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Tres
ОглавлениеReacher se despertó un minuto pasadas las tres de la mañana. Todos los clichés: despierto de golpe, instantáneamente, como apretando un botón. No se movió. Ni siquiera tensionó brazos y piernas. Simplemente se quedó ahí, mirando la oscuridad, escuchando atento, concentrándose al cien por cien. No una reacción adquirida. Un instinto primitivo, preparado por la evolución al fondo, en la parte de atrás de su cerebro. Una vez había estado en California del Sur, bien dormido con las ventanas abiertas una noche hermosa, y se había despertado de golpe, instantáneamente, como apretando un botón, porque en su sueño había olido un hilo de humo. No humo de cigarrillo o un edificio en llamas, sino la ladera de una colina incendiada a sesenta kilómetros de distancia. Un olor prehistórico. Como un incendio fuera de control avanzando a toda velocidad por una antigua sabana. Al que sus ancestros le ganaban dependiendo de quién se levantara más rápido y saliera antes. Enjuagar y repetir, durante cientos de generaciones.
Pero no había humo. No un minuto pasadas las tres de esa mañana en particular. No en esa habitación de hotel en particular. ¿Entonces qué lo despertó? No vista o tacto o gusto, porque había estado solo en la cama con los ojos cerrados y las cortinas también y nada en la boca. Oído, pues. Había escuchado algo.
Esperó que se repitiera. Algo que consideró una debilidad evolutiva. El producto no era aún perfecto. Era todavía un proceso de dos pasos. Una vez para despertarte, y una segunda vez para decirte qué era. Mejor hacer las dos cosas juntas, seguro, en la primera vez.
No escuchó nada. Ya no muchos sonidos seguían siendo sonidos para el cerebro reptiliano. El paso o el siseo de un antiguo depredador era poco probable. Las ramitas de bosque más cercanas como para ser pisadas y rotas sonoramente estaban a kilómetros de distancia más allá de los límites de la ciudad. No mucho más asustaba al córtex primitivo. No en el reino del sonido. A los sonidos más nuevos se los procesaba en otro lado, en la parte frontal del cerebro, que estaba bien alerta de los raspones y chasquidos de las amenazas modernas, pero que no tenía la antigüedad como para despertar de un sueño satisfactorio y profundo a una persona.
¿Entonces qué lo despertó? El único otro sonido verdaderamente antiguo era una petición de ayuda. Un grito, o una súplica. No un chillido moderno, o un festejo o unas carcajadas. Algo profundamente primitivo. La tribu, siendo atacada. En la parte más lejana. Una alarma temprana y distante.
No escuchó más nada. No se repitió. Salió de debajo de las sábanas y prestó atención a la puerta. No escuchó nada. Agarró una almohada de plumas y tapó la mirilla. Ninguna reacción. Ningún disparo en el ojo. Miró fuera. No vio nada. Un pasillo brillante y vacío.
Corrió las cortinas y miró la ventana. Nada ahí. Nada en la calle. Oscuridad total. Todo tranquilo. Se volvió a meter en la cama y le dio unos golpes a la almohada para que recuperase la forma y se volvió a dormir.
Patty Sundstrom también se despertó un minuto pasadas las tres. Había dormido cuatro horas y entonces algún tipo de agitación subconsciente se había abierto camino y la había despertado. No se encontraba bien. No por dentro, como sabía que debería. En parte tenía el retraso en la cabeza. En el mejor de los casos llegarían a la ciudad promediando el día siguiente. No las mejores horas para hacer negocios. Por encima de lo cual estaban los cincuenta dólares extra por la habitación. Además del coche que era una cantidad desconocida. Podía costar una fortuna. Si se necesitaban repuestos. Si se tenía que adaptar algo. Los coches eran geniales hasta que no lo eran. Aun así, el motor había arrancado cuando salieron de la oficina. El tipo del motel no parecía muy preocupado al respecto. Puso cara de que todo iba bien. No fue hasta la habitación con ellos. Lo que también estuvo bien. Odiaba cuando la gente la perseguía, para mostrarle dónde estaba el interruptor de la luz, y el baño, juzgando sus cosas, actuando de forma servil, queriendo una propina. El tipo no hizo nada de eso.
