Читать книгу Tiempo pasado - Lee Child - Страница 14
Once
ОглавлениеReacher volvió caminando a las oficinas de la municipalidad y llegó allí media hora antes de que cerraran. Subió al departamento de registros y tocó el timbre. Un minuto después entró Elizabeth Castle.
—Los encontré —dijo Reacher—. Vivían fuera de la ciudad, razón por la cual no aparecieron la primera vez.
—Ninguna orden de captura federal, pues.
—Resultó ser que fueron relativamente respetuosos de las leyes.
—¿Dónde vivían?
—En un lugar llamado Ryantown.
—No estoy segura de dónde queda eso.
—Qué pena, porque vine aquí especialmente para preguntarle.
—No estoy segura ni siquiera de haberlo escuchado nombrar.
—No puede estar lejos, porque su club de observadores de aves estaba aquí en la ciudad.
Ella sacó su teléfono, y le hizo algunas cosas, separando los dedos. Le enseñó. Era un mapa, expandido. Hizo un poco más lo de separar los dedos, y se volvieron visibles lugares más pequeños. Después movió la imagen ampliada, recorriendo los alrededores de Laconia, examinando el interior inmediato.
Ningún Ryantown.
—Intente más lejos —dijo él.
—¿Cuán lejos viajaría un niño para ir a un club de observadores de aves?
—Quizás tenía una bicicleta. Quizás Ryantown era aburrido. Los policías me dijeron que había toda clase de pequeños asentamientos, cada uno con algunas docenas de familias y no mucho más. Quizás era un lugar así.
—Así y todo tendría aves, sin duda. Quizás más que aquí, si era tranquilo.
—Los policías dijeron que había toda clase de molinos y fábricas. Quizás había mucho humo en el ambiente.
—Vale, espere —dijo ella.
Empezó de nuevo con el teléfono. Esta vez tecleando y tocando, no estirando los dedos. Quizás un motor de búsqueda, o un sitio de historia local.
—Sí —dijo ella—. Era un molino para procesar estaño y una fábrica de hojalata. Le pertenecía a un hombre llamado Marcus Ryan. Construyó alojamientos para los trabajadores y bautizó al lugar Ryantown. El molino finalmente cerró en los años 1950 y el pueblucho murió siendo un pueblucho. Todos se fueron y el nombre desapareció del mapa.
—¿Dónde estaba?
—Supuestamente al norte y al oeste de aquí —dijo ella. Trajo de vuelta el mapa al teléfono, y separó y pellizcó y movió los dedos.
—Más o menos aquí, posiblemente —dijo ella.
No había ningún nombre en el mapa. Solo un área gris y vacía, y una carretera.
—Aleje la imagen —dijo él.
Ella lo hizo, y el área gris se redujo a un puntito, al norte y al oeste de Laconia, quizás a unos trece kilómetros. Entre las diez y las once en la esfera de un reloj. Era uno de muchos puntitos similares. Como planetas ocupados alrededor de un sol, manteniéndose cerca por la gravedad o el magnetismo o alguna otra clase de atracción fuerte. Como había predicho la detective Brenda Amos, a efectos prácticos Ryantown había formado parte de Laconia, sin importar lo que dijera el servicio postal. La carretera que pasaba por ahí seguía hacia ningún lugar en particular. Simplemente serpenteaba al norte y al oeste, quince kilómetros o más, y después otros quince atravesando un bosque, y después seguía. Una carretera secundaria, como esa por la que habían ido con el tipo en el Subaru. Se lo podía imaginar.
—Supongo que no habrá autobús —dijo.
—Podría alquilar un coche —dijo ella—. Hay lugares aquí en la ciudad.
—No tengo carnet de conducir.
—No creo que un taxi quiera ir hasta allá.
Trece kilómetros, pensó.
—Voy a caminar —dijo él—. Pero no ahora. Sería de noche apenas llegue allí. Mañana, quizás. ¿Quiere cenar esta noche?
—¿Qué?
—Cenar —dijo él—. La tercera comida del día, la que generalmente se come al final de la tarde o primeras horas de la noche. Puede ser funcional, o social, o a veces las dos cosas.
—No puedo —dijo ella—. Esta noche salgo a cenar con Carter Carrington.
Shorty cargó la caja de cartón hasta la habitación y la apoyó en la cómoda frente a la pantalla de TV. Después se sentó con Patty, uno al lado del otro en las tumbonas, con el último sol de la tarde. Ella no hablaba. Estaba pensando. Lo hacía a menudo. Él conocía las señales. Supuso que estaba procesando la información que había recibido, examinándola, mirándola de un lado y del otro, hasta que estuviera satisfecha. Lo que sucedería pronto, pensó él. Sin duda. Él en realidad ya no veía mucho un problema. El tema del bastoncillo tuvo una explicación simple. Y había vuelto el teléfono. El mecánico iba a venir a primera hora de la mañana. Daño total, menos de doscientos dólares. Una lata seguro, pero no un desastre.
—No vayamos a la casa a cenar —dijo Patty—. Creo que estaba dando a entender que no quería que fuéramos.
—Dijo que estábamos invitados.
—Estaba siendo amable.
—Creo que lo decía en serio. Pero también lo estaba mirando desde nuestro punto de vista.
—¿Ahora es tu mejor amigo para siempre?
—No sé —dijo Shorty—. La mayor parte del tiempo pienso que es un enfermo estúpido que se merece un puñetazo. Pero debo admitir que estuvo bien con el mecánico. Explicó el problema y consiguió una solución. Eso demuestra que se lo está tomando en serio. Quizás los dos teníamos razón, al principio de todo. Son raros, pero también están haciendo lo mejor que pueden por nosotros. Supongo que podrían ser las dos cosas a la vez.
