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Víctor Chernov

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En sus declaraciones del 24 de julio, escritas ya en la celda de Kresti, Trotsky dice: «En un principio, había decidido salir de entre la multitud en el automóvil con Chernov y los que querían detenerle, a fin de evitar conflictos y que se produjera el pánico en la multitud. Pero Raskólnikov se me acercó precipitadamente y, muy excitado, exclamó: “Esto es imposible. Si sale usted con Chernov, mañana se dirá que la gente de Kronstadt le ha detenido. Hay que poner en libertad a Chernov inmediatamente”. Tan pronto como un toque de corneta hizo el silencio de la multitud y me dio la posibilidad de pronunciar un breve discurso, que terminó con la siguiente proposición: “El que vote por la violencia, que levante la mano”. Chernov pudo volver al palacio sin obstáculos».

La declaración de estos dos testigos, que eran al mismo tiempo los dos actores principales de la aventura, dejan las cosas completamente en claro. Pero esto no impidió que la prensa enemiga de los bolcheviques describiera lo sucedido con Chernov y el «intento» de detención de Kerenski como las pruebas más convincentes de la organización del levantamiento armado por los bolcheviques. Se afirmaba asimismo con insistencia, sobre todo en la agitación verbal, que la detención de Chernov se había efectuado bajo la dirección de Trotsky. Esta versión llegó incluso hasta el palacio de Táurida. El propio Chernov, que en el sumario expuso una forma que se acercaba mucho a la realidad, las circunstancias de su detención de media hora, se abstuvo, sin embargo, de hacer ninguna manifestación pública sobre este tema, a fin de no impedir a su partido que fomentara la indignación contra los bolcheviques. Por si esto fuera poco, Chernov formaba parte del gobierno que encerró a Trotsky en la cárcel de Kresti. Los conciliadores podían argüir, es cierto, que el grupo de conspiradores sospechosos nunca se hubiera atrevido a llevar a cabo un propósito tan insolente como la detención de un ministro en pleno día y ante una enorme multitud si no hubiera contado con que la hostilidad de las masas hacia el «perjudicado» le ponía suficientemente a cubierto. Y hasta cierto punto así era, en efecto. Ninguno de los que rodeaban el automóvil hizo la menor tentativa, por propio impulso, para libertar a Chernov. Si en algún otro sitio se hubiera detenido a Kerenski, ni los obreros ni los soldados se habrían sentido, naturalmente, afligidos. En este sentido, la complicidad moral de las masas en los atentados reales y supuestos contra los ministros socialistas, eran un hecho incontestable y daba motivos a la acusación contra los obreros y marinos de Kronstadt. Pero la preocupación de conservar los restos de su prestigio democrático impedía a los conciliadores echar mano de este argumento: no se olvide que si bien levantaban una barrera hostil entre ellos y los manifestantes, seguían hallándose al frente del sistema de los soviets de obreros, soldados y campesinos en el sitiado palacio de Táurida.

A las ocho de la noche, el general Palovtsiev comunicó por teléfono al Comité Ejecutivo una buena noticia: dos centurias cosacas, con artillería, se dirigían al palacio de Táurida. ¡Por fin! Pero también esta vez las esperanzas resultaron defraudadas. Las constantes llamadas telefónicas no hacían más que aumentar el pánico: los cosacos habían desaparecido sin dejar rastro, como si se hubieran evaporado, con los caballos y los cañones de tiro rápido. Miliukov dice que al atardecer empezaron a manifestarse «las primeras consecuencias de los llamamientos hechos por el gobierno de las tropas»: así, según él, se dirigía apresuradamente hacia el palacio de Táurida el regimiento 176. Esta indicación, tan precisa exteriormente, es muy interesante, pues sirve para caracterizar los quid pro quo que surgen inevitablemente en el primer período de la guerra civil, cuando los campos sólo empiezan a delimitarse. En efecto, había llegado un regimiento al palacio de Táurida con los capotes y las mochilas al hombro y al flanco las cantimploras y las gamelas. Los soldados, que venían de Krasni-Selo, llegaban cansados del camino y calados hasta los huesos.

Era, realmente, el regimiento 176. Pero no se disponía, ni mucho menos, a salvar al gobierno: el regimiento, que estaba en contacto con los meirayontsi, se había puesto en camino bajo la dirección de dos soldados —bolcheviques—: Levinson y Medvediev, con el fin de arrancar el poder para los soviets. Se comunicó inmediatamente a los dirigentes del Comité Ejecutivo, que estaban sobre ascuas, que un regimiento con sus ofíciales acababa de llegar desde lejos, en completo orden, y acampaba bajo las ventanas para entregarse a un descanso merecido. Dan, que llevaba el uniforme de médico militar, se dirigió a los jefes del regimiento pidiéndoles que proporcionaran centinelas para montar la guardia en el palacio. Esta petición fue, en efecto, rápidamente satisfecha. Hay que suponer que Dan comunicaría con satisfacción la noticia a la mesa del ejecutivo, desde donde fue transmitida a la prensa. En sus Memorias, Sujánov se burla de la sumisión con que el regimiento bolchevique ejecutó la orden del líder menchevique: una prueba más de lo «absurdo» que era la manifestación de julio. En realidad, la cosa era, a la vez, más simple y más compleja. El oficial que mandaba el regimiento, al hacérsele la propuesta relativa a los centinelas, se dirigió al ayudante de guardia, el joven teniente Prigorovski. Éste, que era bolchevique, miembro de la organización de los meirayontsi, pidió inmediatamente consejo a Trotsky, que, con un pequeño grupo de bolcheviques, ocupaba un puesto de observación en una de las dependencias laterales del palacio. Naturalmente, se dio a Prigorovski el consejo de apostar inmediatamente centinelas donde fuera preciso, pues era mucho más ventajoso tener en las puertas amigos que enemigos. De esta manera, el regimiento 176, que había acudido para manifestarse contra el poder, protegía a este poder contra los manifestantes. Si el propósito perseguido hubiera sido la insurrección, el teniente Prigorovski habría detenido sin dificultad a todo el Comité Ejecutivo, que no contaba más que con cuatro soldados adictos. Pero nadie pensaba en semejante cosa, y los soldados bolcheviques cumplieron a conciencia su función de centinelas.

