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Dos

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Los árboles enfriaron y refrescaron el aire, por lo que Reacher se sintió a gusto manteniendo un ritmo constante de seis kilómetros por hora, que para su largo de piernas eran exactamente ochenta y ocho pulsaciones por minuto, que era exactamente el tempo de una buena cantidad de la mejor música, por lo que era un tiempo que se pasaba de manera agradable. Hizo treinta minutos, tres kilómetros, siete temas clásicos en su cabeza, y entonces escuchó detrás de sí sonidos verdaderos, y se dio vuelta y vio que una vieja pick-up se acercaba hacia él moviéndose de un lado para el otro, como si cada una de las ruedas quisiera ir en una dirección distinta.

Reacher le hizo señas con el pulgar.

La camioneta se detuvo. Un tipo viejo con una barba larga y blanca se estiró adentro hacia el costado y bajó la ventanilla del pasajero.

—Voy a Laconia —dijo.

—Yo también —dijo Reacher.

—Vale.

Reacher se subió, y volvió a levantar la ventanilla. El viejo arrancó y recuperó la tambaleante marcha.

—Supongo que esta es la parte en la que me dice que necesito neumáticos nuevos —dijo.

—Es una posibilidad —dijo Reacher.

—Pero a mi edad intento evitar gastar grandes sumas de capital. ¿Para qué invertir en el futuro? ¿Tengo algún futuro?

—Ese argumento es más circular que sus neumáticos.

—De hecho el chasis está torcido. Tuve un choque.

—¿Cuándo?

—Hace cerca de veintitrés años.

—Entonces esto ahora es normal para usted.

—Me mantiene despierto.

—¿Cómo sabe hacia dónde tiene que dirigir el volante?

—Te acostumbras. Como navegar a vela. ¿Por qué va a Laconia?

—Pasaba por aquí —dijo Reacher—. Mi padre nació ahí. Quiero verla.

—¿Cuál es su apellido?

—Reacher.

El tipo viejo negó con la cabeza. Y dijo:

—Nunca conocí a nadie en Laconia que se llamara Reacher.

La razón de la bifurcación previa en forma de Y en la carretera resultó ser un lago, lo suficientemente ancho como para hacer que los conductores norte-sur tuvieran que elegir un lado, orilla derecha y orilla izquierda. Reacher y el viejo se zarandearon y se sacudieron a lo largo de la orilla derecha, lo que era mecánicamente estresante, pero visualmente bello, porque la vista era deslumbrante y el sol estaba a menos de una hora de ponerse. Después vino Laconia misma. Era un lugar más grande de lo que Reacher esperaba. Quince o veinte mil personas. Una capital de condado. Sólida y próspera. Había edificios de ladrillo y prolijas calles antiguas. El sol bajo y rojo hacía parecer que estaban en una vieja película.

La zarandeante pick-up se tambaleó hasta quedar detenida en una esquina céntrica. El viejo dijo:

—Laconia.

—¿Cuánto cambió? —dijo Reacher.

—Por aquí, no mucho.

—Crecí pensando que era más pequeña.

—La mayoría de las personas recuerdan que las cosas eran más grandes.

Reacher le agradeció al tipo el viaje, y se bajó, y vio cómo la camioneta se alejaba chirriando, cada neumático insistiendo en que los otros tres estaban equivocados. Después se dio la vuelta y caminó unas manzanas al azar, dándose una idea de qué podía haber dónde, en particular dos destinos específicos para empezar con la búsqueda al día siguiente, y dos para atención inmediata esa misma tarde, el primero un lugar para comer, y el segundo un lugar para dormir.

Ambas cosas estaban disponibles, un poco al estilo de un centro histórico. Comida saludable, ningún lugar medía más que el ancho de dos mesas. Ningún motel en la ciudad, pero sí muchas hosterías y muchos bed and breakfast. Comió en un estrecho bistró, porque una camarera le sonrió por la ventana, después de un momento de incomodidad cuando ella le trajo el pedido. Que era una especie de ensalada que tenía carne, que era la opción del menú que pensó que sería la más nutritiva. Pero cuando llegó era diminuta. Después pidió una segunda vez, y un plato más grande. Al principio la camarera no entendió bien. Pensó que había algo mal con el primer pedido. O con el tamaño del plato. O ambas cosas. Después entendió. Tenía hambre. Quería dos raciones. Le preguntó si necesitaba algo más. Pidió una taza más grande para el café.

