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SE LLEVARON
A MARÍA CLAUDIA

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“MI HERMANA no era un personaje épico, ni una guerrillera heroica. Era una mina común y corriente que pensaba fumarse un porro, besarse a un pibe o ir a bailar. Pero tenía –eso nos viene de familia– una enorme sensibilidad social”, dice Jorge Delfor Falcone, hermano de María Claudia y el último secretario nacional de Prensa de la organización revolucionaria Montoneros.

Aun retumban en sus oídos los golpes de su madre contra el postigo de la ventana de su casa clandestina, la madrugada del 16 de septiembre de 1976. “Se llevaron a María Claudia”, susurró Nelva Méndez de Falcone y fue suficiente para que la familia entrara en pánico.

Un mes antes de su desaparición, Claudia había estado junto a su familia celebrando su cumpleaños. Dieciséis años recién cumplidos tenía cuando los militares la secuestraron junto a su compañera María Clara Ciocchini, en el edificio de la calle 56, número 586, de la ciudad de La Plata. En el departamento número 1, del sexto piso, vivía Rosa Matera “Tata”, una tía que estaba enferma y por ese motivo, Nelva y Claudia se turnaban para cuidarla.

Para aprovechar el tiempo que dedicaba al cuidado de la tía, Claudia y María Clara Ciocchini, dirigente perseguida de la UES de Bahía Blanca, que también se refugiaba en aquel sitio, decidieron organizar allí sus reuniones clandestinas. En pocos días el departamento pasó a ser una casa operativa de la agrupación y alteró la rutina de un consorcio tranquilo, que de golpe se vio sorprendido por la cantidad de jóvenes que visitaban a la anciana.

La tarde del 15 de septiembre, Claudia se comunicó con su papá y le pidió dinero para buscar otro refugio. El viejo militante peronista que se salvó de ser ejecutado por la Revolución Libertadora, en junio del ’56, entendió de inmediato la situación y se dirigió a su encuentro. Como era común en esos tiempos, rápidamente le entregó el dinero, y luego de darle un beso, caminaron en distinta dirección.

Las chicas dieron varias vueltas por la ciudad. Cuando comenzaba a oscurecer, y al no haber conseguido otro escondite, decidieron que lo mejor era volver al departamento. No es ilógico pensar que la charla que mantuvieron aquella noche giró en torno a procurar un lugar más seguro, ya que en los últimos días habían dado muchas vueltas antes de entrar al edificio porque temían ser perseguidas. María Clara era dos años más grande que Claudia y tenía el grado de oficial dentro de la organización político-militar. En ese momento ella era la responsable política de Claudia.

Nada parecía alterar la calma aquella noche. La tía descansaba de sus dolores y es probable que Claudia se haya dedicado a terminar de diseñar unas láminas que debía entregarles a sus compañeras del Bachillerato. Ellas recuerdan que luego de despedirse de clase ese 15 de septiembre, les prometió que se encargaría de llevar los materiales que necesitaban para una de las materias. Claudia era una excelente dibujante y tenía el mejor promedio de la división. Aun en los momentos más duros de la represión disfrutaba de sus clases de dibujo.

Mientras se disponía a cumplir su promesa, la policía ya había liberado la zona que rodeaba el edificio y le daba vía libre al ejército para que actuara. En los primeros minutos de la madrugada del 16 de septiembre, un camión de la fuerza estacionó en la puerta del edificio, descendieron varios uniformados y entraron.

“El portero contó que fueron intimadas a rendición por parte de un grupo de civiles armados que irrumpió violentamente en el hall. Las chicas corrieron escaleras arriba amenazando a los intrusos con abrir fuego, pero la conciencia fatal de que se hallaban en el estrecho pasillo de un edificio de departamentos lleno de familias las hizo desistir de armar un tiroteo. Y buscaron refugio en casa de la tía “Tata”, que a esas horas descansaba ignorándolo todo. Una vez que llegaron allí, trabaron la puerta como pudieron y pensaron en arrojarse hacia alguna terraza lindera, pero estaban en un sexto piso y toda opción era muy arriesgada.

“Durante esas cavilaciones, los matones tumbaron la puerta, encerraron a la sobresaltada dueña de casa en su habitación y redujeron a ambas dirigentes de la UES para encaminarse, acto seguido, al baño del departamento. Retirando la tapa plástica del botón del inodoro, recogieron un gancho del que pendía una bolsa de polietileno que protegía varias armas cortas y algunas pepas (granada de fabricación montonera) perteneciente a la agrupación. La tía, que logró espiar sin ser advertida, pudo apreciar que se movieron con datos precisos. Por último, las sacaron a empujones conduciéndolas a un camión del Ejército apostado frente al edificio, en el que según testimonio de la peluquera del barrio aguardaba personal militar en uniforme de fajina”.1

Jorge en aquel momento estaba viviendo con su esposa Claudia Carlotto y un grupo de compañeros en una casa clandestina. Los golpes de Nelva contra la ventana lo despertaron. No lo podía creer. Quedó en estado de shock. No había certezas de que hacer en una situación así. Sólo salir a buscarla, ¿pero dónde? Salieron los cuatro juntos en el auto de Falcone padre y dieron varias vueltas por la ciudad. Se detuvieron en la Plaza Dardo Rocha. Allí Jorge les recomendó: “Vayan al regimiento 7 de infantería, vayan a la curia, vayan al Partido Justicialista, hagan un habeas corpus”.

Ellos no podían acompañarlos, los dos militaban en Montoneros y por seguridad tampoco volvieron a la casa clandestina. Decidieron ir a un hotel alojamiento. Jorge temblaba y luego de dar algunas vueltas en la habitación se acostó, cerró los ojos y se puso a pensar en María Claudia. Buscaba su sonrisa cómplice, necesitaba descansar; por eso buscó refugio en las palabras mágicas que juntos imaginaron de pequeños para conjurar la adversidad.

–Picoque –repitió–. Picoque, hermana.

Y se durmió.

1 Jorge Falcone, Memorial de Guerra Larga, Un pibe entre ciento de miles, De La Campana, 2001.

María Claudia Falcone

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