Después que las centurias cosacas, único obstáculo con que se tropezaba en el camino que conducía al palacio de Táurida, fueron barridas, muchos manifestantes se imaginaron que la victoria estaba asegurada. En realidad, el mayor obstáculo se hallaba en el propio palacio de Táurida. En la reunión de ambos ejecutivos, que empezó a las seis de la tarde, tomaban parte 90 representantes de 54 fábricas y talleres. Los cinco oradores que, según lo convenido, hicieron uso de la palabra, empezaron protestando contra el hecho de que en las proclamas del Comité Ejecutivo los manifestantes fueran calificados de contrarrevolucionarios. «Ya habéis visto — argüían— lo que se dice en los cartelones. Es lo que los obreros han decidido... Exigimos la retirada de los diez ministros capitalistas. Tenemos confianza en los soviets, pero no en quien éstos depositan la suya. Exigimos que se tome inmediatamente posesión de las tierras, que se instaure el control de la industria; exigimos la lucha contra el hambre que nos amenaza». Otro añadía: «No os halláis en presencia de un motín, sino de una acción completamente organizada. Exigimos la entrega de la tierra a los campesinos, la abolición de las órdenes dirigidas contra el ejército revolucionario. Ahora que los kadetes se han negado a colaborar con vosotros, os preguntamos: ¿Con quién os disponéis a entrar en tratos? Exigimos que el poder pase a manos de los soviets».

Las consignas de propaganda de la manifestación del 18 de junio se convertían ahora en un ultimátum de las masas armadas. Pero los conciliadores estaban ya atados con cadenas demasiado pesadas a las ruedas del carro de los potentados. ¿Entregar el poder a los soviets? Pero esto significaba, ante todo, una política audaz de paz, la ruptura con los aliados, con la propia burguesía, significaba el completo aislamiento, la ruina al cabo de pocas semanas. No ¡la democracia responsable no abraza la senda de la aventura! «Las actuales circunstancias —decía Tsereteli— hacen imposible, en la atmósfera de Petrogrado, tomar ninguna nueva resolución». Por esto no queda más recurso que «aceptar el gobierno tal como ha quedado constituido, y convocar un congreso extraordinario de los soviets para dentro de dos semanas, en un sitio en que pueda funcionar sin obstáculos. En Moscú mejor que en ninguna parte».

Pero la sesión se ve constantemente interrumpida. Los obreros de Putilov, que llegan ya al atardecer, cansados, irritados, en un estado de extraña excitación, llaman a la puerta del palacio de Táurida: «¡Que salga Tsereteli!». Los 30.000 hombres de la calle envían sus representantes al palacio, una voz grita que si Tsereteli no quiere salir habrá que hacerlo salir por la fuerza. De las amenazas a los actos hay todavía una gran distancia, pero las cosas van tomando un carácter demasiado agudo y los bolcheviques se apresuran a intervenir. Zinóviev lo ha relatado posteriormente: «Nuestros camaradas me propusieron que fuera a hablar a los obreros de Putilov... Un mar de cabezas como nunca lo había visto... Algunas docenas de miles de hombres se apretujaban ante el palacio. Los gritos de “¡Tsereteli!” continuaban. Yo empecé así: “En vez de Tsereteli, he salido yo”. Risas. Esto determinó un cambio en el estado de espíritu de los manifestantes. Pude pronunciar un discurso bastante extenso. Como conclusión, incité al auditorio a que se disolviese en seguida, pacíficamente, en completo orden, y sin dejarse provocar en modo alguno a una acción agresiva. Los manifestantes aplauden ruidosamente y empiezan a retirarse».

Este episodio revela de un modo inmejorable el profundo descontento de las masas, la carencia de un plan de ataque por su parte y el verdadero papel desempeñado por el partido en los acontecimientos de julio.

Mientras Zinóviev hablaba en la calle a los obreros de Putilov, un grupo de delegados de estos últimos, algunos de ellos con fusiles, irrumpía tumultuosamente en el salón de sesiones. Los miembros del Comité Ejecutivo saltan de sus sitios. «Algunos de ellos no demuestran el valor ni el dominio de sí mismos suficientes», dice Sujánov, el cual nos ha dejado una viva descripción de estos momentos dramáticos. Uno de los obreros, «un sans-culotte clásico, con gorra, blusa corta sin cinturón y el fusil en la mano», salta a la tribuna de los oradores temblando de agitación y de rabia: «“¡Camaradas! ¿Soportaremos los obreros por más tiempo esta traición? Estáis pactando con la burguesía y los terratenientes. ¡Hemos venido aquí 30.000 hombres de la fábrica de Putilov y conseguiremos que se respete nuestra voluntad!”. Chjeidze, ante cuya nariz se agitaba el fusil, dio pruebas de sangre fría. Inclinándose tranquilamente desde su sitio, metió un manifiesto impreso en la mano temblorosa del obrero: “Haga el favor de tomar esto y de leerlo, camarada. Ahí se dice lo que deben hacer los camaradas de Putilov.”». En el manifiesto no se decía otra cosa sino que los manifestantes debían volver a sus casas y que, de lo contrario, serían unos traidores a la revolución. ¿Es que los mencheviques podían decir otra cosa?

