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Capítulo XXVII La contrarrevolución levanta la cabeza

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En los dos primeros meses, bien que el poder perteneciera oficialmente al gobierno Guchkov-Miliukov, hallábase, en realidad, concentrado por entero en las manos de los soviets. En los dos meses siguientes, el Soviet se debilitó: parte de su influencia sobre las masas pasó a los bolcheviques, ni más ni menos que los ministros socialistas llevaron en sus carteras parte del poder al gobierno de coalición. Al iniciarse la preparación de la ofensiva, reforzóse automáticamente la importancia del mando, de los órganos del capital financiero y del partido kadete. Antes de verter la sangre de los soldados, el Comité Ejecutivo realizó una considerable transfusión de su misma sangre a las arterias de la burguesía. Entre bastidores, los hilos se concentraban en las manos de las embajadas y de los gobiernos de la Entente.

En la conferencia interaliada que se había inaugurado en Londres, los amigos de Occidente se «olvidaron» de invitar al embajador ruso. Sólo cuando éste hizo que se acordasen de su existencia, se le llamó diez minutos antes de abrirse la sesión, con la particularidad de que resultó que en la mesa no había sitio para él, y tuvo que sentarse entre los representantes franceses. El escarnio de que era objeto el embajador del gobierno provisional y la significativa salida de los kadetes del Ministerio —ambos acontecimientos tuvieron lugar el 2 de julio— perseguían el mismo fin: acorralar a los conciliadores. La demostración armada que tuvo lugar inmediatamente después de esto, debía poner tanto más fuera de sí a los jefes soviéticos, cuanto que éstos, ante este doble golpe, fijaron toda su atención en un sentido completamente opuesto. Ya que no quedaba otro remedio que arrastrar la sangrienta carreta en alianza con la Entente, no cabía encontrar mejores intermediarios que los kadetes. Chaikovski, uno de los más viejos revolucionarios rusos, que se había convertido, durante los largos años de emigración, en un liberal británico moderado, decía en tono de mentor: «Para la guerra se necesita dinero, y los aliados no van a dárselo a los socialistas». A los conciliadores les avergonzaba emplear este argumento, pero comprendían todo el peso que tenía.

La correlación de fuerzas se había modificado de un modo evidentemente desventajoso para el pueblo, pero nadie podía decir hasta qué punto. En todo caso, los apetitos de la burguesía habían aumentado mucho en medida más considerable que sus posibilidades. El choque era el resultado de ese estado indefinido, pues las fuerzas de las clases se someten a prueba en la acción, y los acontecimientos de la revolución se reducen a esas pruebas repetidas. Cualquiera que fuese, sin embargo, la importancia de la revolución realizada por el poder de la izquierda a la derecha, poca repercusión tuvo en el gobierno provisional, que seguía siendo un lugar vacío. Con los dedos pueden contarse las personas que en los críticos días de julio se interesaban por el Ministerio del príncipe Lvov. El general Krimov, que no era otro que el que en otro tiempo había hablado con Guchkov de la deposición de Nicolás II —pronto, tropezaremos de nuevo con este general por última vez—, mandó al príncipe un telegrama que terminaba con el siguiente precepto: «Hay que pasar de las palabras a los hechos». El consejo parecía una burla, y no hacía más que subrayar la impotencia del gobierno.

«A principios de julio —escribía posteriormente el liberal Nabokov— hubo un breve momento en que pareció elevarse de nuevo el prestigio del poder; fue después del aplastamiento de la primera acción bolchevista. Pero el gobierno no supo aprovechar ese momento, y dejó escapar las favorables circunstancias de entonces. Éstas no volvieron a repetirse». En el mismo sentido se expresaron otros representantes de la derecha.

En realidad, durante las jornadas de julio, lo mismo que en todos los momentos críticos, en general, los componentes de la coalición perseguían fines distintos. Los conciliadores hubieran estado completamente dispuestos a permitir el aplastamiento definitivo de los bolcheviques, de no haber sido evidente que después de haber acabado con los bolcheviques, los oficiales, cosacos, Caballeros de San Jorge y brigadas de asalto, acabarían con los mismos conciliadores. Los kadetes querían ir hasta las últimas consecuencias para barrer no sólo a los bolcheviques, sino también a los soviets. Sin embargo, no tenía nada de casual la particularidad de que, en los momentos más difíciles, sin excepción, se hallaran fuera del gobierno los kadetes. De él los echaba, en fin de cuentas, la presión de las masas, irresistible a pesar de todas las barreras opuestas por los conciliadores. Los liberales, aun en el caso de que hubieran conseguido adueñarse del poder, no habrían podido conservarlo, como lo demostraron posteriormente los acontecimientos de un modo que no deja lugar a dudas. La idea de que en julio se había dejado pasar una posibilidad favorable no representa más que una ilusión retrospectiva. En todo caso, la victoria de julio no sólo no consolidó el poder, sino que, por el contrario, abrió un período de crisis gubernamental prolongada que no se resolvió formalmente hasta el 24 de julio y, en el fondo, no fue más que la iniciación de la agonía, que duró cuatro meses, del régimen de febrero.

Los conciliadores luchaban con la necesidad de reconstituir la semiamistad con la burguesía y atenuar la hostilidad de las masas. El nadar entre dos aguas se convierte para ellos en forma de existencia; los zig-zags se transforman en un devaneo febril, pero la orientación fundamental se orienta reciamente hacia la derecha. El 7 de julio, el gobierno adopta una serie de medidas represivas. Pero en la misma sesión, de un modo subrepticio, aprovechándose de la ausencia de los «mayores», esto es, de los kadetes, los ministros socialistas propusieron al gobierno la realización inmediata del programa adoptado por el congreso de los soviets celebrado en junio. Esto contribuyó inmediatamente a acentuar la disgregación del gobierno. El príncipe Lvov, gran terrateniente y ex presidente de la alianza de los zemstvos, acusó al gobierno de llevar a cabo una política agraria que «minaba los fundamentos de la conciencia moral del pueblo». A los terratenientes, lo que les inquietaba no era que pudieran verse privados de las haciendas que habían recibido en herencia, sino que los conciliadores «tienden a colocar a la Asamblea Constituyente ante el hecho consumado». Todos los pilares de la reacción monárquica se convierten ahora en partidarios ardientes de la democracia pura. El gobierno decidió confiar la presidencia a Kerenski, conservando para este mismo la cartera de Guerra y Marina. Tsereteli, nuevo ministro de la Gobernación, tuvo que contestar en el Comité Ejecutivo a las preguntas que se le formularon con motivo de las detenciones de bolcheviques. La protesta partió de Mártov, y Tsereteli contestó sin remilgos a su antiguo compañero de partido que prefería tener que habérselas con Lenin antes que con Mártov: al primero sabe cómo hay que tratarlo, mientras que el segundo le ata las manos. «Tomo sobre mí la responsabilidad de estas detenciones», profirió en tono de reto el ministro.

