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Diez

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Reacher volvió caminando a la lujosa oficina del condado que tenía los censos escaneados y los cubículos de un millón de dólares, y volvió a encontrar de turno en el escritorio al mismo tipo malhumorado. Una vez más Reacher pidió dos censos, el primero de cuando Stan tenía dos, y el segundo de cuando tenía doce, pero esta vez para el resto del condado afuera del límite técnico de la ciudad de Laconia.

—No podemos hacer eso —dijo el tipo.

—¿Por qué no?

—Está pidiendo en forma de donut. Con un agujero en el medio, que es Laconia, que usted ya vio. ¿Estoy en lo correcto?

—Acertó en la primera.

—No es así como están hechos los extractos. No hay con forma de donut. Puede ver un área, o un área más grande, o un área más grande aún. Lo que sería la ciudad, el condado y el estado. Pero el área más grande siempre vuelve a incluir el área más pequeña. Y el área más grande aún vuelve a incluir a ambas. Lo que es lógico, si lo piensa. No hay agujeros en el medio. La ciudad está en el condado, y el condado en el estado.

—Comprendido —dijo Reacher—. Gracias por la explicación. Quiero ver todo el condado.

—¿Sigue siendo residente?

—Esta mañana estuvo de acuerdo en que lo era. Y aquí estoy de nuevo. Claramente no me fui de la ciudad con todas mis posesiones. Diría que mi estatus como residente es más seguro que nunca.

—Cubículo cuatro —dijo el tipo.

Patty y Shorty oyeron que un motor se encendía en la distancia, ensordecedor como una moto, y se pusieron de pie y caminaron hasta la esquina a echar un vistazo. Vieron a Peter conduciendo un quad de vuelta a la casa. Ahora solo había ocho prolijamente estacionados.

—A la primera vuelta de llave —dijo Shorty—. Espero que sean todos así.

—Demasiado ruidoso —dijo Patty, decepcionada—. No lo podemos hacer. Se darían cuenta.

Peter aparcó en la casa a lo lejos. Apagó el motor y volvió el silencio. Se bajó y fue adentro. Patty y Shorty volvieron a las tumbonas.

—El terreno es bastante llano aquí —dijo Shorty.

—¿Eso nos beneficia?

—Podríamos empujar el quad. Con el motor apagado. Con la maleta arriba. Lo podríamos usar como un carrito para transportar muebles.

—¿Podríamos?

—No pueden ser tan pesados. Todo el rato se ve gente empujando motos. Ni siquiera tendríamos que hacer el esfuerzo como para mantenerlo de pie, y somos dos. Apuesto a que lo podríamos hacer sin ningún problema.

—¿Tres kilómetros de ida y tres de vuelta? Lo que dejaría la maleta al borde de la carretera, y a nosotros de vuelta aquí. Por lo que después tendríamos que caminar otros tres kilómetros. En total nueve, seis de los cuales empujando un quad. Llevaría una buena cantidad de tiempo.

—Estimo que alrededor de tres horas —dijo Shorty.

—Depende cuán rápido podamos empujar. Aún no lo sabemos.

—Vale, digamos cuatro horas. Deberíamos calcularlo como para terminar al alba. Quizás podríamos llegar a encontrar a algún agricultor yendo al mercado. Tiene que haber tráfico en algún momento. Así que deberíamos empezar en medio de la noche. Lo que es bueno. Van a estar dormidos.

—Es una posibilidad —dijo Patty—. Supongo.

Escucharon que el quad a lo lejos volvía a arrancar, a cincuenta metros de distancia, luego más cerca. Sonaba como que estaba pasando por el granero y yendo recto hacia ellos.

Se pusieron de pie.

El motor sonó más fuerte y la máquina rugió al doblar la esquina, con Mark conduciendo, levantando tierra. Había una caja de cartón atada en el armazón de atrás. Mark frenó hasta quedar detenido, y puso punto muerto, y apagó el motor. Sonrió con su sonrisa de “amo del universo”.