Zinóviev, orador de fuerza excepcional, desempeñó un gran papel en la agitación desarrollada bajo los muros del palacio de Táurida, así como, en general, en todo el torbellino de agitación de aquel periodo. En el primer momento, su aguda voz de falsete extrañaba, pero después cautivaba con su musicalidad particular. Zinóviev era un orador ingénito. Sabía dejarse contagiar por el estado de espíritu de las masas, conmover con lo que las conmovía y encontrar siempre para sus sentimientos y sus ideas una expresión, acaso un poco confusa e imprecisa, pero cautivadora. Los adversarios decían que Zinóviev era el más demagogo de los bolcheviques. Con esto, rendían tributo a su rasgo más acentuado, es decir, a su aptitud para penetrar en el alma de demos y hacer vibrar sus cuerdas. Sin embargo, no se puede negar que Zinóviev, que no es más que un agitador, y no tiene nada de teórico ni de estratega revolucionario, cuando no se veía contenido por la disciplina externa, se deslizaba fácilmente hacia la demagogia, no en el sentido corriente, sino en el sentido científico de la palabra, es decir, manifestaba una cierta tendencia a sacrificar los intereses permanentes al éxito del momento. El instinto de agitador de que estaba dotado Zinóviev hacía de él un consejero muy valioso cuando se trataba de apreciaciones políticas de momento, pero sus juicios no iban nunca más allá. En las reuniones del partido sabía convencer, conquistar, sugestionar, cuando se presentaba con una idea política definida, sometida a la prueba de los grandes mítines e impregnada, por decirlo así, de las esperanzas y del odio de los obreros y los soldados. Por otra parte, Zinóviev era capaz, en una reunión hostil, aun en el seno del Comité Ejecutivo de aquel entonces, de dar a las ideas más extremas y explosivas una forma atractiva, insinuante, que las hacía penetrar insensiblemente en la cabeza de los que sentían hacia él una desconfianza previa. Para alcanzar estos inapreciables resultados le era necesaria la tranquila seguridad de que una mano firme le libraba de toda responsabilidad política. Esta seguridad se la daba Lenin. Armado de una fórmula estratégica definida, Zinóviev la llenaba ingeniosamente de las exclamaciones, protestas y exigencias que acababa de recoger en la calle, en la fábrica o en el cuartel. En estos momentos era el mecanismo ideal de transmisión entre Lenin y la masa o entre ésta y aquél. Zinóviev, agitador de la revolución, carecía de carácter revolucionario. Mientras no se trató más que de la conquista de las mentes y de los espíritus, Zinóviev no dejó de ser un combatiente incansable. Pero cuando se vio situado ante la necesidad de la acción perdió inmediatamente su seguridad combativa. Entonces se apartó de la masa y de Lenin; sólo reaccionó de un modo indeciso, se sintió presa de dudas, no vio más que obstáculos, y su voz insinuante, casi femenina, perdió su fuerza de persuasión y puso de manifiesto su debilidad interna. Bajo los muros del palacio de Táurida, durante las jornadas de julio, Zinóviev se sintió extraordinariamente activo, ingenioso y fuerte. Llevó hasta las notas más altas la excitación de las masas, no para incitarlas a la acción decisiva, sino, al revés, para contenerlas, como respondía a las necesidades del momento y a la política del partido. Zinóviev se hallaba por entero en su elemento.

El combate de la Liteinaya imprimió un carácter completamente distinto al desarrollo de la manifestación. Nadie la contemplaba ya desde los balcones y las ventanas. La gente más acomodada, invadiendo las estaciones, abandonaba la ciudad.

La lucha en las calles se convertía en escaramuzas esporádicas sin finalidad determinada. Durante la noche se desarrollan encuentros cuerpo a cuerpo entre los manifestantes y los patriotas, se efectúan desarmes de un modo desordenado, los fusiles pasan de unas manos a otras. Grupos de soldados de los regimientos indisciplinados obraban por cuenta propia, sin obedecer a ningún plan. «Los elementos sospechosos y provocadores que se unían a ellos les incitaban a las acciones anárquicas», añade Podvoiski. Grupos de marinos y soldados efectuaban registros por todas partes, con el fin de encontrar a los culpables de los disparos. So pretexto de registro, en algunos sitios se cometieron robos. De otra parte, se iniciaron pogromos. Los tenderos se arrojaban furiosamente sobre los obreros en aquellas partes de la ciudad en que se sentían fuertes, y los apaleaban despiadadamente. «La multitud se lanzó contra nosotros gritando: “¡Mueran los judíos y los bolcheviques! ¡Al agua con ellos!”, y nos apaleó brutalmente», cuenta Afanasiev, obrero de la fábrica de Novi Lesner. Uno de los agredidos murió en el hospital; al propio Afanasiev los marinos lo sacaron del canal Yekaterinski lleno de cardenales y ensangrentado.

Las colisiones, las víctimas, la esterilidad de la lucha y la ausencia de un objetivo práctico: todo aconsejaba liquidar el movimiento. El Comité central de los bolcheviques tomó el acuerdo de invitar a los obreros y soldados a que pusieran fin a la manifestación. Esta invitación, comunicada inmediatamente al Comité Ejecutivo, ahora, no tropezó ya casi con ninguna resistencia entre las masas, las cuales se retiraron a los suburbios, dispuestas a no reanudar la lucha al día siguiente. Los obreros y los soldados tuvieron la sensación de que la toma del poder por los soviets era un problema mucho más complejo de lo que se imaginaran.

