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HIJA DEL ARAMBURAZO

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CUANDO JORGE tuvo su primera filmadora –un regalo que le hicieron sus padres– se pasaba horas frente a un cuaderno, imaginando su nuevo cortometraje. Atrás, desactualizado, había quedado su viejo proyector Ruberg de 16 milímetros. Era el momento de empezar a hacer cine “de verdad” y así fue que le propuso a María Claudia participar de un documental poético titulado “Zoológico”. Los protagonistas eran animales a los que había filmado de forma tal que no se vieran las rejas que los mantenían encerrados, fuera de su ámbito natural. También quería filmarla como si fuera una niña indecisa que dudaba si treparse o no por una escalera de soga, en un parque de juegos de Mar del Plata. Ella, por supuesto, siempre estaba disponible a la hora de imaginar historias. Así fue que intervino en un audiovisual compuesto por 36 diapositivas basadas en las ilustraciones que hacía Jorge; el trabajo se llamó “Sonia en día aburrido”. El aporte de Claudia fue el de ponerle voz a la protagonista.

Mientras Jorge iba desarrollando su pasión por el cine y Claudia se destacaba en el colegio primario, un grupo de jóvenes pateaba el tablero de la escena política de la época. El 29 de mayo de 1970, Norma Arrostito, “La Gaby”, de 30 años; Fernando Abal Medina, 23; Capuano Martínez, 21; Carlos Gustavo Ramus y Mario Eduardo Firmenich, de 22, de la Organización Político Militar Montoneros, secuestraban al teniente general Pedro Eugenio Aramburu, ex presidente de facto.

No fue casual la fecha elegida para secuestrar al responsable máximo de los fusilamientos en los basurales de José León Suarez, en junio de 1956. Un año antes, el 29 de mayo de 1969, en el Día del Ejército, en la provincia de Córdoba se había producido una de las rebeliones populares más importantes de la historia, el “Cordobazo”, que puso fin al gobierno de facto encabezado por el general Juan Carlos Ongania.

El secuestro de Aramburu fue la primera gran aparición del movimiento revolucionario peronista que impulsaba la toma del poder por parte del general Perón, quien, desde el exilio, en el año 1972, alentó las acciones de la organización: “La juventud argentina es una cosa extraordinaria, yo he estado en contacto con ellos, han aprendido a morir por sus ideales, y cuando una juventud aprende a morir por sus ideales ha aprendido todo lo que debe saber una juventud”.

El secuestro de Aramburu; los fusilamientos de militantes en la base Almirante Zar de Trelew; el regreso del peronismo al poder; la liberación de presos políticos en la cárcel de Devoto; militantes organizados y en las calles de todo el país; jóvenes que daban su vida por los más excluidos de su patria, por un país más justo. Todos estos acontecimientos no fueron ajenos al sentimiento y a la formación de Claudia, cuando terminó la escuela primaria, en diciembre de 1973. Ella había terminado esa etapa de su vida con la certeza de que “la revolución estaba a la vuelta de la esquina”. Pocos meses después ingresó al Bachillerato de la Facultad de Artes y Medios Audiovisuales, en la especialidad de Dibujo Artístico.

Estaba contenta por estudiar donde lo hizo su padre y su hermano, pero también estaba preocupada por su sobrepeso. La bronquitis alérgica que padeció de pequeña, tratada con corticoides, hizo que su cuerpo engordara al punto de impedirle participar en las clases de gimnasia en la escuela. Esos kilos de más la obsesionaban.

De a poco, la niña - adolescente fue cambiando los discos infantiles por los de Sui Generis, su banda de rock preferida, a la que fue a ver en vivo más de una vez. Ella misma soñaba con armar una banda, integrada sólo por chicas, a la que pensaba llamar “Jamón Cocido”.

En su habitación comenzó a venerar una imagen de Eva Duarte de Perón, la descamisada a la que su padre, y en especial su madre, amaban. Por todo eso, resultaba imposible que no se incorporara, desde el primer día de clases, a la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), la agrupación peronista que en esos días contaba con una masiva participación estudiantil en sus filas. En uno de los cajones de su escritorio atesoraba su diario íntimo, y en especial las primeras indicaciones que se había anotado, a manera de “machete”, para jugar al truco.

También le gustaba guardar sus mejores dibujos, inspirados en el arte primitivo de las figuras rupestres, que pintaba con acuarelas. Sobre su escritorio tenía una muñeca negra con un vestido rosa, otra que bailaba flamenco, fotos familiares, un globo terráqueo, y una biblioteca pequeña, donde podían encontrarse obras de poetas como el uruguayo Mario Benedetti o el cubano Nicolás Guillen. Nunca se animó a recitarle versos a un vecino que le parecía muy atractivo.

“Todos los días esperaba verlo pasar sentada en la vereda de su casa”, recuerda Miriam Nocetti, amiga y compañera de Claudia en el Normal 2 y luego en el Bachillerato. “Éramos muy amigas, luego nos fuimos separando pese a que ella insistía invitándome a las reuniones de la UES, y yo lo tenía expresamente prohibido por mi padre; yo era obediente. Nelva le daba libertad a Claudia y le decía a mi padre: ‘Hay que dejarlas…ellas solas se van haciendo’. Mi padre le contesto, ‘es peligroso... todavía son chicas’. La mamá de Claudia era maestra y tenía una visión diferente del mundo, era una mujer muy solidaria.

“Con Claudia nos llevábamos muy bien, teníamos personalidades distintas, pero eso nunca dificultó nuestra amistad. Ella era una de las mejores alumnas, con una mente clara, segura, veía otras cosas que, a esa edad, yo no veía. Era atropellada, conversadora, yo era más tranquila y más tímida.

“Ella muchas veces era escolta de la bandera, pero en las pruebas dejaba copiarse a quien se lo solicitara. Nunca fue orgullosa ni competitiva. Le gustaba ayudar, tenía una concepción filosófica de apoyo a los pobres, a los desvalidos. Pero eso debe haber surgido desde la influencia familiar; su familia era igual de solidaria, desde un sentimiento que surgía del corazón”.

María Claudia Falcone

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