Más tarde deshizo su recorrido hacia unos alojamientos que había visto, en una calle lateral cerca de las oficinas de la municipalidad. Había lugar en la hostería. Las vacaciones habían terminado. Pagó una buena suma por lo que el empleado llamó una suite, pero que él llamó una habitación con un sofá y un exceso de estampados de flores y almohadas de plumas. Removió de la cama una docena y puso sus pantalones debajo del colchón para plancharlos. Después se dio una larga ducha caliente, y se metió debajo de las sábanas, y se durmió.

El túnel a través de los árboles resultó tener más de tres kilómetros de largo. Patty Sundstrom siguió las curvas con el dedo en el mapa. Debajo de las ruedas del Honda había un asfalto ya gris y con baches, la superficie final ya del todo deteriorada en algunos lugares por la escorrentía, dejando unos agujeros poco profundos del tamaño de mesas de billar, algunos puro cemento, algunos rellenos con grava, algunos llenos de una pasta de hojas podridas todavía húmedas de la primavera, porque por encima el frondoso follaje era espeso y continuo, excepto por un lugar de veintipico metros en el que no crecían árboles. Había una franja rosa brillante de cielo abierto. Quizás una estrecha veta de tierra distinta, o un repentino escarpe subterráneo de piedra maciza, o una rareza hidráulica sin agua bajo la superficie, o con demasiada. Después el filo de cielo quedó a su espalda. Estaban otra vez en el túnel. Shorty Fleck estaba yendo despacio, para evitar los golpes y cuidar el motor. Se preguntó si debería encender las luces.

Después el follaje se adelgazó por segunda vez, con la promesa de más por venir, como si un gran claro estuviera en camino, como si estuvieran llegando a algún lugar. Lo que vieron fue que delante del camino salía de los árboles y recorría en línea recta una hectárea de descampado, y la delgada cinta gris de repente desnuda y expuesta a la última luz del día. Su destino era un grupo de tres considerables construcciones de madera, dispuestas una después de otra en una curva circular hacia la derecha, quizás cincuenta metros entre la primera y la última. Las tres estaban pintadas de rojo mate, con molduras blanco brillante. Recortadas contra el pasto verde se veían como clásicas estructuras de Nueva Inglaterra.

El edificio que estaba más cerca era un motel. Como una imagen en un libro infantil. Como para aprender el ABC. M de Motel. Era largo y bajo, hecho con tablones rojo mate, con un techo a dos aguas con tejas gris pizarra, y un letrero de neón rojo que decía “Oficina” en la primera ventana, y después una puerta con contraventana para el almacén, y después un patrón que se repetía, de una ventana ancha con una unidad exterior de aire acondicionado y dos sillas de jardín de plástico debajo, y una puerta con un número, y otra ventana ancha con la misma unidad exterior y las mismas sillas, y otra puerta con número, y así, todo hasta el final. Había en total doce habitaciones, todas en línea. Pero no había ningún coche aparcado en la puerta de ninguna. Daba la impresión de que no había ninguna alquilada.

—¿Bien? —dijo Shorty.

Patty no respondió. Shorty detuvo el coche. A cierta distancia, a la derecha, vieron que el segundo edificio era más corto de un extremo al otro, pero mucho más alto y profundo del frente al fondo. Una especie de granero. Pero no para animales. La rampa de cemento estaba notablemente limpia. No había ninguna boñiga, para decirlo de manera directa. Era una especie de taller. Afuera delante había nueve quads. Como motos normales, pero con cuatro neumáticos gruesos en vez de dos lisos. Estaban alineados en tres filas de tres, con precisión milimétrica.

—Quizás son Honda —dijo Patty—. Quizás esta gente sabe cómo arreglar el coche.

Al final de la hilera el tercer edificio era una casa normal, de construcción sencilla pero tamaño generoso, rodeada por una galería con mecedoras.

Shorty avanzó con el coche, y se volvió a detener. El asfalto estaba por acabarse. Diez metros antes del aparcamiento vacío del motel. Estaba por bajar dando un golpe a una superficie mantenida por su propio dueño que su ojo experto de productor de patatas le dijo que estaba conformada por partes iguales de grava, barro, hierbajos secos y verdes. Vio al menos cinco especies que él hubiese preferido no tener en su propia tierra.

El final del asfalto daba la sensación de un umbral. De una decisión.