Fue levantado el sitio del palacio de Táurida y las calles adyacentes quedaron desiertas. Pero los Comités ejecutivos continuaban en sus puestos y proseguían con breves interrupciones los interminables discursos, sin sentido ni objeto. Hasta más tarde no se supo que los conciliadores esperaban algo. En las dependencias contiguas había aún delegados de las fábricas y de los regimientos. «Era ya más de medianoche —cuenta Metelev—, y seguíamos esperando una “resolución”... Atormentados por el hambre y el cansancio, vagábamos por la sala Alexandrovski... A las cuatro de la madrugada del 5 de julio terminaron nuestras esperanzas. Oficiales y soldados armados irrumpieron ruidosamente por la puerta principal del palacio». Resuenan ensordecedoras en el interior del edificio las notas metálicas de La Marsellesa. El ruido de pasos y el estruendo de los instrumentos provocan, en aquella hora matutina, una agitación extraordinaria en el salón de sesiones. Los diputados se levantan bruscamente de sus escaños. ¿Un nuevo privilegio? Pero Dan aparece en la tribuna. «¡Compañeros —dice—, tranquilizaos! No hay ningún peligro. Acaban de llegar regimientos leales a la revolución». Sí; acababan de llegar, en efecto, las tropas tanto tiempo esperadas; los soldados recién llegados ocupan las entradas y las salidas, se lanzan rabiosamente sobre los pocos obreros que aún quedan en el palacio, quitan las armas a los que las tienen, detienen a los que pueden y se llevan a los detenidos.

Sube a la tribuna el teniente Kuchin, menchevique destacado, con uniforme de campaña. Dan, que preside, le estrecha en sus brazos entre las notas triunfales de la orquesta. Locos de entusiasmo y pulverizando a los izquierdistas con miradas victoriosas, los conciliadores se cogen del brazo y, abriendo la boca desmesuradamente, vierten su entusiasmo en las notas de La Marsellesa. «Una escena clásica del principio de la contrarrevolución», prorrumpe irritado Mártov, que sabía observar y comprender muchas cosas. El sentido político de la escena, registrada por Sujánov, aparecerá y cobrará aún más significativo relieve si se recuerda que Mártov figuraba en el mismo partido que Dan, para el cual esta escena representaba la victoria suprema de la revolución.

Sólo ahora, al observar el desbordante júbilo de la mayoría, el ala izquierda empezó a comprender hasta qué punto se había visto aislado el órgano supremo de la democracia oficial cuando la democracia auténtica se lanzó, a la calle. En el transcurso de 36 horas, aquellos hombres iban desapareciendo por turno para ir a la cabina del teléfono y ponerse en contacto con el Estado Mayor, con Kerenski, que estaba en el frente, pedir tropas, persuadir, implorar, enviar nuevamente agitadores y otra vez a esperar. El peligro había pasado, pero la inercia del miedo subsistía. Y las recias pisadas de los «leales» cerca de las cinco de la madrugada resonaban en sus oídos como una sinfonía de liberación. Pronunciáronse, al fin, desde la tribuna discursos en los cuales se hablaba abiertamente del feliz aplastamiento del motín armado y de la necesidad de acabar de una vez con los bolcheviques.

El destacamento que se presentó en el palacio de Táurida no procedía del frente, como en los primeros momentos de entusiasmo habían creído muchos, sino que había sido formado con elementos de la guarnición de Petrogrado, principalmente de los tres batallones de la Guardia más reaccionarios: el de Preobrajenski, el de Semiónov y el de Ismail. El 3 de julio estos regimientos se habían declarado neutrales. El gobierno y el Comité Ejecutivo habían intentado inútilmente conquistarlos, valiéndose de su autoridad: los soldados no se movían, sombríos, de los cuarteles, y esperaban. Hasta la tarde del 4 de julio los gobernantes no descubrieron, al fin, un recurso eficaz: enseñar a los soldados de Preobrajenski un documento que demostraba, como dos y dos son cuatro, que Lenin era un espía alemán. Esto surtió efecto. La noticia circuló de un regimiento a otro. Los oficiales, los miembros de los Comités de regimiento, los agitadores del Comité Ejecutivo, no se daban punto de reposo. El estado de espíritu de los regimientos neutrales se modificó. En la madrugada, cuando no había ya ninguna necesidad de ellos, se consiguió reunirlos y llevarlos por las calles desiertas al palacio de Táurida, que había quedado vacío. La Marsellesa la ejecutaba la orquesta del regimiento de Ismail, aquel a quien, como el más reaccionario de todos, se había confiado el 3 de diciembre de 1905 la misión de detener al primer Soviet de diputados obreros de Petrogrado, reunido bajo la presidencia de Trotsky. El director de escena de los espectáculos históricos consigue a cada paso, sin proponérselo en lo más mínimo, los efectos teatrales más sorprendentes: no tiene más que soltar las riendas de la lógica de las cosas.

Cuando las masas hubieron abandonado las calles, el joven gobierno de la revolución puso en movimiento sus miembros reumáticos, detuvo a los representantes de los obreros, procedió a la confiscación de armas y aisló los barrios de la ciudad. Cerca de las seis de la mañana se detuvo frente a la redacción de la Pravda un automóvil cargado de junkers y soldados con una ametralladora, que fue inmediatamente apostada en la ventana. Cuando los indeseables visitantes abandonaron la redacción, ésta ofrecía un aspecto desolador: los cajones de las mesas habían sido fracturados, el suelo estaba cubierto de manuscritos rotos, los hilos telefónicos habían sido cortados. A los empleados de la redacción se les había apaleado y detenido. La imprenta, para la cual los obreros habían recogido recursos durante dos meses, fue objeto de una devastación todavía mayor: las rotativas, las máquinas de componer fueron destruidas. En vano los bolcheviques acusaban al gobierno de Kerenski de falta de energía. «Las calles —dice Sujánov— recobraron su aspecto normal. Los grupos y los mítines callejeros desaparecieron casi en absoluto. La inmensa mayoría de las tiendas estaba abierta». A primera hora de la mañana se distribuyó el manifiesto de los bolcheviques, último producto de la imprenta destruida, invitando a dar por terminada la manifestación. Los cosacos y los junkers detenían en las calles a marinos, soldados y obreros, y los mandaban a la cárcel o a los cuerpos de guardia. En las tiendas y en las aceras, por todas partes, se hablaba del dinero alemán. Se detenía a todo el que se atrevía a pronunciar una palabra en favor de los bolcheviques. «No se puede ya decir que Lenin sea un hombre honrado: el que lo dice es conducido a la comisaría». Sujánov, como siempre, demuestra ser un observador atento de lo que sucede en las calles, de la burguesía, de los intelectuales, de la pequeña burguesía... Pero los barrios obreros tienen un aspecto muy diferente. Las fábricas no han reanudado el trabajo. Reina la inquietud. Circula el rumor de que han llegado tropas del frente. Las calles de la barriada de Viborg se llenan de grupos que discuten lo que deberá hacerse en caso de ataque. «Los guardias rojos y, en general, la juventud de las fábricas —cuenta Metelev— se disponen a penetrar en la fortaleza de Pedro y Pablo para acudir en auxilio de los destacamentos que se hallan sitiados. Escondiendo las bombas de mano en los bolsillos, en las botas, en la cintura, atraviesan el río, unos en barcas, otros por puentes». El tipógrafo Smirnov, del barrio de Kolomenski, dice en sus Memorias: «Vi cómo llegaban por el Nevá remolcadores con guardias marinos de Duderhof y Orienbaum. A las dos, las cosas se presentaban mal... Vi cómo los marinos volvían a Kronstadt sigilosamente, de uno en uno. Circulaba la especie de que todos los bolcheviques eran espías alemanes. La campaña de difamación emprendida era repugnante». El historiador Miliukov resume con satisfacción: «El estado de espíritu y la vitola del público de las calles cambiaron completamente. Al atardecer reinaba en Petrogrado una absoluta tranquilidad».