—Buenas noticias —dijo—. Tenemos línea otra vez. El mecánico estará aquí a primera hora de la mañana. Llegamos tarde como para que viniera hoy. Pero sabe cuál es el problema. Ya lo ha visto antes. Aparentemente hay un chip electrónico cerca de donde los manguitos del radiador pasan por atrás del tablero. El chip se quema cuando el agua de las mangueras se calienta mucho. Está trayendo un chip de reemplazo que sacó de un desguace. Pide cinco dólares por eso. Más cincuenta de mano de obra.

—Genial —dijo Shorty.

Patty no dijo nada.

Mark dijo:

—Y me temo que yo quiero otros cincuenta por la habitación.

Hubo un instante de silencio.

—Muchachos —dijo Mark—, me encantaría deciros olvidaos, pero el banco me patearía el trasero. Esto es un negocio, me temo. Nos lo tenemos que tomar en serio. Y desde vuestro punto de vista no es tan terrible. Cien por el motel y cincuenta y algo para arreglar el coche, y os vais de aquí por menos de doscientos dólares todo incluido. Podría haber sido muchísimo peor.

—Ven a ver esto —dijo Patty.

Mark se bajó del quad y Patty avanzó primera hacia la habitación. Señaló hacia abajo al espacio debajo de la cómoda.

—¿Qué tengo que mirar? —dijo Mark.

—Ya verás.

Miró.

Vio.

Dijo:

—¡No lo puedo creer!

Se agachó y se puso de pie con el bastoncillo.

—Os pido mis más sinceras disculpas —dijo—. Esto es imperdonable.

—¿Por qué nos dijiste que éramos los primeros huéspedes en esta habitación?

—¿Qué?

—Lo dijiste como si fuera una gran cosa.

—Sois los primeros huéspedes en esta habitación. Definitivamente. Esto es algo completamente distinto.

—¿El pintor? —dijo Shorty.

—No.

—¿Entonces quién?

—El banco nos dijo que mejoráramos nuestro marketing. Contratamos a un fotógrafo para que tomara fotos para un nuevo folleto. Trajo con él a una modelo de Boston. Dejamos que se maquillara aquí, porque es la habitación más bonita. Supongo que estábamos tratando de impresionarla. Era muy atractiva. Pensé que habíamos limpiado bien. Obviamente no lo logramos del todo. Una vez más, os pido mis más sinceras disculpas.

—También yo —dijo Patty—. Supongo. Por sacar conclusiones. ¿Cómo quedaron las fotos?

—Ella estaba vestida de senderista. Botas muy grandes y pantalones cortos muy cortos. Una senderista un día de calor, claramente, porque su top tampoco era gigante. El motel estaba a sus espaldas. Se veía muy bien.

Patty le dio cincuenta de sus dólares ganados con esfuerzo.

—¿Qué os debemos por las comidas? —dijo.

—Nada —dijo Mark—. Es lo mínimo que podemos hacer.

—¿Estás seguro?

—Absolutamente. Ese es dinero de mantenimiento. El banco no ve esos números. —Se guardó los cincuenta dólares y el bastoncillo en un bolsillo del pantalón. Dijo—: Y un poco hablando de lo mismo tengo algo para vosotros.

Los guio hacia afuera al aparcamiento otra vez, de vuelta al quad, a la caja atada a la plataforma.

—Estáis totalmente invitados a cenar esta noche, por supuesto —dijo—, y a desayunar mañana, pero igual todos nosotros entenderíamos totalmente si preferís comer solos, solo vosotros dos. Cualquiera sabe que mantener una conversación puede cansar. Os juntamos unos ingredientes para vosotros. O venid con nosotros a la casa o servíos de la caja. Sin presiones en ninguno de los dos casos.

Desató la caja y la acomodó en sus brazos. Dio media vuelta y la pasó a las manos de Shorty, que ya esperaba para recibirla.

—Gracias —dijo Patty.

Mark solo sonrió, y se subió al quad, y encendió el feroz motor. Giró trazando un círculo amplio en el pedregoso estacionamiento y desapareció por la esquina, dirigiéndose de vuelta a la casa.