Al asestar sus golpes a la izquierda, los conciliadores pretenden justificar la represión con el peligro que amenaza desde la derecha: «Rusia está amenazada de una dictadura militar —dice Dan en la sesión del 9 de julio—. Tenemos el deber de arrancar la bayoneta de las manos de la dictadura militar; pero esto no podemos hacerlo más que convirtiendo al gobierno provisional en Comité de Salud pública. Debemos conferirle atribuciones ilimitadas para que pueda arrancar de raíz la anarquía de la izquierda y la contrarrevolución de la derecha». Como si ese gobierno, que luchaba contra los obreros, soldados y campesinos, hubiera podido tener en sus manos otra bayoneta que no fuera la de la contrarrevolución. La Asamblea, por 252 votos y 42 abstenciones, decidió: «1) el país y la revolución están en peligro; 2) el gobierno provisional es declarado gobierno de salvación de la revolución y 3) se confieren al mismo atribuciones ilimitadas». La resolución resonaba fuerte, como un barril vacío. Los bolcheviques presentes en la reunión se abstuvieron de votar, lo cual atestigua que en aquellos días la dirección del partido estaba desorientada.

Los movimientos de masas, aun derrotados, nunca pasan sin dejar huella. El sitio que ocupaba antes al frente del gobierno un señor con título, lo ocupó un abogado radical; del Ministerio de la Gobernación se encargó un ex presidiario. La renovación plebeya del poder era un hecho. Kerenski, Tsereteli, Chernov, Skóbelev, jefes del Comité Ejecutivo, determinaban ahora la fisonomía del gobierno. ¿Acaso no podía considerarse esto como la realización de la consigna de las jornadas de junio: «Abajo los diez ministros capitalistas»? No; esto no hacía más que poner de manifiesto su inconsistencia. Los ministros socialistas tomaron el poder con el solo fin de devolverlo a los ministros capitalistas. ¡La coalition est morte, vive la coalition! En la plaza de Palacio se representa la comedia vergonzosa y solemne del desarme de los soldados del regimiento de ametralladoras. Se procede al licenciamiento de varios regimientos. Se envía parcialmente al frente a los soldados. Los hombres de cuarenta años son mandados a las trincheras. Todos ellos no son más que agitadores contra el régimen de Kerenski. Se cuentan por docenas de miles, y hasta el otoño llevan a cabo una gran labor. Se desarma, paralelamente, a los obreros, aunque con menos éxito. Bajo la presión de los generales —ya veremos las formas que esa presión tomaba— se instituye la pena de muerte en el frente. Pero aquel mismo día, 12 de julio, se publica un decreto que limita la compra-venta de tierras. Esa medida retrasada, adoptada bajo la amenaza del hacha campesina, suscitó la zumba de la izquierda, la rabia de la derecha. Al mismo tiempo se prohibían las manifestaciones en la calle — amenaza a la izquierda— y Tsereteli se decidía a poner coto a las detenciones arbitrarias —tentativas de asestar un golpe a la derecha—. Al destituir al comandante de las tropas de la región, Kerenski explicaba a los elementos de la izquierda que el motivo de esta medida era la persecución de las organizaciones obreras, motivo que, en sus explicaciones a la derecha, pasaba a ser la falta de decisión.

Los cosacos se convirtieron en los verdaderos héroes del Petrogrado burgués. «Hubo casos —cuenta el oficial de cosacos Grekov— en que cuando un cosaco de uniforme entraba en un sitio público, en un restaurante, por ejemplo, todo el mundo se ponía en pie y aplaudía al recién llegado». Los teatros y los cines organizaron una serie de fiestas a beneficio de los cosacos heridos y de las familias de los muertos. La mesa del Comité Ejecutivo se vio obligada a designar una comisión presidida por Chjeidze para que tomase parte en la organización del entierro «de los combatientes caídos en los días 3 y 5 de julio en el cumplimiento de su deber revolucionario». Los conciliadores tuvieron que apurar hasta las heces de la copa de la humillación. La ceremonia comenzó con una función litúrgica en la catedral de Isaac. Llevaban los ataúdes Rodzianko, Miliukov, el príncipe Lvov y Kerenski, los cuales se dirigieron en procesión al monasterio de Alexander Nevski para el entierro. En todo el recorrido se hallaba ausente la milicia: del mantenimiento del orden se encargaron los cosacos: el día del entierro fue el de su dominación completa en Petrogrado. Los obreros y soldados muertos por los cosacos y hermanos de las víctimas de febrero, fueron enterrados en secreto, como lo habían sido bajo el zarismo las víctimas del 9 de enero.

El gobierno exigió del Comité Ejecutivo de Kronstadt que pusiera inmediatamente a disposición de las autoridades militares a Raskólnikov, Roschal y el teniente Remniev, bajo la amenaza de bloquear la isla. En Helsingfors fueron detenidos en el primer momento no sólo los bolcheviques, sino también los socialrevolucionarios de izquierda.

El príncipe Lvov, después de presentar su dimisión, se lamentaba en la prensa de que «los soviets se hallan por debajo de la moral del Estado y no han limpiado sus filas arrojando a los leninistas, esos agentes de los alemanes». Los conciliadores consideraron punto de honra demostrar su moralidad como hombres de Estado. El 13 de julio, los comités ejecutivos adoptan la siguiente resolución, presentada por Dan: «Todas las personas inculpadas por la autoridad judicial quedan privadas del derecho de participar en los comités ejecutivos hasta que los tribunales dicten sentencia». Con esto, los bolcheviques quedaban de hecho fuera de la ley. Kerenski suspendió toda la prensa bolchevista. En provincias se detenía a los comités agrarios. La Izvestia vertía lágrimas de impotencia: «Hace pocos días fuimos testigos de la anarquía desencadenada en las calles de Petrogrado. Hoy resuena en esas mismas calles, sin que nadie la contenga, la palabra de los contrarrevolucionarios y de los “cien negros”».

