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Оглавление10. EL SER HUMANO: LA PORCIÓN CONSCIENTE DE LA TIERRA
El ser humano consciente no debe ser considerado aparte del proceso de la evolución. Representa un momento especialísimo de la complejidad de las energías, las informaciones y la materia de la Madre Tierra. Los cosmólogos nos dicen que, al alcanzar un deter- minado nivel de conexiones hasta el punto de crear un conjunto unísono de vibraciones, la Tierra hace que irrumpa la conciencia y, junto con ella, la inteligencia, la sensibilidad y el amor.
El ser humano es aquella porción de la Madre Tierra que, en un momento bien avanzado de su evolución, comenzó a sentir, a amar, a cuidar y a venerar. Nació entonces el ser más complejo que conocemos, el homo sapiens sapiens. Por eso, según el mito antiguo del cuidado, de humus (tierra fecunda) se derivó homo/hombre, y de adamah (tierra fértil, en hebreo) se originó Adam-Adán (el hijo y la hija de la Tierra).
En otras palabras, no estamos fuera ni por encima de la Tierra viva, sino que somos parte de ella, junto con los demás seres que ella también generó. No podemos vivir sin la Tierra, aun cuando esta pueda continuar su trayectoria sin nosotros. Es este el legado que nos dejaron los astronautas que tuvieron la oportunidad de ver la Tierra desde fuera de la misma. Ellos atestiguaron que desde aquella distan- cia la Tierra y la humanidad formaban una misma y única entidad. Debido a la conciencia y a la inteligencia, somos seres con una característica especial: nos ha sido confiada la custodia y el cuidado de la Casa Común. Más aún: nos compete vivir y rehacer constante- mente el contrato natural entre la Tierra y la Humanidad, pues de ello depende garantizar la sostenibilidad del todo.
Esta mutualidad Tierra-Humanidad resulta mejor asegurada si articulamos la razón intelectual, instrumental-analítica, con la razón sensible y cordial. Constatamos cada vez más que somos seres impreg- nados de afecto y de capacidad de sentir, de afectar y de sentirnos afectados. Tal dimensión tiene tras de sí una historia de una duración difícilmente imaginable: concretamente, desde que surgió la vida, hace 3.800 millones de años. De ella nacen las pasiones, los sueños y las utopías que mueven a actuar a los seres humanos.
Esta dimensión, también llamada inteligencia emocional o cordial, fue reprimida en la modernidad en nombre de una pretendida objetividad del análisis racional. Pero hoy sabemos que todos los conceptos, ideas y cosmovisiones están impregnados de afecto y de sensibilidad (M. Maffesoli, Elogio da razão sensível, Vozes, Petrópolis 1998; L. Boff, Los derechos del corazón. El rescate de la inteligencia cordial, Dabar, México, 2015).
La inclusión consciente e indispensable de la inteligencia emo- cional con la razón intelectual nos mueve más fácilmente a cuidar y respetar a la Madre Tierra y a todos sus seres.
Junto a esta inteligencia intelectual y emocional, existe también en el ser humano la inteligencia espiritual, que no es tan solo un dato del ser humano, sino, según la opinión de reconocidos cosmólogos, una de las dimensiones del universo. El espíritu y la conciencia tienen su lugar propio dentro del proceso cosmogénico. Podemos decir que están primero en el universo, y después en la Tierra y en el ser humano. La distinción entre, por una parte, el espíritu de la Tierra y del universo y, por otra, nuestro espíritu no es de principio, sino de grado.
Este espíritu, activo desde el primerísimo instante después de producirse el big bang, es aquella capacidad que el universo ma- nifiesta de hacer de todas las relaciones e interdependencias una unidad sinfónica. Su obra consiste en realizar lo que algunos físicos cuánticos (Zohar, Swimme y otros) denominan «holismo relacional»: articular todos los factores, hacer que converjan todas las energías, coordinar todas las informaciones y todos los impulsos hacia arriba y hacia delante, de manera que se forme un Todo, y el cosmos aparezca, de hecho, como cosmos (algo ordenado) y no simplemente como la yuxtaposición de entidades, o caos.
En este sentido, no son pocos los científicos (A. Goswami, D. Bohm, B. Swimme y otros) que hablan del universo autoconsciente y de una finalidad que es perseguida por el conjunto de las energías en acción. No hay manera de negar este recorrido: de las energías primordiales pasamos a la materia; de la materia a la complejidad; de la compleji- dad a la vida; y de la vida a la conciencia, que en los seres humanos se realiza como autoconciencia individual; y de la autoconciencia pasamos a la noosfera (Teilhard de Chardin), en virtud de la cual nos sentimos una mente colectiva y universal.
De alguna forma, todos los seres participan del espíritu, por más inertes que puedan parecernos, como una montaña o un peñasco. También ellos están envueltos en una innumerable red de relacio- nes que son otras tantas manifestaciones del espíritu. Concretando, podríamos decir que el espíritu en nosotros es aquel momento de la conciencia en que esta sabe de sí misma, se siente parte de un todo mayor y percibe que un Eslabón misterioso liga y re-liga a todos los seres, haciendo que exista un comos y no un caos.
Esta concepción despierta en nosotros un sentimiento de perte- nencia a ese Todo, de parentesco con los demás seres de la creación, de aprecio de su valor intrínseco por el simple hecho de existir y revelar algo del misterio del universo.
Al hablar de sostenibilidad en su sentido más global, necesitamos incorporar este momento de espiritualidad cósmica, terrenal y huma- na, para que sea completa e integral y para potenciar su capacidad de sustentación. Es gracias a la espiritualidad como percibimos el hilo que todo lo enlaza y entrelaza, constituyendo el tejido de energías que sustentan el universo entero, nuestra Tierra y a nosotros mismos.