—Sea como sea, comamos nosotros dos solos.
—Por mí está bien. Estoy cansado de responder a sus preguntas. Es como un interrogatorio.
—Ya te dije —dijo Patty—. Están siendo amables. Demostrar interés está considerado algo amable.
Se pusieron de pie y entraron a la habitación. Dejaron la puerta bien abierta. Pasaron la caja de cartón a la cama. Patty cortó la cinta con la uña del pulgar. Shorty levantó las solapas. Adentro había una variedad de cosas, envueltas ajustada y meticulosamente. Había barritas de cereales y barritas energéticas y barritas de proteínas, y botellas de agua, y paquetes de albaricoques secos, y cajas rojas y diminutas de uvas. Todo estaba acomodado siguiendo un patrón específico que se repetía doce veces. Como doce comidas idénticas, todo prolijamente dispuesto. Cada una tenía una botella de agua, y después una porción igual de un doceavo del resto de las cosas.
En la caja también había dos linternas, puestas en forma vertical, encajadas entre la comida.
—Raro —dijo Patty.
—Creo que este lugar es para senderistas —dijo Shorty—. Como en la foto que tomaron con la modelo. ¿Por qué otra razón la iban a vestir así? Apuesto a que reparten esto como cajas de almuerzo. O lo venden. Es el tipo de cosa que le gusta llevar a un senderista.
—¿Sí?
—Es compacto y muy energético. Fácil de guardar en un bolsillo. Más agua.
—¿Para qué son las linternas?
—Supongo que por si es tarde y todavía estás fuera y tienes que comer en la oscuridad.
—Un farol sería mejor.
—Quizás los senderistas prefieren las linternas. Estoy seguro de que reciben comentarios de los clientes. Creo que esto es parte de las provisiones que tienen guardadas.
—Dijo ingredientes.
—Probablemente es una dieta equilibrada. Probablemente muy saludable. Apuesto a que los senderistas se preocupan por esas cosas.
—Dijo que juntaron unos ingredientes. Esto no lo juntaron. Viene empaquetado. Como tú dijiste, de un estante de su depósito.
—Todavía podríamos ir a cenar a la casa.
—Te dije, no quiero. No nos quieren ahí.
—Entonces tenemos que comer esto.
—¿Por qué hace declaraciones tan exageradas? Podría haber dicho que traía las mismas raciones de hierro que les vende a los senderistas para el almuerzo. A mí eso me habría gustado. No es que lo estemos pagando.
—Exacto —dijo Shorty—. Son raros. Pero de alguna manera también atentos. O al revés.
Reacher cenó solo en Laconia, en un pequeño restaurante grasiento sin manteles. No se quiso arriesgar a ir a uno más exclusivo, por si Carter Carrington y Elizabeth Castle elegían el mismo lugar. Se iban a sentir obligados al menos a acercarse y decir hola. No quería inmiscuirse en su velada. Después pasó una hora caminando por calles al azar, buscando un almacén con una ventana de apartamento arriba, que diera al este a lo largo de una calle. Encontró una posibilidad plausible. Estaba todo recto alejándose del centro de la ciudad. El apartamento era ahora el estudio de un abogado. La tienda ahora vendía pantalones y jerséis. Se quedó de pie dándole la espalda al escaparate. Miró a lo largo de la calle. Vio al este un buen trozo de cielo nocturno, y debajo la combadura del asfalto, de alcantarilla a alcantarilla, flanqueado por dos cordones y dos aceras, iluminado aquí y allá por postes de luz muy espaciados.
Caminó en la misma dirección que había caminado el de veinte años. Se frenó a treinta metros. Más cerca de eso, sintió que la anciana no habría usado los prismáticos. Habría confiado en su propia vista. Se dio vuelta y miró hacia la ventana. Ahora él era los muchachos más pequeños. Se imaginó al grandullón frente a ellos, exigiendo, y después amenazando. Técnicamente no gran cosa. Para Reacher mismo, en todo caso. A los dieciséis había sido más grande que la mayoría de los de veinte años. Había sido más grande a los trece. La biología había sido buena con él. Era rápido, y despiadado. Se sabía todos los trucos. Había inventado algunos. Había crecido en el Cuerpo de Marines, no en Ryantown, New Hampshire. Y Stan en comparación había sido alguien de tamaño normal. Compacto, incluso, en algunos aspectos. Quizás uno ochenta y cinco con zapatos, quizás noventa kilos después de una cena de cuatro platos.
Reacher miró hacia abajo los ladrillos en la acera, e imaginó ahí las pisadas de su padre, dando unos pasos hacia atrás, y después girando y corriendo.
Patty y Shorty comieron afuera, bajo la ventana, en las tumbonas. Cogieron la comida número uno y la comida número dos, lo que dejaba diez en la caja, y bebieron como correspondía las botellas de agua. Después se puso frío y se fueron adentro. Pero Patty dijo:
—Deja la puerta abierta.
—¿Por qué? —dijo Shorty.
—Necesito aire. Anoche me sentí como si me estuviera ahogando.
—Abre la ventana.
—No se abre.
—La puerta se podría llegar a cerrar.
—Cálzala con tu zapato.
—Alguien podría llegar a entrar.
—¿Como quién? —dijo Patty.
—Alguien que pase caminando.
—¿Por aquí?
—O uno de ellos.
—Me despertaría. Después te despertaría a ti.
—¿Prometido?
—Cuenta con eso.
Shorty se sacó los zapatos, y ajustó uno entre la cara externa de la puerta y la jamba, y dobló el otro en una forma plegable, y lo puso contra la cara interna, para hacerles frente a suaves brisas nocturnas. Ingeniería de productor de patatas, lo sabía, pero tenía aspecto de que iba a funcionar.