Después del licenciamiento de los regimientos más revolucionarios y del desarme de los obreros, la actuación del gobierno se orientó aún más hacia la derecha. Una considerable parte de las atribuciones reales del poder se concentró en manos de los elementos dirigentes de los grupos militares, industrial-bancarios y liberales. Otra parte del poder continuó en manos de los soviets. Existía el poder dual, pero no ya el poder dual legalizado, de contacto o coalición, de los meses anteriores, sino el poder dual de dos camarillas: la militar-burguesa y la conciliadora, las cuales se temían mutuamente, bien que al mismo tiempo se necesitasen. ¿Qué podía hacerse? Resucitar la coalición. «Después de la insurrección del 3-5 de julio —dice con justicia Miliukov—, la idea de la coalición no sólo no desapareció, sino que, lejos de ello, adquirió temporalmente una fuerza y una significación mayores que antes».

El Comité provisional de la Duma de Estado resucitó inesperadamente y adoptó una violenta resolución contra el gobierno de salvación. Era el último empujón. Todos los ministros entregaron sus carteras a Kerenski, convirtiéndole con ello en el punto de concentración de la soberanía nacional. En la suerte ulterior del régimen de febrero, lo mismo que en el destino personal de Kerenski, ese momento adquirió una significación importante: en el caos de los grupos, dimisiones y nombramientos, aparecía algo semejante a un punto fijo alrededor del cual giraban todos los demás. La dimisión de los ministros no sirvió más que para iniciar las negociaciones con los kadetes y los industriales. Los primeros pusieron sus condiciones: responsabilidad de los miembros del gobierno «exclusivamente ante su propia conciencia»; unión completa con los aliados; restauración de la disciplina en el ejército; ninguna reforma social antes de la Asamblea Constituyente. Uno de los puntos no consignados por escrito era el aplazamiento de las elecciones para la Constituyente. Esto era calificado de «programa nacional por encima de los partidos». En el mismo sentido contestaron los representantes del comercio y de la industria, que en vano trataron los conciliadores de oponer a los kadetes.

El Comité Ejecutivo ratificó su resolución relativa a la asignación de «todas las atribuciones» al gobierno, que equivalía a aceptar la independencia del gobierno respecto de los soviets. Aquel mismo día, Tsereteli, como ministro de la Gobernación, expidió circulares en que se ordenaba la adopción «de medidas rápidas y decisivas para poner término a todas las acciones espontáneas en la esfera de las relaciones agrarias». Por su parte, el ministro de Abastos, Peschejonov, exigió que se pusiera término «a los actos criminales y de violencia contra los terratenientes». El gobierno de salvación de la revolución aparecía, ante todo, como un gobierno de salvación de la propiedad agraria. Pero no era sólo esto. El ingeniero y hombre de negocios Palchinski, que desempeñaba la triple función de director del Ministerio del Comercio y de la Industria, de encargado principal del combustible y del metal y de director de la Comisión de Defensa, practicaba enérgicamente la política del capital sindicado. El economista menchevique Cherevanin se lamentaba, en la sección económica del Soviet, de que las buenas iniciativas de la democracia se estrellaran ante el sabotaje de Palchinski. El ministro de Agricultura, Chernov, acusado por los kadetes de estar en relaciones con los alemanes, se vio obligado, «para rehabilitarse», a presentar la dimisión. El 18 de junio el gobierno, en el que predominaban los socialistas, publica un manifiesto disolviendo el Seim finlandés insumiso, que contaba con una mayoría socialdemócrata. En una solemne nota a los aliados, con motivo de cumplirse el tercer año de la guerra mundial, el gobierno no sólo repite el juramento ritual de fidelidad, sino que da cuenta del feliz aplastamiento del motín provocado por los agentes enemigos. ¡Inaudito documento de adulación! Al mismo tiempo se publica una ley feroz contra la infracción de la disciplina en los ferrocarriles.

Después que el gobierno hubo demostrado su madurez estatal, Kerenski se decidió al fin a contestar al ultimátum del partido kadete, en el sentido de que las condiciones impuestas por el mismo «no pueden constituir un obstáculo a la entrada en el gobierno provisional». Sin embargo, la capitulación enmascarada no bastaba ya a los liberales, los cuales tenían necesidad de hacer caer de hinojos a los conciliadores. El Comité Central del partido kadete manifestó que la declaración ministerial del 8 de julio —una sarta de lugares comunes democráticos—, publicada después de la ruptura de la coalición, era inaceptable para él y cortó las negociaciones.

El ataque tenía carácter concéntrico. Los kadetes obraban en estrecha conexión, no sólo con los industriales y diplomáticos aliados, sino también con el generalato. El comité principal de la Asociación de Oficiales existente cerca del Cuartel General, se hallaba bajo la dirección efectiva del partido kadete. Los kadetes ejercían presión sobre los conciliadores, a través del alto mando, por la parte más sensible. El 8 de julio, Kornílov, generalísimo del frente sudoccidental, dio orden de disparar con las ametralladoras y la artillería contra los soldados que se batieran en retirada. Apoyado por el comisario del frente, Savinkov, ex jefe de la organización terrorista de los socialrevolucionarios, Kornílov había exigido poco antes de esto la implantación de la pena de muerte en el frente, amenazando, en caso contrario, con renunciar al mando. El telegrama secreto apareció inmediatamente en la prensa: Kornílov se había preocupado de que la gente se enterara de su existencia. El generalísimo Brusílov, más prudente y evasivo, escribía a Kerenski: «Las lecciones de la Gran Revolución francesa, olvidadas, en parte, por nosotros, hacen, sin embargo, recordar imperiosamente su existencia». Las lecciones consistían en que los revolucionarios franceses, después de haber intentado inútilmente transformar el ejército, basándose «en los principios de humanidad», habían adoptado la pena de muerte, «y sus banderas victoriosas recorrieron medio mundo». Fuera de esto, nada más habían leído los generales en el libro de la Revolución.

El 12 de julio, el gobierno restableció la pena de muerte «durante la guerra, para los que cometan ciertos crímenes graves». Sin embargo, el jefe del frente septentrional, Klembovski, escribía tres días después: «La experiencia ha demostrado que aquellas partes del ejército que han recibido muchos refuerzos, han hecho evidente su completa incapacidad combativa. El ejército no puede ser sano, si la base de donde parten los refuerzos está podrida». Esa base podrida era el pueblo ruso.

El 16 de julio convocó Kerenski en el Cuartel General una conferencia de jefes, con participación de Tereschenko y Savinkov. Kornílov no estaba presente: en su frente la retirada continuaba a toda marcha y no cesó hasta unos días después, cuando los propios alemanes se detuvieron en la antigua frontera nacional. Los nombres de los que intervinieron en la conferencia —Brusílov, Alexéiev, Ruski, Klembovski, Denikin, Romanovski— resonaban como el eco de una época hundida para siempre en el abismo. Por espacio de cuatro meses, estos generales habían tenido la sensación de ser poco menos que unos cadáveres. Ahora, al sentirse revivir, recompensaban impunemente con rencorosos capirotazos al ministro presidente, considerado por ellos como la encarnación de la revolución.

