procesar estaño y de una fábrica de hojalata. Había una sección aparte titulada Ocupaciones Inusuales Para Niños. La mayoría estaban de manera optimista clasificados como aprendices. O ayudantes. Había muchachos herreros y albañiles y fogoneros y vertedores y fundidores.

No había ningún Reacher. No en Laconia, New Hampshire, el año en el que Stan tenía dos.

Volvió con la ruedecita hasta arriba del todo y empezó otra vez, esta vez prestándole particular atención a la columna de los niños a cargo. Quizás había habido un espantoso accidente, y el huérfano bebé Stan había sido recogido por vecinos amables aunque no parientes. Quizás le habían puesto su apellido como homenaje.

No había niños a cargo identificados separadamente como Stan Reacher. No en Laconia, New Hampshire, el año en que se suponía tenía dos.

Reacher encontró el lugar en el ángulo superior izquierdo de la pantalla, con los tres botoncitos, rojo, naranja, verde, como un semáforo en miniatura recostado. Hizo doble clic en el rojo y el documento desapareció. Abrió el icono de la derecha, y encontró el decimosexto censo, otro secretario, otro director, pero las mismas mejoras sustanciales desde la última vez. Después venían las listas, esta vez de hacía ochenta años en vez de noventa, la diferencia ligeramente perceptible, con más trabajos en las fábricas, y menos en los campos.

Pero tampoco había ningún Reacher.

No en Laconia, New Hampshire, el año en el que Stan Reacher se suponía tenía doce.

Hizo doble clic en el botón rojo y el documento desapareció.

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