Pero igual no se encontraba bien. No sabía por qué. La habitación era agradable. Estaba recién renovada, tal como habían dicho, cada centímetro. Los tableros de las paredes eran nuevos, y el techo, y las molduras, y la pintura, y la alfombra. Nada arriesgado. Ciertamente nada llamativo. Parecía una actualización de lo que fuera que hubiera habido antes ahí por tradición, pero recién puesto a punto y auténtico y pulcro y sólido. El aire acondicionado era fresco y silencioso. Había un televisor de pantalla plana. La ventana era un modelo caro, con dos gruesos paneles de vidrio sellados con juntas térmicas, que tenían una persiana eléctrica en el espacio entre uno y otro. No tenías que tirar de una cinta para cerrarla. Apretabas un botón. No se habían ahorrado nada. El único problema era que la ventana no se abría. Lo que le habría preocupado en caso de incendio. Y en general le gustaba en una habitación una corriente de aire nocturno. Pero en conjunto era un lugar decente. Mejor que la mayoría de los que había visto. Quizás incluso valía cincuenta dólares.
Pero no se encontraba bien. No había teléfono en la habitación, ni señal de móvil, por lo que después de media hora habían vuelto a la oficina para preguntar si podían usar el teléfono del motel para pedir una comida caliente. Pizza quizás. El tipo en la recepción había sonreído con una sonrisa entre apenada e irónica y había dicho que lo lamentaba, pero que estaban demasiado alejados como para entregas. Nadie llegaba hasta ahí. Dijo que la mayoría de los huéspedes iban en coche hasta un diner o un restaurante. Shorty tenía aspecto de ir a enfadarse. Como si el tipo estuviera diciendo: la mayoría de los huéspedes tienen coches que funcionan. Quizás algo que ver con la sonrisa entre apenada e irónica. Después el tipo dijo: “Pero eh, nosotros tenemos pizzas en el congelador allá en la casa. ¿Por qué no venís a comer con nosotros?”.
Lo que fue una comida rara, en una residencia vieja y oscura, con Shorty y el tipo y otros tres iguales a él. Misma edad, mismas pintas, con alguna especie de misma conexión de onda entre ellos. Como si estuvieran todos en una misión. Tenían algo de nervioso. Después de conversar un poco ella llegó a la conclusión de que eran todos inversores que estaban totalmente embarcados en el mismo nuevo emprendimiento. El motel, asumió. Asumió que lo habían comprado y que estaban intentando sacarlo adelante. Como fuera, eran todos extremadamente correctos y corteses y conversadores. El tipo de la recepción dijo que su nombre era Mark. Los otros eran Robert, Steven y Peter. Todos hicieron preguntas inteligentes acerca de la vida en Saint Leonard. Preguntaron sobre el exigente viaje en coche hacia el sur. Otra vez Shorty tenía aspecto de irse a enfadar. Pensaba que lo estaban tratando como a un estúpido por salir de viaje con un coche en malas condiciones. Pero el tipo que dijo que era el que se ocupaba de los quads, que era Peter, dijo que él hubiera hecho exactamente lo mismo. Puramente por razones estadísticas. El coche había funcionado durante años. ¿Por qué asumir que iba dejar de hacerlo ahora? Las probabilidades decían que iba a seguir funcionando. Siempre lo había hecho hasta entonces.
Después dijeron “buenas noches” y volvieron caminando a la habitación diez, y se fueron a dormir, salvo que ella se volvió a despertar cuatro horas más tarde, agitada. No se encontraba bien, y no sabía por qué. O quizás sí. Quizás simplemente no lo quería admitir. Quizás era ese el problema. La verdad era que, en el fondo, ella suponía que probablemente estaba enfadada con Shorty mismo. El gran viaje. La parte más importante de su plan secreto. Salió con un coche en malas condiciones. Era tonto. Era más tonto que sus propias patatas. ¿No podía invertir un dólar por adelantado? ¿Cuánto habría costado, en un taller con un cupón? Menos que los cincuenta dólares que estaban pagando por el motel, eso seguro, que Shorty la estaba también molestando para que le reconociera que era un lugar raro gestionado por gente rara, lo que para ella era un conflicto, porque realmente ella sentía que un grupo de jóvenes amables la estaban rescatando, como caballeros en brillantes armaduras, de un aprieto enteramente ocasionado por un productor de patatas tan tonto como para no hacer revisar su coche antes de emprender un viaje de más de mil quinientos kilómetros a, ¡sí!, otro país, con, ¡sí!, algo muy valioso en el maletero.
Tonto. Quería aire. Salió de la cama y caminó despacio hasta la puerta. Giró el pomo, y apretó su otra mano contra el marco para equilibrar, así podía abrir la puerta sin hacer ningún ruido, porque quería que Shorty siguiera durmiendo, porque no quería tener que lidiar con él ahí mismo, tan enfadada como estaba.
Pero la puerta estaba atascada. No se movió en lo más mínimo. Comprobó que estuviera correctamente destrabada de adentro, y probó el picaporte hacia ambos lados, pero no pasó nada. La puerta estaba atascada. Quizás no la habían ajustado correctamente después de la instalación. O quizás se había hinchado con el calor del verano.