Según los datos del Cuartel General, el ejército del frente sudoccidental había perdido cerca de 56.000 hombres en el período comprendido entre el 18 de junio y el 6 de julio, número insignificante de víctimas en una guerra de las proporciones de aquélla. Pero las dos revoluciones, la de Febrero y la de Octubre, resultaron mucho más baratas. ¿Qué dio la ofensiva de los liberales y conciliadores, como no fuera la muerte, la destrucción y calamidades sin cuento? Las conmociones sociales del año 1917 transformaron la faz de la sexta parte del globo y entreabrieron nuevas posibilidades a la humanidad. Las crueldades y horrores de la revolución, que no queremos negar ni atenuar, no llueven del cielo, sino que son inseparables de todo desarrollo histórico.

Brusílov informó de los resultados de la ofensiva iniciada un mes antes: «Fracaso completo». La causa de ello residía en que «los jefes, desde el comandante de compañía hasta el generalísimo, no tenían ningún poder». No dice cómo y por qué lo perdieron. Por lo que se refiere a las operaciones futuras «no podemos prepararnos para las mismas antes de la primavera». Klembovski, después de insistir, lo mismo que otros, en la necesidad de las medidas represivas, apresuróse a expresar sus dudas respecto a su eficacia. «¿La pena de muerte? Pero, ¿acaso se puede ejecutar a divisiones enteras? ¿Someter a Consejo de Guerra? Entonces, la mitad del ejército irá a parar a Siberia...». El jefe del Estado Mayor informó: «Cinco regimientos de la guarnición de Petrogrado han sido licenciados. Se entrega a los tribunales a los agitadores. Cerca de 90.000 hombres serán retirados de Petrogrado». Estas declaraciones fueron acogidas con satisfacción. Nadie pensó en las consecuencias que traería aparejadas la evacuación de la guarnición de Petrogrado.

«¿Los comités? —decía Alexéiev—. Es preciso destruirlos. La historia militar, que cuenta con miles de años de existencia, ha elaborado sus leyes. Al querer vulnerarlas hemos sufrido un fiasco». Ese hombre entendía por leyes de la historia el reglamento. «Los hombres —decía jactanciosamente Ruski— marchaban a la muerte tras las viejas banderas como si fueran en pos de algo sagrado. Ahora marchan tras las banderas rojas; pero cuerpos de ejército enteros se han rendido». El valetudinario general olvidaba lo que él mismo decía, en agosto de 1915, al Consejo de ministros: «Las exigencias modernas de la técnica militar se hallan fuera de nuestro alcance; en todo caso, no podremos llegar al nivel de los alemanes». Klembovski subrayó maliciosamente que el ejército, a decir verdad, no lo habían destruido los bolcheviques, sino «otros», «gentes que no comprendían la manera de ser del ejército» al implantar una legislación militar detestable. Había en esto una alusión directa a Kerenski. Denikin atacó a los ministros de un modo más resuelto: «Sois vosotros los mismos que habéis hundido en el cieno nuestras gloriosas banderas de combate, los que debéis levantarlas si tenéis conciencia». ¿Y Kerenski? Kerenski, sobre el que pesaba la sospecha de carecer de conciencia, da humildemente las gracias al soldadote por su «opinión expresada de un modo tan franco y tan digno». ¿La declaración de los derechos del soldado? «Si yo hubiera sido ministro cuando fue elaborada, la declaración no se habría publicado. ¿Quién fue el primero en sofocar el motín de los fusileros siberianos? ¿Quién fue el primero que vertió la sangre para apaciguar a los rebeldes? Mi representante, mi comisario». El ministro de Estado, Tereschenko, dice por vía de consuelo: «Nuestra ofensiva, a pesar de su fracaso, ha aumentado la confianza de los aliados respecto de nosotros». ¡La confianza de los aliados! ¿Acaso no gira para esto la Tierra alrededor de su eje?

«En la actualidad, los oficiales son el único reducto de la libertad y de la revolución», dice Klembovski. «El oficial no es un burgués —aclara Brusílov—, sino un verdadero proletario». El general Ruski completa: «También los generales son proletarios». Destruir los comités, restaurar el poder de los antiguos jefes, desterrar la política, es decir, la revolución, del ejército, tal es el programa de los proletarios con grado de general. Kerenski no hace objeción alguna al programa en sí. Lo único que le preocupa es el plazo de realización del mismo. «Por lo que se refiere a las medidas propuestas —dice—, creo que ni el mismo general Denikin insistirá en su aplicación inmediata». Casi todos los generales eran unas grises mediocridades. Pero no podían dejar de decirse: «Éste es el lenguaje que hay que emplear con estos señores».

Como resultado de la conferencia se introdujeron modificaciones en el mando supremo. El dúctil e influenciable Brusílov, designado en lugar del prudente oficinista Alexéiev, que había hecho objeciones a la ofensiva fue destituido y, en su lugar, fue nombrado el general Kornílov. Los motivos de la modificación no fueron explicados de un modo igual; a los kadetes se les prometió que Kornílov instauraría una disciplina férrea; a los conciliadores se les aseguró que Kornílov era amigo de los comités y de los comisarios: el propio Savinkov respondía de sus sentimientos republicanos. Como respuesta a la elevada designación con que se le honraba, el general mandó un nuevo ultimátum al gobierno, en el cual anunciaba que aceptaba el nombramiento sólo con las condiciones siguientes: «Responsabilidad ante su propia conciencia y ante el pueblo, exclusivamente; ninguna intervención en el nombramiento del alto mando; restablecimiento de la pena de muerte en el interior». El primer punto suscitaba dificultades; Kerenski había empezado ya a «responder ante su propia conciencia y ante el pueblo», y en este aspecto no había rivalidad posible. El telegrama de Kornílov fue publicado en el periódico liberal de más circulación. Los políticos reaccionarios prudentes fruncieron el ceño. El ultimátum de Kornílov era un ultimátum del partido kadete, traducido al lenguaje indiscreto de un general cosaco. Pero el cálculo de Kornílov era justo: el carácter desmesurado de las pretensiones consignadas en el ultimátum y la insolencia del tono de este último provocaron el entusiasmo de todos los enemigos de la revolución y, en primer lugar, de la oficialidad. Kerenski quería destituir inmediatamente a Kornílov, pero no halló apoyo alguno en su gobierno. En fin de cuentas, Kornílov, siguiendo el consejo de sus inspiradores, accedió a reconocer, en una aclaración verbal, que por responsabilidad ante el pueblo entendía la responsabilidad ante el gobierno provisional. El resto del ultimátum fue aceptado con reservas de escasa importancia. Kornílov fue nombrado generalísimo. Al mismo tiempo, se designó al ingeniero militar Filonenko como comisario cerca del generalísimo, y Savinkov, ex comisario del frente sudoccidental, fue puesto al frente de la administración del Ministerio de la Guerra. El primero era una figura accidental; el segundo contaba con un gran pasado revolucionario; ambos eran aventureros de pies a cabeza, dispuestos a todo, como Filonenko, o, por lo menos, a mucho, como Savinkov. Su estrecha relación con Kornílov, que favoreció la rápida carrera del general, desempeñó, como veremos, un papel importante en el desarrollo ulterior de los acontecimientos.