Mientras no llegaron las fuerzas del frente, el mando militar de la región, con la cooperación política de los conciliadores, siguió disimulando sus propósitos. Durante el día se presentaron en el palacio de Kchesinskaya, para conferenciar con los jefes bolcheviques, los miembros del Comité Ejecutivo, con Líber al frente: esta visita era una prueba de los sentimientos más pacíficos. En virtud del acuerdo recaído, los bolcheviques se comprometían a hacer volver los marinos a Kronstadt, a sacar la compañía de ametralladoras de la fortaleza de Pedro y Pablo, a retirar los centinelas y los autos blindados. Por su parte, el gobierno se comprometía a no emprender ninguna represión contra los bolcheviques y a poner en libertad a todos los detenidos, con excepción de los que hubieran cometido actos criminales. Pero el acuerdo fue de corta duración. A medida que se iban difundiendo los rumores relativos al dinero alemán y se acercaban las tropas del frente, en la guarnición aparecía un número cada vez mayor de fuerzas que se acordaban de su fidelidad a la democracia y a Kerenski. Esas fuerzas enviaban delegaciones al palacio de Táurida o al mando militar de la región. Por fin, empezaron a llegar las tropas del frente. A cada hora que pasaba iba cambiando el estado de ánimo de los conciliadores. Las tropas que llegaban del frente estaban dispuestas a arrebatar la capital, en lucha sangrienta, a los agentes del káiser. Ahora, cuando no había necesidad alguna de las tropas, era preciso justificar que se las hubiera llamado. Para no infundir ellos mismos sospechas, los conciliadores se esforzaban con vehemencia en demostrar a los oficiales que los mencheviques y los socialrevolucionarios pertenecían al mismo bando que ellos, y que los bolcheviques eran el enemigo común. Cuando Kámenev intentó recordar a los miembros de la mesa del Comité Ejecutivo el acuerdo pactado unas horas antes, Líber le contestó, con el tono de un férreo hombre de Estado: «Ahora la correlación de fuerzas se ha modificado». Líber sabía, por los discursos populares de Lassalle, que los cañones eran un importante fragmento de constitución. La delegación de los marinos de Kronstadt, presidida por Raskólnikov, fue llamada varias veces a la Comisión militar del Comité Ejecutivo, donde las exigencias, de hora en hora más exageradas, se terminaron con el siguiente ultimátum de Líber: acceder inmediatamente al desarme de los marinos de Kronstadt. «Al salir de la reunión de la Comisión militar —relata Raskólnikov— reanudamos nuestras conferencias con Trotsky y Kámenev. Lev Davídovich (Trotsky) aconsejó que inmediatamente se mandara a los marinos de Kronstadt a sus casas. Se tomó el acuerdo de que algunos camaradas recorrieran los cuarteles e informaran a la gente de Kronstadt del desarme forzoso que se estaba preparando. La mayor parte de ellos se marchó a tiempo. Sólo se quedaron pequeños destacamentos en el palacio de la Kchesinskaya y en la fortaleza de Pedro y Pablo». El 4 de julio el príncipe Lvov, con la venia de los ministros socialistas, había dado ya al general Polovtsiev la orden escrita de «detener a los bolcheviques que ocupan la casa de la Kchesinskaya, desalojar dicha casa y ocuparla militarmente». Ahora, después de la devastación de la imprenta y de la redacción, la cuestión de la suerte de la sede central de los bolcheviques se planteaba de un modo muy agudo. Había que poner al palacio en condiciones de defensa. La Organización Militar nombró comandante del edificio a Raskólnikov. Éste interpretó su misión de un modo amplio, a la manera de Kronstadt: exigió que se le enviaran cañones y hasta un pequeño buque de guerra a la desembocadura del Nevá. Posteriormente, Raskólnikov explicó su conducta de aquellos días del modo siguiente: «Naturalmente, había hecho por mi parte preparativos militares, no sólo para el caso de que tuviéramos que defendernos, pues en el aire se respiraba, no sólo la pólvora, sino también la posibilidad de pogromos... Parecíame, no sin fundamento, que bastaba con poner un buen buque de guerra en la desembocadura del Nevá para que la decisión del gobierno provisional decayera considerablemente». Todo esto es más que impreciso y no del todo serio. Hay que suponer más bien que en el transcurso del día 5 de julio los dirigentes de la Organización Militar, y Raskólnikov con ellos, no se daban aún completamente cuenta del cambio sufrido por la situación, y que en el momento en que la manifestación armada debía efectuar una rápida retirada para no convertirse en la insurrección que quería provocar el enemigo, había dirigentes militares que, al azar e irreflexivamente, daban algunos pasos adelante. Los jóvenes caudillos de Kronstadt extremaban la nota. Pero ¿acaso se puede hacer la revolución sin que participen en ella gentes que extremen la nota? ¿Y acaso no entra necesariamente un determinado tanto por ciento de ligereza en todas las grandes obras humanas? En esa ocasión todo se redujo a unas cuantas órdenes, rápidamente revocadas por el propio Raskólnikov.