Tonto. Muy tonto. Esta era la ocasión en la que Shorty le podía servir. Era bajito, compacto, fuerte y macizo. De andar cargando por ahí bolsas de patatas de cincuenta kilos. ¿Pero lo iba a despertar y le iba a pedir? Ni de casualidad. Volvió en silencio a la cama y se metió al lado de él y miró el techo, que era liso y auténtico y pulcro y sólido.
Reacher se volvió a despertar a las ocho de la mañana. Haces brillantes de un sol fuerte entraban por los bordes de las cortinas. Había polvo en el aire, flotando ligeramente. Había unos sonidos apagados de la calle. Coches esperando, después moviéndose. Un semáforo al final de la manzana, presumiblemente. Ocasionalmente el escándalo asordinado de un claxon, como si un tipo adelante hubiera mirado para otro lado y se hubiera perdido el verde.
Se duchó, y rescató sus pantalones de abajo del colchón, y se vistió, y salió en busca del desayuno. Encontró cerca café y muffins, que lo mantuvieron a flote para una exploración más prolongada, que lo llevó a un lugar que supuso podría tener buena comida a pesar de esconderse debajo de múltiples capas de una especie de ironía falso retro. Supuso que se necesitaría un tipo más inteligente que él para decodificarlas todas. La idea básica parecía ser la noción contemporánea y de alguien del lugar donde los antiguos leñadores podrían haber cenado, con lo que fuera que comieran esos antiguos leñadores, que en la época contemporánea parecía estar interpretado como una de cada una de las opciones fritas del menú. En la experiencia de Reacher los leñadores comían lo mismo que todos los que trabajan duro, que era todo tipo de cosas distintas. Pero no tenía ninguna objeción ideológica contra las cosas fritas como tales, especialmente no en grandes cantidades, así que le siguió el juego. Entró y se sentó, enérgicamente, esperaba, como si tuviera treinta minutos antes de tener que ir a derribar un árbol.
La comida estaba bien, y el café seguía llegando, por lo que se demoró más de treinta minutos, mirando por la ventana, tomándole el tiempo al ajetreo de la calle, esperando hasta que las personas de los trajes y de las faldas estuvieran seguros en sus trabajos. Después se puso de pie y dejó su propina y pagó su cuenta, y caminó dos de las manzanas que había explorado la noche anterior, hacia el lugar por el que supuso que debía empezar. Que era el departamento de registros en las oficinas de la municipalidad. Que tenía un número de oficina propio, en un atestado directorio de pisos con múltiples renglones, fuera de un edificio gubernamental multipropósito y de ladrillos, que por sus años y su aspecto Reacher asumió que en algún momento había albergado un juzgado. Quizás todavía era así.
La oficina que estaba buscando resultó ser una de muchas pequeñas salas que daban a un pasillo en una entreplanta. Como un pasillo en un hotel caro. Salvo que las puertas eran mitad de vidrio, que estaba acanalado a la antigua, con el nombre del departamento pintado en dorado. En dos renglones, en el caso del departamento de registros. Del otro lado de la puerta había una sala vacía con cuatro sillas de plástico y un mostrador para consultas alto hasta la cintura. Como una versión miniatura de cualquier oficina gubernamental. Había un interruptor de un timbre eléctrico atornillado al mostrador. Tenía un cable finito que se perdía en una hendidura que había cerca en el mueble y un letrero escrito a mano que decía “Si no hay nadie toque el timbre”. El mensaje estaba escrito con una caligrafía cuidada y estaba protegido por muchas capas de cinta transparente, aplicada en tiras de un largo considerable, algunas de las cuales estaban levantadas en los extremos, y sucias, como si dedos aburridos y ansiosos las hubieran tironeado.
Reacher tocó el timbre. Un minuto después salió una mujer por una puerta en la pared de atrás, mirando sobre su hombro mientras lo hacía, con lo que Reacher pensó era un poco de pesar, como si estuviera abandonando un espacio dramáticamente más grande y más atractivo. Tenía quizás treinta años, era esbelta y pulcra, y llevaba puesto un jersey gris y una falda gris. Caminó hacia el mostrador pero miraba hacia atrás a la puerta. O su novio estaba esperando u odiaba su trabajo. Quizás las dos cosas. Pero hizo lo mejor que pudo. Se impuso unos modales cálidos y cordiales. No exactamente como en una tienda, donde el cliente siempre tenía la razón, sino más como un par, como si a ella y al cliente los acabaran de obligar a pasar juntos un buen rato, dando vueltas por una vieja tienda de la ciudad. En los ojos de ella había la suficiente cantidad de luz como para que Reacher asumiera que al menos algo de eso ella lo sentía así. Quizás después de todo no odiaba su trabajo.
