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CAPÍTULO I La abogacía: sentido y sensibilidad

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“Siempre resignación y aceptación. Siempre la prudencia y el honor, y el deber. Elinor, ¿dónde está tu corazón?”. — Marianne, en la película Sentido y sensibilidad, basada en la obra de Jane Austen.

El corazón, el centro de nuestras emociones, de nuestra verdad interior, se echa en falta en una profesión, a veces demasiado cerebral y racionalista. Una profesión, casi siempre, enfocada en la prudencia y el deber. Siendo como soy un fan incondicional de las novelas de Jane Austen, me pregunto si a veces este ‘sentido’, que en la abogacía adopta la forma seria del pensamiento dogmático, no nos ha hecho perder el contacto con la realidad: la sensibilidad.

Personalmente, de tiempo en tiempo, necesito un espacio de reflexión donde, como en la obra de Austen, que da título a este capítulo, pueda pensar con el ‘sentido’, la razón, de Elinor, pero sin olvidar la necesaria ‘sensibilidad’, la poesía, de Marianne.

No podría hacer un análisis puramente racional o pretendidamente científico como outsider, desde fuera de la Abogacía, pues ejerzo a diario una profesión humanista, cargada de emociones y conflictos, que representa mi realidad, como el agua en los peces de Bianchi. No quiero olvidar, ni por un segundo, que somos personas trabajando con personas. Igualmente, me niego a pensar que mi ocupación sea ajena a la sociedad en la que vivo, donde no sólo lo personal, sino también lo profesional, es político1.

Necesitamos colocar a las personas en el centro de la abogacía. Demasiadas veces nos olvidamos de que nuestra profesión no tiene sentido sin ellas, y que ellas necesitan la abogacía para solucionar los problemas que le quitan el sueño. La empatía –la sensibilidad–, y por qué no, cierta visceralidad, nos hace mucha falta en esta profesión.

Hace años, una clienta en Nueva York, que trabajaba con grandes firmas, me contrató para organizar el departamento legal in house de su Fundación, por mi especialización en entidades no lucrativas. La primera tarea que me encomendó fue elaborar la misión y la visión de dicho departamento. Le presenté varias propuestas, quizá demasiado corporativas y técnicas, que explicaban que hacíamos, a quien servíamos y cual era nuestro propósito como abogadas y abogados, pero ninguna de ellas pareció impresionarla.

En otras conversaciones que habíamos tenido había quedado de manifiesto su postura de que los abogados –especialmente los hombres– tendíamos demasiado a intelectualizar la realidad de las personas y la sociedad en general hasta perder el contacto con ella, llegando incluso a crear una ficción y, hasta, a mentir sobre la misma.

Yo trataba de argumentar, con profundo sentido, que, si mis instrucciones eran crear un departamento legal in house, mis propuestas deberían responder a los estándares profesionales existentes en el sector. Ella era una persona sabia y escuchaba con atención, pero realmente sabía lo que quería.

Finalmente me dijo: “¿Sabes cuál es el único propósito de la abogacía y, por ende, de un departamento legal?”. “A ver, dispara”, le respondí. Me miró muy seriamente y con un tono suave pero contundente me dijo: “Mantener a vuestra clienta alejada de los problemas”.

A lo largo de los años, esa frase, “mantener a mi clienta alejada de los problemas”, se ha convertido en una forma de mirar la profesión. Con el tiempo he comprendido que mantener alejadas de los problemas a nuestras clientas y clientes no es sólo una posición defensiva. Implica, sobre todo, aprender a escuchar con atención y empatía, entender las circunstancias de quien nos instruye, lo que les quita el sueño e incluso anticipar esos problemas.

Es esa actitud y compromiso con la problemática de nuestras y nuestros clientes lo que en puridad nos permite dar voz a sus demandas, es decir, abogar.

Pero la problemática de la Abogacía en una realidad como la que vivimos es compleja, y para analizarla, la perspectiva jurídica ha de adoptar ideas prestadas de la sociología, la política, la economía y la antropología, y también, con gran placer, de la literatura. Algo que he intentado hacer en este trabajo con el objetivo de poder reflexionar con latitud sobre una profesión demasiado obsesionada con la articulación dogmática de la realidad y, en las últimas décadas, con su cuenta de explotación. Con esto no quiero decir que la abogacía no esté presente en la realidad, ¡por supuesto que lo está! Me refiero aquí, únicamente, a que tenemos que hacer un esfuerzo mucho mayor por ponernos en los zapatos de quien solicita nuestra ayuda.

Es un hecho, por otra parte, que, para gran parte de la ciudadanía, la abogacía no suele advertirse más allá de los tribunales. Ello puede deberse a nuestra ausencia en demasiadas conversaciones contemporáneas. Discusiones sobre problemas de naturaleza política, social, económica o cultural, donde la abogacía no se ha sentido cómoda. Problemas relevantes para la ciudadanía y de los que, por una pretendida neutralidad que parece venirnos inefablemente otorgada por la tradición, nos abstraemos.

Tenemos que ser muy conscientes de este ángulo ciego en nuestra profesión. Un espacio que no vemos, aunque lo tengamos delante.

Abogacía Crítica: manifiesto en tiempo de crisis

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