Entre tanto, afluían al palacio de la Kchesinskaya noticias cada vez más alarmantes: uno había visto en las ventanas de una casa situada en la orilla opuesta del Nevá ametralladoras enfiladas sobre el Cuartel General de los bolcheviques; otro había observado una columna de automóviles blindados que se dirigía asimismo hacia allí; un tercero anunciaba que se aproximaban patrullas de cosacos. Se enviaron dos miembros de la Organización Militar a entablar negociaciones con el comandante de la región. Polovtsiev aseguró a los parlamentarios que la devastación de la Pravda se había efectuado sin su consentimiento, y que no se preparaba represión alguna contra la Organización Militar. La verdad era que estaba esperando para obrar a que llegasen suficientes refuerzos del frente.

Mientras que los de Kronstadt se retiraban, la escuadra del Báltico no hacía más que prepararse para el ataque. La parte principal de la escuadra, con 70.000 marinos, estaba fondeada en aguas de Finlandia; había, además, en ésta un cuerpo de artillería, y en las fábricas y en el puerto de Helsingfors trabajaban hasta 10.000 obreros rusos. Estos hombres eran un puño imponente de la revolución. La presión de los marinos y los soldados era tan irresistible, que incluso el Comité de Helsingfors de los socialrevolucionarios se había pronunciado contra la coalición, como resultado de lo cual todos los órganos soviéticos de la escuadra y del ejército en Finlandia exigieron unánimemente que el Comité Ejecutivo Central tomara en sus manos el poder. La gente del Báltico estaba dispuesta a presentarse en cualquier momento en la desembocadura del Nevá para sostener sus reivindicaciones. Les contenía, sin embargo, el miedo a debilitar la línea de defensa marítima y facilitar el ataque de la flota alemana contra Kronstadt y Petrogrado. Pero ocurrió algo completamente imprevisto. El Comité Central de la Flota del Báltico —el llamado Tsentrobalt— convocó el 4 de julio una reunión extraordinaria de los Comités de buque, en la que el presidente, Dibenko, dio lectura a dos órdenes secretas, firmadas por el adjunto del ministro de Marina, Dudariev, que el comandante de la escuadra acababa de recibir: la primera ordenaba al almirante Verderevski que mandase a Petrogrado cuatro torpederos, a fin de impedir por la fuerza el desembarque de los revoltosos de Kronstadt; la segunda exigía del comandante de la escuadra que no consintiera de ningún modo la salida de buques de Helsingfors para Kronstadt, no deteniéndose, si necesario era, ni ante el hundimiento, por medio de los submarinos de los buques rebeldes. El almirante, que se hallaba entre dos fuegos, y preocupado, sobre todo, de la salvación de su propia cabeza, se apresuró a transmitir el telegrama al Tsentrobalt, declarando que no cumplida la orden aunque dicho Tsentrobalt estampara su sello en la misma. La lectura de los telegramas produjo gran impresión entre los marinos. Es verdad que éstos llenaban despiadadamente de improperios por cualquier motivo a Kerenski y a los conciliadores. Pero, a sus ojos, no se trataba más que de una lucha intestina en el Soviet. ¿Acaso la mayoría del Comité Ejecutivo no pertenecía a los mismos partidos que la del Comité regional de Finlandia, que recientemente había votado por la entrega del poder a los soviets? Era evidente que ni los mencheviques ni los socialrevolucionarios podían aprobar el hundimiento de los buques que votaran por el traspaso del poder al Comité Ejecutivo.

¿Cómo era posible que el antiguo oficial de Marina Dudariev se inmiscuyera en la disputa familiar soviética para convertirla en un combate naval? Todavía ayer mismo los grandes buques eran oficialmente considerados como el punto de apoyo de la revolución, a diferencia de los retardatarios torpederos y los submarinos, a los que apenas si había llegado la propaganda. ¿Era posible que ahora el gobierno se dispusiera seriamente a echar a pique los buques con auxilio de los submarinos?

Estos hechos no podían caber de ningún modo en las cabezas obstinadas de los marinos. Sin embargo, la orden que, no sin fundamento, les parecía una pesadilla, era un fruto legítimo, aparecido en julio, de la simiente de marzo. Ya desde abril los mencheviques y socialrevolucionarios apelaban a provincias contra Petrogrado, a los soldados contra los obreros y a la caballería contra los regimientos de ametralladoras. En los soviets daban una representación más privilegiada a los regimientos que a las fábricas; protegían los establecimientos pequeños y dispersos contra las empresas metalúrgicas gigantescas. Representantes como eran del pasado, buscaban un punto de apoyo en el atraso, en todos sus aspectos. Al perder el terreno, lanzaban la retaguardia contra la vanguardia. La política tiene su lógica, sobre todo durante la revolución. Apretados por todas partes, los conciliadores viéronse obligados a encargar al almirante Verdenoski que echara a pique los buques más avanzados. Desgraciadamente para los conciliadores, los elementos atrasados en que querían apoyarse iban acercándose cada día más a los avanzados: la tripulación de los submarinos mostró no menos indignación que la de los acorazados ante la orden de Dudariev.