Los conciliadores se rendían en toda la línea. Tsereteli afirmaba: «La coalición es el único camino de salvación». A pesar de la ruptura formal, continuaban los cabildeos entre bastidores. Para precipitar el desenlace, Kerenski, evidentemente de acuerdo con los kadetes, recurrió a una medida puramente teatral, esto es, completamente en consonancia con su política, pero, al mismo tiempo, muy eficaz para sus fines: presentó la dimisión y se marchó al campo, dejando a los conciliadores entregados a su propia desesperación. Miliukov dice a este propósito: «Con su salida demostrativa... hizo ver, tanto a sus enemigos y competidores como a sus partidarios, que, fuera cual fuera la opinión que les mereciesen sus cualidades personales, en aquel momento era necesario por la situación política de mediador que ocupaba entre los dos bandos beligerantes». La partida estaba ganada. Los conciliadores se arrojaron en brazos del «compañero Kerenski», con imprecaciones sofocadas y súplicas ostensibles. Ambas partes, los kadetes y los socialistas, impusieron sin dificultad al ministerio decapitado el acuerdo de eliminarse a sí mismo, cediendo a Kerenski la facultad de formar un nuevo gobierno según su criterio personal.

Para amedrentar definitivamente a los miembros de los comités ejecutivos, ya suficientemente asustados sin necesidad de acudir a este recurso, facilitan los datos más recientes sobre el empeoramiento de la situación en el frente. Los alemanes aprietan a las tropas rusas. Los liberales aprietan a Kerenski, Kerenski aprieta a los conciliadores. Las fracciones de los mencheviques y socialrevolucionarios, sumidas en la más desoladora impotencia, permanecen reunidas toda la noche del 23 al 24 de julio. Al fin, los comités ejecutivos, por una mayoría de 147 votos contra 46 y 42 abstenciones —oposición nunca vista hasta entonces—, sancionan la entrega del poder a Kerenski sin condiciones ni limitaciones. En el congreso de los kadetes, que se estaba celebrando simultáneamente, resonaron voces en favor del derrumbamiento de Kerenski, pero Miliukov hizo callar a los impacientes, proponiendo que, de momento, no se fuera más allá de la presión. Esto no significa que Miliukov se forjara ilusiones con respecto a Kerenski, sino que veía en él un punto de apoyo para las fuerzas de las clases poseedoras. Después de librar de los soviets al gobierno, no ofrecía dificultad alguna librarlo de Kerenski.

Entretanto, los dioses de la coalición seguían teniendo sed. El acuerdo de detener a Lenin precedió a la formación del gobierno transitorio del 7 de julio. Ahora era necesario marcar con un acto de firmeza la resurrección de la coalición. El 13 de julio apareció ya en el periódico de Gorki —la prensa bolchevista ya no existía— una carta abierta de Trotsky al gobierno provisional, en la cual se decía: «No podéis tener ningún motivo lógico para excluirme de los efectos del decreto en virtud del cual deben ser detenidos los compañeros Lenin, Zinóviev y Kámenev. Por lo que se refiere al aspecto político de la cuestión, no podéis tener motivo alguno para dudar de que yo sea un adversario tan irreconciliable de la política general del gobierno provisional como los mencionados compañeros». La noche en que se estaba constituyendo el nuevo ministerio, fueron detenidos en Petrogrado Trotsky y Lunacharski, y, en el frente, el teniente Krilenko, futuro generalísimo de los bolcheviques.

El gobierno que salió a la luz después de una crisis de tres semanas, tenía un aspecto harto inconsistente. Componíase de figuras de segunda y tercera fila, seleccionadas de acuerdo con el principio del mal menor. Como sustituto del presidente fue nombrado el ingeniero Nekrasov, kadete de izquierda, que el 27 de febrero proponía la entrega del poder a uno de los generales zaristas para que sofocara la revolución. El escritor Prokopovich, sin partido ni personalidad, situado entre los kadetes y los mencheviques, fue ministro de la Industria y del Comercio. Zarudni, hijo del ministro «liberal» de Alejandro II, ex fiscal y luego abogado radical, fue llamado a la dirección de la Justicia. El presidente del Comité Ejecutivo de los campesinos, Avkséntiev, obtuvo la cartera de ministro de la Gobernación. El menchevique Skóbelev y el socialista popular Peschejonov permanecieron en sus puestos de ministro del Trabajo y de Abastos, respectivamente. De los liberales, entraron a formar parte del gabinete figuras no menos secundarias, que ni antes ni después desempeñaron ningún papel dirigente. Chernov volvió de un modo bastante inesperado al Ministerio de Agricultura; en los cuatro días transcurridos entre la dimisión y su nuevo nombramiento, había conseguido rehabilitarse. En su Historia, Miliukov hace notar imparcialmente que el carácter de las relaciones entre Chernov y las autoridades alemanas «quedó sin aclarar; es posible —añade— que tanto las declaraciones del contraespionaje ruso, como la sospecha de Kerenski, Tereschenko y otros, hubieran ido demasiado lejos en este sentido». La reintegración de Chernov al Ministerio de Agricultura no era más que un tributo al prestigio del partido dirigente de los socialrevolucionarios, en el cual Chernov, dicho sea de paso, iba perdiendo, cada vez más, su influencia. En cambio, Tsereteli se quedó prudentemente fuera del gobierno; en mayo se consideraba que su presencia en el gobierno sería útil a la revolución; ahora se disponía a ser útil al gobierno formando parte del Soviet. Y, en efecto, a partir de ese momento, Tsereteli cumple las funciones de comisario de la burguesía en el sistema de los soviets. «Si los intereses del país fueran vulnerados por la coalición —decía en la reunión del Soviet de Petrogrado—, sería un deber para nosotros hacer retirar del gobierno a nuestros compañeros». Ya no se trataba, como había prometido Dan no hacía mucho tiempo, de eliminar a los liberales una vez gastados, sino de abandonar ellos mismos el timón oportunamente en cuanto comprendieran que no podían dar más de sí. Tsereteli preparaba la entrega completa del poder a la burguesía.