El cubículo cuatro era lo mismo que el cubículo dos, salvo que en un lugar distinto. Por lo demás era idéntico. Tenía todo lo mismo, la silla de tweed, y la pantalla plana, y el lápiz con punta, y el bloc de hojas con el nombre del condado en la parte alta, como marca de hotel. La pantalla plana ya estaba iluminada de azul, ya con dos iconos arriba a la derecha, como sellos en una carta, igual que antes. Reacher hizo doble clic en el primero, y vio el mismo fondo gris buque de guerra, y una primera página con la misma letra gubernamental, diciendo todas las mismas cosas que había dicho antes, salvo en la línea central, que decía que esta vez los informes eran extraídos para el condado en su conjunto.

Se deslizó hacia abajo en la pantalla, con la rueda entre los omóplatos del ratón. Ahí estaba la misma introducción, con la misma extensa disquisición acerca de mejoras en la metodología. Se lo salteó todo y fue directo a la lista de nombres. Adquirió un ritmo al avanzar, haciendo girar la rueda con la punta del dedo, usando alguna especie de inherente impulso elástico, recorriendo la sección de la A, y la sección de la B, y la sección de la C, luego acelerando hasta que se veía borroso, y luego dejando que la lista se acomodara y se detuviera y frenara del todo entre una breve ristra de apellidos con Q. Había una familia Quaid, y una Quail, y una Quattlebaum, y dos Queens.

Siguió hasta la sección de la R.

Y ahí estaban. Casi arriba del todo. James Reacher, varón, blanco, veintiséis años, encargado de un molino para procesar estaño, y su esposa Elizabeth Reacher, mujer, blanca, veinticuatro años, una rematadora de sábanas, y su hasta entonces único hijo Stan Reacher, varón, blanco, dos años.

Dos años en abril, cuando se realizó el censo. Lo que implicaba que iba a tener tres años en el otoño, lo que implicaba que iba a tener dieciséis años al final de una tarde en septiembre de 1943. No quince. La anciana observadora de aves tenía razón.

—Hm —dijo Reacher.

Siguió leyendo. Su dirección estaba apuntada como un número y una calle en un lugar llamado Ryantown. Su casa era alquilada, por un total de cuarenta y tres dólares al mes. No tenían radio. No trabajaban en una granja. James tenía veintidós y Elizabeth veinte cuando se casaron. Ambos podían leer y escribir. Ninguno de los dos tenía ninguna afiliación tribal india.

Reacher hizo doble clic en la diminuta luz roja del semáforo en lo alto del documento, y la pantalla volvió al fondo azul con los dos sellos. Hizo doble clic en la segunda, y se abrió el censo de diez años después. Se deslizó hacia abajo por el documento, abriéndose paso a través de la mayor parte del alfabeto, una vez más rodando hasta quedar detenido entre los apellidos con Q. Los Quaid seguían ahí, y los Quail, y las dos familias Queen, pero los Quattlebaum se habían ido.

Los Reacher seguían ahí. James, Elizabeth y Stan, en ese abril treinta y seis, treinta y cuatro y doce años respectivamente. Aparentemente no había habido más hijos. Ningún hermano para Stan. James había cambiado su empleo a obrero en una cuadrilla de nivelación de una carretera del condado, y Elizabeth estaba directamente sin trabajo. Su dirección era la misma, pero el alquiler había bajado a treinta y seis dólares. Siete años de Depresión se habían cobrado su cuota, tanto para los trabajadores como para los propietarios. James y Elizabeth seguían en la categoría de alfabetizados, y Stan asistía al colegio todos los días. La casa había adquirido una radio.

Reacher anotó la dirección con el lápiz con punta en la hoja de arriba del anotador marcado, que después arrancó, y dobló, y guardó en el bolsillo de atrás del pantalón.

Mark aparcó el quad en el granero, y caminó hasta la casa. El teléfono sonó apenas cruzó la puerta. Lo cogió y dijo su nombre, y una voz le dijo: “Pasó por aquí un tipo, de apellido Reacher, consultando su historia familiar. Un tipo grandote, bastante rudo. No va a aceptar un no como respuesta. Por ahora miró cuatro censos distintos. Creo que está buscando una dirección vieja. Quizás es un pariente. Pensé que lo deberías saber”.

Mark colgó sin responder.

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