Al frente del Tsentrobalt había unos hombres cuyo espíritu no tenía nada de “hamlético”. Sin perder tiempo, adoptaron con los miembros de los Comités de buque la siguiente resolución: enviar urgentemente a Petrogrado al torpedero Orfeo, que había sido designado para echar a pique a los buques de Kronstadt, primero para informarse de lo que sucedía allí y segundo «para detener al subsecretario de Marina, Dudariev». Esta resolución podrá parecer inesperada, pero atestigua con particular evidencia hasta qué punto la gente del Báltico se inclinaba todavía a considerar a los conciliadores como a un enemigo interior, por oposición a un Dudariev cualquiera, considerado por ellos como un enemigo común. El Orfeo entró en la desembocadura del Nevá veinticuatro horas después de desembarcar allí los 10.000 hombres armados de Kronstadt. Pero «la correlación de fuerzas se había modificado». Durante todo el día no se permitió desembarcar a la tripulación. Sólo al atardecer una delegación de 67 marinos del Tsentrobalt y de la tripulación de los buques fue admitida en la reunión de ambos Ejecutivos, que estaba haciendo el primer balance de las jornadas de julio. Los vencedores se bañaban en las delicias de su reciente victoria. El ponente Voitinski describía, no sin placer, las horas de debilidad y humillación que habían pasado para hacer resaltar, todavía con más relieve, la victoria subsiguiente. «Las primeras fuerzas que vinieron en nuestro auxilio —decía— fueron los automóviles blindados. Habíamos decidido firmemente abrir el fuego en caso de violencia por parte de la banda armada... Viendo el peligro que amenazaba a la revolución, dimos a algunas unidades del frente la orden de dirigirse hacia aquí». La mayoría de esta elevada Asamblea respiraba odio contra los bolcheviques, sobre todo contra los marinos. Fue en esta atmósfera donde cayeron los delegados del Báltico provistos de la orden de detener a Dudariev. La lectura de la resolución de la escuadra del Báltico fue acogida por los vencedores con golpes furiosos sobre las mesas y un pataleo ensordecedor. ¿Detener a Dudariev? ¿Acaso el bizarro capitán hacía otra cosa que cumplir un deber sagrado para con la revolución, a la cual ellos, los marinos, los revoltosos, los contrarrevolucionarios, asestaban una puñalada trapera? La reunión de los Comités ejecutivos se solidarizó solemnemente con Dudariev mediante una resolución especial. Los marinos miraban a los oradores y se miraban entre sí con ojos en los que se reflejaba el asombro. Hasta ahora no empezaban a darse cuenta de lo que ocurría. Al día siguiente, fue detenida toda la Delegación, la cual pudo completar su educación política en la cárcel. Tras ellos fue detenido el suboficial de marina Dibenko, presidente del Tsentrobalt, que había salido a su encuentro, y luego el almirante Verderevski, llamado a la capital para que explicara su conducta.

El día 6 por la mañana los obreros se reintegraron al trabajo. En las calles sólo hacían acto de presencia las tropas traídas del frente. Los agentes del contraespionaje revisan los pasaportes y practican detenciones a diestro y siniestro. Voinov, un joven obrero que repartía el Listok Pravdi (la Hoja de la Pravda), que se publicaba en sustitución del diario bolchevique, devastado el día anterior, fue asesinado en la calle por una banda de criminales, tal vez por los mismos agentes del contraespionaje. Los elementos reaccionarios le tomaron gusto a las matanzas. En distintas partes de la ciudad proseguían los saqueos, la violencia y el tiroteo. Durante el día, llegaron una división de caballería, el regimiento de los cosacos del Don, la división de ulanos, el regimiento de Izbor, el de la Pequeña Rusia, el de dragones y otros. «El estado de espíritu de las numerosas fuerzas de cosacos llegadas —dice el periódico de Gorki— es muy agresivo». En dos sitios de la ciudad se abrió fuego de ametralladoras contra el regimiento de Izbor, recién llegado. Tanto en uno como en otros casos, se descubrieron las ametralladoras instaladas en las azoteas, pero los culpables no fueron descubiertos. En otras partes de la ciudad se disparó asimismo contra las tropas llegadas. La deliberada insensatez de aquellos disparos excitaba profundamente a los obreros. Era evidente que provocadores expertos acogían a los soldados con plomo con el fin de inyectarles, desde el primer momento, el morbo antibolchevista. Los obreros se apresuraban a explicárselo a los soldados, pero no les dejaban llegar hasta ellos; por primera vez, desde las jornadas de febrero, el junker y el oficial se interponían entre el obrero y el soldado.

Los conciliadores acogieron jubilosamente a los regimientos llegados. En la asamblea de representantes de las fuerzas militares, Voitinski, en presencia de un gran número de oficiales y de junkers, exclamó: «En estos momentos pasan por la calle Milionaya, en dirección a la plaza de Palacio, tropas y automóviles blindados para ponerse a disposición del general Polovtsiev. Ésta es nuestra fuerza real, la fuerza en que nos apoyamos». Fueron adscritos al comandante de la región militar, en calidad de tapadera política, cuatro ayudantes socialistas: Avkséntiev y Gotz, del Comité Ejecutivo; Skóbelev y Chernov, del gobierno provisional. Pero esto no salvó al comandante. Kerenski se jactaba posteriormente ante los guardias blancos de haber destituido al general Polovtsiev «por su indecisión», cuando regresó del frente durante las jornadas de julio.