En la primera coalición, formada el 6 de mayo, los socialistas estaban en minoría, pero eran los verdaderos dueños de la situación; en el Ministerio del 24 de julio, estaban en mayoría, pero no eran más que una sombra de los liberales. «A pesar de que los socialistas tenían un pequeño predominio nominal —reconoce Miliukov—, el predominio efectivo en el gobierno pertenecía incontestablemente a los partidarios convencidos de la democracia burguesa». Se hubiera podido decir con más precisión: de la propiedad burguesa. Por lo que a la democracia se refiere, las cosas estaban menos definidas. Animado del mismo espíritu, aunque con argumentos inesperados, el ministro Peschejonov comparaba la coalición de julio a la de mayo; entonces, la burguesía tenía necesidad de un punto de apoyo en la izquierda; ahora, cuando amenaza la contrarrevolución, tenemos necesidad de apoyo en la derecha: «Cuanto mayores sean las fuerzas que podamos atraer a la derecha, menos numerosas serán las que ataquen al poder». Incomparable regla de estrategia política; para romper el sitio de una fortaleza, lo mejor es abrir las puertas desde el interior. Era ésta, precisamente, la fórmula de la nueva coalición.

La reacción atacaba, la democracia retrocedía. Las clases y los grupos, amedrentados en los primeros momentos de la revolución, levantaban la cabeza. Los intereses que ayer se ocultaban, hoy salían a la superficie. Los comerciantes y los especuladores exigían el exterminio de los bolcheviques y la libertad de comercio, y levantaban la voz contra todas las limitaciones, incluso las que habían sido instituidas bajo el zarismo, impuestas a las transacciones comerciales. Los organismos administrativos de subsistencias que intentaban luchar contra la especulación, eran declarados culpables de la insuficiencia de productos. El odio que inspiraban esos organismos se hacía extensivo a los soviets. El economista menchevique Groman informaba que el ataque de los comerciantes «se había intensificado, particularmente, después de los acontecimientos de los días 3 y 4 de julio». Se hacía a los soviets responsables de la derrota, de la carestía de la vida y de los atracos nocturnos.

El gobierno, alarmado por las intrigas monárquicas y por el temor a un estallido de la izquierda, mandó el primero de agosto a Nicolás Romanov y a su familia a Tobolsk. Al día siguiente fue suspendido el nuevo periódico de los bolcheviques, Rabochi i Soldat (El Obrero y el Soldado). Llegaban noticias de todas partes dando cuenta de detenciones en masa, de los comités de soldados. Los bolcheviques consiguieron reunir su congreso, semiclandestinamente, a finales de julio. Se prohibieron los congresos del ejército. Empezaron a recorrer el país únicamente los que antes permanecían en sus casas: los terratenientes, los comerciantes e industriales, los elementos cosacos dirigentes, el clero y los Caballeros de San Jorge. Sus voces resonaban de un modo uniforme, distinguiéndose sólo por el grado de su insolencia. La batuta, aunque no siempre de un modo descarado, la manejaba inequívocamente el partido kadete.

En el Congreso del comercio y de la industria, que reunió a principios de agosto a cerca de 300 representantes de las organizaciones bursátiles y patronales más importantes, el discurso-programa lo pronunció el rey de la industria textil, Riabuschinski, que habló sin ambages. «En el gobierno provisional no había más que una apariencia de poder... Ha venido reinando, de hecho, una banda de charlatanes políticos... El gobierno se apoya en los impuestos, que hace recaer cruelmente, en primer lugar, sobre la clase comercial e industrial. ¿Es conveniente dar dinero al dilapidador? ¿No es mejor ejercer la tutela sobre el mismo, en aras de la salvación de la patria?». Y, como final, una amenaza: «La mano descarnada del hambre y de la miseria popular cogerá de la garganta a los amigos del pueblo». La frase sobre la mano descarnada del hambre, que venía a resumir la política de los lockouts, se incorporó definitivamente, desde aquel entonces, al vocabulario político de la revolución, y costó caro a los capitalistas.

En Petrogrado se abrió el congreso de los comisarios provinciales. Los agentes del gobierno provisional, que debían formar un muro alrededor de este último, se agruparon, en realidad, contra él, y bajo la dirección de su núcleo kadete, se lanzaron al ataque contra el infausto ministro de la Gobernación, Avkséntiev. «No se puede estar sentado entre dos sillas: el gobierno tiene que gobernar, y no ser un fantoche». Los conciliadores se justificaban y protestaban a media voz, temiendo que la disputa que sostenían con sus aliados llegara a oídos de los bolcheviques. El ministro socialista salió del Congreso como una gallina mojada.

La prensa de los socialrevolucionarios y de los mencheviques fue empleando poco a poco el lenguaje de las lamentaciones y de la injuria. En sus páginas aparecieron revelaciones inesperadas. El 6 de agosto, el órgano de los socialrevolucionarios Dielo Naroda (La Causa del Pueblo), publicó una carta de un grupo de junkers de izquierda que iban camino del frente. A los autores les «sorprendía el papel que desempeñaban los junkers. Les sorprendía el hecho de que recurrieran sistemáticamente al puñetazo, de que participaran en las expediciones punitivas acompañadas de fusilamientos sin formación de causa y por la simple orden de un comandante de batallón. Los soldados, irritados, disparan contra los junkers». Así era como se procedía con miras a sanear el ejército.

La reacción atacaba, el gobierno retrocedía. El 7 de agosto fueron sacados de la cárcel los «cien negros» más conocidos, que habían formado parte de los círculos rasputinianos y participado en los pogromos judíos. Los bolcheviques permanecían en los Krestí, donde se anunciaba la huelga del hambre de los obreros, soldados y marinos detenidos. Aquel mismo día, la sección obrera del Soviet de Petrogrado mandaba un saludo a Trotsky, Lunacharski, Kollontay y otros detenidos.

Los industriales, los comisarios de provincia, el congreso de los cosacos celebrado en Novocherkask, la prensa patriótica, los generales, los liberales, todos consideraban que era completamente imposible celebrar las elecciones a la Asamblea Constituyente en septiembre: lo mejor era aplazarlas hasta que terminara la guerra. Sin embargo, el gobierno no podía acceder a ello. Pero se llegó a un compromiso: la convocación de la Asamblea Constituyente fue demorada hasta el 28 de noviembre. Los kadetes aceptaron el aplazamiento no sin rechistar, pues estaban firmemente convencidos de que en los tres meses que faltaban se producirían acontecimientos decisivos que plantearían en términos completamente distintos la cuestión de la Asamblea Constituyente. Estas esperanzas se relacionaban cada vez más declaradamente con el nombre de Kornílov.