—Necesito preguntarle acerca de un viejo registro de propiedad —dijo Reacher.
—¿Es para un litigio de titularidad? —preguntó la mujer—. En cuyo caso lo tendría que pedir su abogado. De esa manera es mucho más rápido.
—Ningún litigo —dijo él—. Mi padre nació aquí. Eso es todo. Hace mucho tiempo. Ya falleció. Yo pasaba por aquí. Pensé que podía dar una vuelta y ver la casa en la que creció.
—¿Cuál es la dirección?
—No lo sé.
—¿Se acuerda aproximadamente dónde está?
—Nunca estuve allí.
—¿No venía de visita?
—No.
—Quizás porque su padre se fue de aquí cuando era joven.
—No hasta que se unió a los Marines cuando tenía diecisiete años.
—Entonces quizás porque sus abuelos se fueron de aquí antes de que su padre tuviera su propia familia. Antes de que venir de visita fuera algo importante.
—Tengo la sensación de que mis abuelos se quedaron aquí el resto de sus vidas.
—¿Pero usted nunca los conoció?
—Éramos una familia marine. Estábamos siempre en algún otro lugar.
—Lo lamento.
—No es culpa suya.
—Pero le agradezco su servicio.
—No fue mi servicio. El marine era mi padre, no yo. Quería saber si lo podíamos buscar, quizás en un registro de nacimientos o algo, para tener los nombres completos de sus padres, así podemos encontrar su dirección exacta, quizás en registros de impuestos inmobiliarios o algo, como para poder ir y echar un vistazo.
—¿Cómo se llamaban sus abuelos?
—Creo que eran James y Elizabeth Reacher.
—Igual que yo.
—¿Su apellido es Reacher?
—No, mi nombre es Elizabeth. Elizabeth Castle.
—Encantado de conocerla —dijo Reacher.
—Igualmente —dijo ella.
—Yo soy Jack Reacher. Mi padre era Stan Reacher.
—¿Hace cuánto que Stan se fue de aquí para unirse a los Marines?
—Ahora tendría cerca de noventa, por lo que fue hace más de setenta años.
—Entonces deberíamos empezar hace ochenta años, para tener un margen de seguridad —dijo la mujer—. En ese momento Stan Reacher debería haber tenido alrededor de diez años, y debería haber estado viviendo con sus padres James y Elizabeth Reacher, en algún lugar de Laconia. ¿Es ese un buen resumen?
—Ese podría ser el capítulo uno de mi biografía.
—Estoy segura de que el ordenador puede buscar más de ochenta años atrás —dijo ella—. Pero para registros de propiedad me temo que esa cantidad de años puede llegar a ser solo una lista de nombres.
Giró una llave y abrió una tapa en la parte de arriba del mostrador. Debajo había un teclado y una pantalla. A salvo de los ladrones, cuando no hay nadie. Pulsó un botón, y miró para otro lado.
—La secuencia de arranque —dijo.
Que eran palabras que Reacher ya había escuchado, en un contexto tecnológico, pero para él sonaban militares, como si regimientos de infantería se estuvieran cerrando de manera firme al frente de una avanzadilla general.
Ella cliqueó y se movió por la pantalla, y se movió por la pantalla y cliqueó.
—Sí —dijo—. Hace ochenta años es solo un índice, con número de archivo. Si quiere detalles, tiene que pedir que le traigan del depósito el verdadero documento en papel. Me temo que por lo general eso tarda mucho tiempo.
—¿Cuánto?
—A veces tres meses.
—¿Hay nombres y direcciones en el índice?
—Sí.
—Entonces en realidad eso es todo lo que necesitamos.
—Supongo. Si lo único que quiere es echarle un vistazo a la casa.
—Eso es lo único que tengo planeado hacer.
—¿No tiene curiosidad?
—¿Sobre qué cosa?
—Sus vidas. Quiénes eran y qué hacían.
—No una curiosidad que valga tres meses de espera.
—Vale, entonces nombres y direcciones es lo único que necesitamos.
—Si la casa todavía está allí —dijo él—. Quizás alguien la hizo demoler. De repente ochenta años suenan realmente como mucho tiempo.
—Aquí las cosas cambian lento —dijo ella.
Volvió a cliquear, y se movió hacia abajo en la pantalla, primero rápido, recorriendo en forma descendente el abecedario, y luego despacio, mirando atenta, a través de lo que Reacher supuso que era la sección de la R, y después de vuelta hacia arriba, igual de despacio, mirando igual de atenta. Luego rápido hacia abajo y hacia arriba, como intentado sacudir algo suelto.
Dijo:
—Hace ochenta años nadie llamado Reacher tenía aquí en Laconia una propiedad a su nombre.