—¿Bien? —volvió a decir.

—Está vacío —dijo Patty—. No hay ningún huésped. ¿No es extraño esto?

—La temporada terminó.

—¿Así tan de repente?

—Siempre se están quejando de eso.

—Es el medio de la nada.

—Es un lugar para una escapada. Sin movimiento, sin barullo.

Patty se quedó un rato en silencio. Después dijo:

—Supongo que tiene buena pinta.

—Yo creo que es esto o nada —dijo Shorty.

Patty recorrió la estructura del motel de izquierda a derecha, las proporciones simples, el techo sólido, los tablones duros, la pintura reciente. Se había realizado el mantenimiento necesario, pero nada llamativo. Era un edificio honesto. Podría haber estado en Canadá.

—Echemos un vistazo —dijo.

Bajaron del asfalto dando un golpe y traquetearon sobre la superficie despareja y estacionaron afuera de la oficina. Shorty pensó un segundo y apagó el motor. Más seguro que dejarlo encendido. En caso de metal derretido y explosiones. Si no volvía a arrancar, mala suerte. Ya estaba lo suficientemente cerca de donde necesitaba estar. Podían pedir la habitación uno, de ser necesario. Tenían una maleta enorme, llena de lo que pensaban vender. Se podía quedar en el coche. Aparte de eso no tenían mucho más que cargar.

Salieron del coche y entraron a la oficina. Había un tipo detrás del mostrador de recepción. Tenía más o menos la misma edad que Shorty, y que Patty, promediando los veinte, quizás uno o dos años más. Tenía pelo corto y rubio, prolijamente peinado, y un buen bronceado, y ojos azules, y dientes blancos, y una sonrisa siempre dispuesta. Pero parecía un poco fuera de contexto. Al principio Shorty lo tomó como una cosa de verano que había visto en Canadá, donde a un chico bien educado lo mandan a hacer un trabajo tonto en el campo, para completar su currículum, o para expandir sus horizontes, o encontrarse a sí mismo, o algo así. Pero este tipo era cinco años demasiado viejo como para eso. Y detrás de su saludo tenía un aire de propietario. Estaba diciendo bienvenidos, sin duda, pero a mi casa. Como si el lugar fuera suyo.

Quizás era así.

Patty le dijo que necesitaban una habitación, y que se preguntaban si quienquiera que fuese que cuidara los quads no le podría echar un vistazo al coche, o de no ser así, que agradecerían mucho el número de teléfono de un buen mecánico. De ser posible no una grúa.

El tipo sonrió y preguntó:

—¿Qué le pasa al coche?

Sonaba como cualquier tipo joven de las películas que trabajaba en Wall Street y usaba traje y corbata. Lleno de una confianza sin fisuras. Probablemente bebía champán. La codicia es buena. No el tipo de persona favorita de un productor de patatas.

—Está recalentando y haciendo unos ruidos raros como de golpes debajo del capot —dijo Patty.

El tipo sonrió con otro tipo de sonrisa, una modesta pero dominante sonrisa estilo “amo del universo junior”, y dijo:

—Entonces supongo que podemos echarle un vistazo. Suena como si estuviera bajo de líquido refrigerante, y bajo de aceite. Que son dos cosas fáciles de arreglar, a no ser que algo esté perdiendo. Eso dependería de qué repuestos se necesiten. Quizás podemos adaptar alguna cosa. De no ser así, como tú dijiste, conocemos algunos buenos mecánicos. En cualquiera de los dos casos, no hay nada que hacer hasta que no se enfríe del todo. Aparcadlo fuera de vuestra habitación durante la noche, y mañana por la mañana lo primero que haremos será revisarlo.

—¿Exactamente a qué hora? —preguntó Patty, pensando en lo atrasados que estaban, pero también pensando en caballos regalados y dientes.

El tipo dijo:

—Aquí todos nos levantamos con el sol.

Ella dijo:

—¿Cuánto cuesta la habitación?

—Después del Día del Trabajo, antes de que lleguen los amantes del otoño, digamos cincuenta dólares.

—Vale —dijo ella, aunque no realmente, pero estaba otra vez pensando en caballos regalados, y en lo que había dicho Shorty, que era esto o nada.

—Os daremos la habitación diez —dijo el tipo—. Hasta ahora es la primera que renovamos. De hecho la acabamos de terminar. Vais a ser los primeros huéspedes. Esperamos que nos hagáis el honor.

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