La publicidad alrededor de la figura del nuevo generalísimo pasaba a ocupar el centro de la política burguesa. La biografía del «primer generalísimo popular» fue difundida en una cantidad inmensa de ejemplares, con la cooperación activa del Cuartel General. Cuando Savinkov, en su calidad de administrador del Ministerio de la Guerra, decía a los periodistas: «Nos proponemos», este nos significaba, no Savinkov y Kerenski, sino Savinkov y Kornílov. El alboroto que se alzó alrededor de Kornílov obligó a Kerenski a ponerse en guardia. Los rumores relativos a una conspiración organizada por el Comité de la Asociación de oficiales cerca del Cuartel General eran cada día más insistentes. La entrevista personal celebrada por el jefe del gobierno y el del ejército a principios de agosto no hizo más que avivar su antipatía recíproca. «¿Es que ese charlatán vacuo quiere mandarme a mí?», se diría Kornílov. «¿Es que ese cosaco de cortos alcances e ignorante se propone salvar a Rusia?» —no podía dejar de pensar Kerenski—. Ambos tenían razón, cada cual a su manera. Entretanto, el programa de Kornílov, que comprendía la militarización de las fábricas y de las líneas férreas, la aplicación de la pena de muerte en el interior y la subordinación de la zona militar de Petrogrado, junto con la guarnición de la capital, al Cuartel General, llegó a conocimiento de los círculos conciliadores. Detrás del programa oficial se entreveía otro, que no por no haber sido publicado dejaba de ser más efectivo. La prensa de izquierda dio la voz de alarma. El Comité Ejecutivo propuso una nueva candidatura para el mando supremo, la del general Cheremisov. La reacción se puso en guardia.

El 6 de agosto, el Consejo de la Asociación de doce Cuerpos de ejército cosacos: del Don, de Kubán, del Ter y otros, decidió, no sin participación de Savinkov, hacer llegar a conocimiento del gobierno y del pueblo, «firme y enérgicamente», que se consideraba libre de toda responsabilidad por la conducta de las tropas cosacas en el frente y en el interior, en caso de que el general Kornílov, el «heroico caudillo», fuera destituido. La conferencia de los Caballeros de San Jorge amenazó todavía más firmemente al gobierno. Si Kornílov es destituido, la asociación «incitará inmediatamente a la lucha a todos los Caballeros de San Jorge, para obrar de común acuerdo con los cosacos». Ni un solo general protestó de esta manifiesta infracción de la disciplina, y la prensa de orden reprodujo con entusiasmo una resolución que significaba una amenaza de guerra civil. El comité principal de la Asociación de oficiales del ejército y de la flota mandó un telegrama en el cual cifraba todas sus esperanzas «en su amado jefe, el general Kornílov», y hacía un llamamiento «a todos los hombres honrados» para que le expresaran su confianza. La conferencia de «hombres públicos» de la derecha, reunida en aquellos días en Moscú, mandó un telegrama a Kornílov en el cual unía su voz a la de los oficiales, Caballeros de San Jorge y cosacos: «Toda la Rusia que piensa tiene puestos en usted los ojos con esperanza y fe». No se podía hablar con más claridad. En la reunión tomaron parte industriales y banqueros tales como Riabuschinski y Tretiakov, los generales Alexéiev y Brusílov, representantes del clero y del profesorado, los líderes del partido kadete, con Miliukov al frente. En calidad de escolta figuraban los representantes de la semificticia «Alianza campesina», la cual debía dar un punto de apoyo a los kadetes entre los elementos acomodados del campo. En el sillón presidencial se alzaba la monumental figura de Rodzianko, quien expresó su gratitud a la delegación del regimiento de cosacos por haber sofocado el levantamiento de los bolcheviques. La candidatura de Kornílov al papel de salvador del país fue, pues, abiertamente propugnada por los representantes más autorizados de las clases poseedoras e ilustradas de Rusia.

Después de esta preparación, el generalísimo en jefe se presenta por segunda vez al ministro de la Guerra para entablar negociaciones sobre el programa de salvación del país por él presentado. «Al llegar a Petrogrado —dice el general Lukomski, jefe del Estado Mayor de Kornílov— se fue al Palacio de Invierno acompañado de un grupo de tekintsi8, que llevaban dos ametralladoras. Estas ametralladoras, después de la entrada del general Kornílov en el Palacio de Invierno, fueron sacadas del automóvil, y los tekintsi montaron la guardia a la puerta del palacio, para acudir en auxilio del generalísimo en caso de necesidad». Suponíase que el generalísimo podía necesitar de esa ayuda contra el presidente del gobierno. Las ametralladoras de los tekintsi eran las ametralladoras de la burguesía, con las que ésta encajonaba a los conciliadores, que andaban a tropezones. Tal era el gobierno de salvación, independiente de los soviets.

Inmediatamente después de la visita de Kornílov, Koboschtin, miembro del gobierno provisional, declaró a Kerenski que los kadetes presentarían la dimisión «si hoy mismo no se acepta el programa de Kornílov». Aunque sin ametralladoras, los kadetes empleaban con el gobierno el lenguaje conminatorio de Kornílov. Esto produjo su efecto. El gobierno provisional se apresuró a examinar el informe del generalísimo en jefe, y reconoció posible en principio la aplicación de las medidas propuestas por él, «la pena de muerte en el interior inclusive».

Se adhirió, naturalmente, a la movilización de las fuerzas reaccionarias el Concilio Eclesiástico panruso, el cual, si bien se proponía oficialmente libertar a la Iglesia ortodoxa del yugo burocrático, en el fondo debía protegerla contra la revolución. Con la abolición de la monarquía, la Iglesia se vio privada de su jefe oficial. Sus relaciones con el Estado, que desde tiempo inmemorial había sido su defensor y protector, flotaban en el aire. Verdad es que el Santo Sínodo se apresuró el 9 de marzo a bendecir la revolución efectuada, e invitaba al pueblo a «otorgar su confianza al gobierno provisional». Sin embargo, el porvenir se presentaba amenazador. El gobierno guardaba silencio sobre la cuestión de la Iglesia, lo mismo que sobre otras. El clero se hallaba completamente desconcertado. De vez en cuando llegaba de un sitio remoto, por ejemplo, de la ciudad de Verni, situada en la frontera de China, un telegrama del párroco asegurando al príncipe Lvov que su política respondía completamente a los preceptos del Evangelio. La Iglesia, adaptándose a la situación, no se atrevía a intervenir en los acontecimientos. Esto se manifestó con particular evidencia en el frente, donde la influencia del clero se desmoronó junto con la disciplina inspirada en la intimidación. «La oficialidad —confiesa Denikin— luchó durante algún tiempo por conservar sus atribuciones y su autoridad; en cambio, desde los primeros días de la revolución, la voz de los curas se extinguió, y cesó toda participación de los mismos en la vida de las tropas». Las reuniones del clero en el Cuartel General y en los Estados Mayores transcurrían sin dejar absolutamente ninguna huella.

