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3. EL ADÁN DOMINADOR Y EL PROMETEO CONQUISTADOR

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Para superarlo, es importante identificar las causas que lo generaron. No basta, por consiguiente, señalar las fechas de su desarrollo histórico, como lo hicimos rápidamente. Urge denunciar al motor que empujó esta historia al punto dramático en que se encuentra en la actualidad. ¿Qué propósito se esconde detrás de este inmenso proceso técnico-científico-cultural, que es al mismo tiempo benefactor y perverso?

Respondemos: se esconde la figura del Adán bíblico que, conforme al texto sagrado, siente el llamado de dominar la Tierra y todo lo que ella contiene: las aves del cielo y los peces del mar. Se oculta la figura mitológica de Prometeo, divinidad que robó el fuego del cielo y se lo entregó a los humanos, haciéndose así inspirador del proceso civilizador, asentado sobre el poder-dominación.

La voluntad del poder y de dominación es el proyecto antropológico en vigor desde el neolítico. Su expresión clásica es el antropocentrismo, que ha marcado toda la trayectoria cultural a partir de entonces. Someter la Tierra, aprovecharse de sus recursos, ignorar la autonomía de los demás seres vivos e inertes, conquistar otros pueblos y someterlos para construir la prosperidad: he aquí el sueño más grande que ha movilizado siempre a esa porción de la humanidad, depositaria de los medios del poder, del tener y del saber.

El proyecto de poder-dominación alcanzó su expresión máxima a partir del siglo XVII. En esa época se comenzó a montar la máquina industrial. Ya se habían construido las bases filosóficas para tal empresa. Lo había hecho René Descartes (1596-1650), que enseñaba que el ser humano debe ser “el maestro y el dueño de la naturaleza”; y también Francis Bacon (1561-1626), el padre del método científico, que veía el laboratorio como una cámara de torturas de inquisidor. Se debe forzar, coaccionar, torturar a la naturaleza, escribía, hasta que entregue todos sus secretos. Fue el autor de la expresión: saber es poder. Y el poder era entendido como capacidad de dominar, esto es, hacer con los demás lo que él más fuerte quiere.

Con esa postura se radicalizó el antropocentrismo: la dominación total de la naturaleza por el ser humano. Se reafirmó de este modo el patriarcalismo, pues el proyecto de dominación fue pensado e implantado por el hombre-macho, marginando a la mujer e identificándola con la naturaleza. Naturaleza y mujer, según ese proyecto, deben ser sometidas por el hombre-macho.

Como consecuencia, se perdió el sentido de la unicidad de la vida y de la diversidad de sus manifestaciones, la percepción espiritual del universo y el esprit de finesse (espíritu de finura) ante el misterio de la vida y del universo. Todas estas características son atribuciones que lo femenino (la dimensión del anima, en el hombre y en la mujer, pero principalmente en la mujer) podría haber dado a la humanidad. Pero, al contrario, imperó el esprit de géometrie (el animus, el espíritu de cálculo y de control), expresión máxima de lo masculino.

A esta base filosófica se añadió la base científica. Galileo Galilei (1564-1642), Copérnico (1473-1543) y Newton (1643-1727) proporcionaron la nueva imagen del mundo fundada en las matemáticas, en la física y en la astronomía heliocéntrica. El matrimonio de la teoría con la práctica originó la cosmología1, llamada moderna.

Esta cosmología posee las siguientes características: es materialista y mecanicista; es lineal y determinista; es dualista y reducionista; es atomista y compartimentada. Expliquemos estos términos.

El universo, en esta percepción del mundo (cosmología), está compuesto de materia, esencialmente estática e inerte. Funciona como una máquina que ha existido siempre. Las leyes son deterministas y permiten una descripción matemática exacta de todos los fenómenos. La lógica es lineal, pues para cada efecto existe la causa correspondiente. Toda la complejidad de la realidad se reduce a sus elementos más simples.

Es reduccionista, porque reduce la capacidad de conocimiento de los seres humanos solamente al enfoque científico. Sometiéndola a la manipulación técnica, se reduce la capacidad de la naturaleza de regenerarse creativamente. Considera todas las realidades, desde las estrellas hasta el cuerpo humano, compuestas por los mismos elementos básicos (los átomos indivisibles e inertes), discretos, yuxtapuestos, sin ninguna relación entre sí, cuyos procesos son mecánicos.

Es dualista, porque separa materia y espíritu, hombre y mujer, religión y vida, economía y política, Dios y mundo. El espíritu es ignorado o reducido a la esfera de lo privado. Lo que cuenta es la materia, mensurable, matematizable, manipulable y destituida de cualquier tipo de irradiación y propósito. Es entregada, sin consideración alguna ética o espiritual previa, al proyecto de desarrollo material diseñado por el ser humano.

Ya se dijo que los efectos de esta visión reduccionista y dividida sobre la mente humana constituyen una verdadera lobotomía: nos han hecho obtusos ante las maravillas de la naturaleza e insensibles frente a la reverencia que el universo naturalmente provoca. Nos hemos quedado desencantados. ¿Hay cosa peor que perder la magia, el brillo, la irradiación de la vida, de las personas, de las cosas y del universo?

En cuanto a lo social, la voluntad de poder se ha convertido en voluntad obsesiva y desmesurada de concentrar poder, de enriquecerse, de conquistar nuevas tierras y de subyugar a otros pueblos. Tal propósito ha sido la gran obsesión a partir del siglo XVI, en la alborada de la modernidad; se manifestó en el colonialismo, en el imperialismo y en la imposición de la monocultura material, cultural y religiosa, donde quiera que llegaron los comerciantes y los misioneros europeos. Se aplicó a la sociedad lo que Darwin (1809-1882) enseñó acerca de la evolución de las especies y de la selección natural: sólo sobrevive el más fuerte. Esto significa que los pueblos considerados menos desarrollados y las clases consideradas más débiles deben estar subordinados a los que se consideran a sí mismos como los más fuertes; en este caso, a los europeos blancos y cristianos, que asumieran, efectivamente, la función de mostrar a aquellos su lugar de subordinados, y de conducirlos hacia él utilizando generalmente la violencia, mucha violencia.

Pero no es suficiente denunciar la voluntad de poderdominación con sus incontables víctimas. Hay detrás una raíz todavía más profunda, que en nuestro libro Ecología: grito de la Tierra, grito de los pobres, intentamos profundizar. Volveremos a ella más adelante en nuestra reflexión. Aquí sólo la insinuamos con una rápida consideración. El ser humano, en su aventura evolutiva, se fue alejando lentamente de su casa común, la Tierra. Fue rompiendo los lazos de coexistencia con los demás seres, sus compañeros en la eco-evolución. Perdió la memoria sagrada de la unicidad de la vida en sus incontables manifestaciones. Olvidó la trama de interdependencias de todos los seres, de su comunión con los vivos y de la solidaridad entre todos. Se colocó en un pedestal. Pretendió, desde una posición de poder, someter a todas las especies y a todos los elementos de la naturaleza. Tal actitud introdujo la ruptura de la re-ligación de todos con todos. He aquí el pecado originante de la crisis de nuestra civilización, que está llegando en nuestros días a su paroxismo.

Tenemos que encontrar el eslabón perdido. Urge rehacer el camino de retorno, como hijos pródigos, a la casa materna común, a la Tierra. Abrazar a los demás hermanos y hermanas, a las plantas, a los animales y a todos los seres. Para regresar del exilio al que nos hemos sometido, como en la parábola bíblica del hijo pródigo, tenemos que alimentar añoranzas y cultivar sueños.

El vuelo del águila

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