A pesar de todo, el Concilio, que representaba antes que nada los intereses de casta del propio clero, sobre todo de su sector superior, no quedó encerrado en el marco de la burocracia eclesiástica: la sociedad liberal se agarró a él con todas sus fuerzas. El partido kadete, que no tenía raigambre política en el pueblo, soñaba con que la Iglesia reformada le sirviera como de agente de relación con las masas. Desempeñaron un papel activo en la preparación del Concilio, al lado de los príncipes de la Iglesia, los políticos de la nobleza de distintos matices, tales como el príncipe Trubetskói y el marqués Olsufiev, Rodzianko, Samarin y los profesores y escritores liberales. El partido kadete hizo vanos esfuerzos para crear alrededor del Concilio una atmósfera de reforma, sin dejar de temer, al mismo tiempo, que un movimiento imprudente hiciera tambalearse el carcomido edificio. Tanto el clero como los reformadores de la nobleza, se hallaban lejos de pensar en la separación de la Iglesia y el Estado. Los príncipes de la Iglesia estaban, naturalmente, inclinados a debilitar el control del Estado sobre sus asuntos interiores, pero sin dejar de aspirar a que el Estado no sólo siguiera protegiendo su situación privilegiada, sus tierras y sus ingresos, sino también cubriendo la parte del león de sus gastos. La burguesía liberal estaba dispuesta, a su vez, a garantizar a la Iglesia ortodoxa su situación de Iglesia dominante, pero a condición de que aprendiera a servir en una nueva forma a los intereses de las clases gobernantes entre las masas.

Pero aquí era donde empezaban las principales dificultades, Denikin hace notar que la revolución rusa «no creó un movimiento religioso popular más o menos digno de atención». Más justo sería decir que a medida que iban incorporándose a la revolución nuevos sectores del pueblo, volvían casi automáticamente la espalda a la Iglesia, si es que antes habían tenido alguna relación con ella. En el campo, algunos que otros curas podían tener aún cierta influencia personal como consecuencia de la actitud adoptada por ellos en la cuestión de la tierra. En la ciudad, a nadie, no ya en los medios obreros, pero ni entre la pequeña burguesía, se le ocurría dirigirse al clero para resolver las cuestiones planteadas por la revolución. El Concilio se preparó en medio de la mayor indiferencia del pueblo. Los intereses y las pasiones de las masas hallaban su expresión en el lenguaje de las consignas socialistas, y no en los textos religiosos. La Rusia retrasada, que hacía rápidamente su curso de historia, se veía obligada a pasar por alto no sólo la época de la Reforma, sino también la del parlamentarismo burgués.

El Concilio eclesiástico, proyectado en los meses ascensionales de la revolución, coincidió con las semanas de defensa de la misma. Esto le dio un carácter todavía más reaccionario. La composición del Concilio, las cuestiones tratadas por el mismo, incluso el ceremonial de su apertura, todo atestiguaba que se habían producido modificaciones radicales en la actitud de las distintas clases con respecto a la Iglesia. En el oficio celebrado en la catedral de Uspenski participaron, al lado de Rodzianko y de los kadetes, Kerenski y Avkséntiev. En su discurso de salutación, el socialrevolucionario Rudniev, alcalde de Moscú, dijo: «Mientras viva el pueblo ruso, brillará en su espíritu la llama de la fe cristiana». En la víspera, todavía, esos mismos hombres se tenían por descendientes directos del gran socialista ruso Chernichevski.

El Concilio envió manifiestos a todos los rincones del país, invocó un poder fuerte, anatematizó a los bolcheviques, y haciendo coro al ministro del Trabajo, Skóbelev, adjuró: «Obreros, trabajad sin escatimar vuestras fuerzas, y subordinad vuestras demandas al bien de la patria». Pero a lo que el Concilio concedió particular atención fue al problema de la tierra. Los metropolitanos y los obispos estaban no menos asustados y enfurecidos que los terratenientes por las proporciones que tomaba el movimiento campesino, y el miedo a perder las tierras de la Iglesia y de los monasterios les emocionaba mucho más que el problema de la democratización de la Iglesia. Amenazando con la cólera divina y la excomunión, los mensajes del Concilio exigen «que se devuelvan inmediatamente a las iglesias, conventos, parroquias y propietarios particulares las tierras, los bosques y las cosechas que les han sido robados». Aquí sí que es oportuno recordar lo de la voz que clama en el desierto. El Concilio estuvo reunido semanas y semanas, y hasta después de la Revolución de Octubre no dio cima a sus trabajos, que culminaron en la restauración del patriarcado, abolido por el emperador Pedro 200 años antes.

A finales de julio, el gobierno decidió convocar en Moscú, para el 13 de agosto, una conferencia de todas las clases e instituciones sociales del país. La composición de la conferencia fue determinada por el mismo gobierno. En contradicción completa con todas las elecciones democráticas celebradas en el país, el gobierno tomó medidas para que participara en la asamblea un número igual de representantes de las clases poseedoras y del pueblo. Sólo a base de ese equilibrio artificial, confiaba en salvarse a sí mismo el gobierno destinado a salvar la revolución. No se otorgó ninguna atribución definida a dicha conferencia. «La conferencia —dice Miliukov— tenía, a lo sumo, un carácter consultivo». Las clases poseedoras querían dar a la democracia un ejemplo de abnegación para adueñarse luego del poder por completo y de un modo más seguro. Oficialmente se asignó como fin a la conferencia «la unión del Estado con todas las fuerzas organizadas del país». La prensa habló de la necesidad de cohesionar, conciliar, animar y levantar el espíritu. En otros términos, los unos no querían decir claramente, y los otros eran incapaces de hacerlo, para qué se reunía en realidad la conferencia. En este caso correspondió también a los bolcheviques el papel de llamar a las cosas por su nombre.

Historia de la Revolución Rusa Tomo II

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