Ahora se podía resolver, al fin, la cuestión tantas veces aplazada de destruir el avispero de los bolcheviques en la casa de la Kchesinskaya. En la vida social, en general y durante la revolución, en particular, adquieren, a veces, un gran relieve hechos secundarios que actúan sobre la imaginación con su sentido simbólico. Así, en la lucha contra los bolcheviques, se destacó, con una importancia desproporcionada, la «usurpación», llevada por Lenin, del palacio de la Kchesinskaya, famosa bailarina palaciega, famosa no tanto por su arte como por sus relaciones con los representantes masculinos de la dinastía de los Romanov. Su palacio era uno de los frutos de estas relaciones, iniciadas por Nicolás II, por lo visto, cuando todavía no era más que príncipe heredero. Antes de la guerra, la gente hablaba con un matiz de envidioso respeto de aquel antro de lujo, espuelas y brillantes, situado frente al Palacio de Invierno; durante la guerra, se decía con más frecuencia «robado»; los soldados expresábanse aún con más precisión. La bailarina, que se acercaba a la edad crítica, pasó a la palestra patriótica. Rodzianko, con la sinceridad que le caracteriza, dice a este propósito: «El generalísimo supremo (él gran duque Nikolai Nikolayevich) decía estar al corriente de la participación y de la influencia de la bailarina Kchesinskaya en los asuntos de artillería. Por mediación de ella recibían los pedidos las distintas casas». No tiene nada de particular que, después de la revolución, el palacio desierto de la Kchesinskaya no despertara en el pueblo sentimientos benévolos. Mientras que la revolución exigía insaciablemente locales, el gobierno no se atrevía a tocar ni un solo edificio privado. Por lo visto, la requisa de caballos de los campesinos para la guerra era una cosa y la confiscación de los palacios vacíos para la revolución otra. Pero las masas populares, menos sutiles, razonaban de otro modo.

En los primeros días de mayo, la división de reserva de los automóviles blindados, que buscaba un local conveniente, dio con el palacio de la Kchesinskaya y lo ocupó; la bailarina tenía un buen garaje. La división cedió de buena gana al Comité bolchevique de Petrogrado el piso superior del edificio. La amistad de los bolcheviques con los soldados de los automóviles blindados completaba la que mantenían con los del regimiento de ametralladoras. La ocupación del palacio, efectuada unas cuantas semanas antes de la llegada de Lenin, pasó casi inadvertida. La indignación contra los usurpadores aumentaba a medida que crecía la influencia de los bolcheviques. Los infundios de los periódicos, según los cuales Lenin se había instalado en el boudoir6 de la bailarina y todos los muebles y objetos del palacio habían sido destruidos y robados, eran simples paparruchadas. Lenin vivía en el modesto piso de su hermana, y el comandante del edificio había retirado y sellado los muebles de la bailarina. Sujánov, que visitó el palacio el día de la llegada de Lenin, ha dejado una descripción del local que no carece de interés. «El domicilio de la famosa bailarina tenía un aspecto extraño y absurdo. Los lujosos techos y paredes no armonizaban en lo más mínimo con la sobriedad de la instalación, con las mesas, las sillas y los bancos primitivos dispuestos de cualquier modo para las necesidades del trabajo. Muebles, en general, había pocos. Los de la Kchesinskaya habían sido retirados...». La prensa, guardando un prudente silencio sobre la división de automóviles blindados, señalaba a Lenin como culpable de la usurpación armada de la casa de la indefensa servidora del arte. Este tema alimentaba los artículos de fondo y los folletones. ¡Soldados y obreros sucios, entre brocados, sedas y alfombras! Todos los pisos principales de la capital se estremecían de indignación. De la misma manera que en otros tiempos los girondinos habían hecho recaer sobre los jacobinos la responsabilidad por los asesinatos de septiembre, la desaparición de colchones en los cuarteles y las prédicas de la ley agraria, ahora los kadetes y los demócratas acusaban a los bolcheviques de socavar las bases de la moral humana y de escupir plebeyamente sobre el parquet del palacio de la Kchesinskaya. De este modo, la bailarina dinástica convertíase en el símbolo de la cultura, pisoteada por las herraduras de los bárbaros. Esta apoteosis animó a la propietaria, quien presentó una denuncia ante los tribunales. Éstos decidieron desahuciar a los bolcheviques. Pero la cosa no era tan sencilla como parecía. «Los autos blindados que estaban de guardia en el patio infundían un cierto respeto», recuerda Zalevski, miembro, en aquel entonces, del Comité de Petrogrado. Además, el regimiento de ametralladoras, así como otras unidades, estaba dispuesto, en caso de necesidad, a ayudar a sus compañeros de la división de autos blindados. El 25 de mayo la mesa del Comité Ejecutivo, al deliberar sobre la queja presentada por el abogado de la bailarina, reconoció que «los intereses de la revolución exigían la sumisión a las decisiones judiciales». Sin embargo, los conciliadores se contentaron con este aforismo platónico, con harto sentimiento de la bailarina, poco inclinada al platonismo.

En el palacio seguían funcionando el Comité Central, el de Petrogrado y la Organización Militar. «En la casa de la Kchesinskaya —cuenta Raskólnikov— se apretujaba constantemente una gran masa de gente. Unos iban a resolver un asunto en una secretaría; otros, se dirigían al depósito de libros, a la redacción de la Soldatskaya Pravda (La Verdad del Soldado) a una de las reuniones. Éstas se celebraban muy a menudo, a veces de un modo ininterrumpido, ya en la espaciosa sala de abajo, ya arriba, en una habitación con una mesa larga, y que había sido, seguramente, el comedor de la bailarina». Desde el balcón del palacio, en el cual ondeaba la imponente bandera del Comité Central, los oradores hablaban continuamente al público, no sólo durante el día, sino también por la noche.

Frecuentemente, en la oscuridad profunda, llegaba al edificio un regimiento o una muchedumbre obrera y pedía que saliese un orador. Se detenían asimismo ante el balcón grupos casuales de gente ajena a todo interés político, cuya curiosidad se veía incitada por el ruido que armaban los periódicos a propósito del palacio de la Kchesinskaya. En los días críticos, se acercaban al edificio grupos hostiles pidiendo la detención de Lenin y que fuesen expulsados del local los bolcheviques. Bajo los torrentes humanos que inundaban el palacio, se percibían los latidos de la revolución. La casa de la Kchesinskaya alcanzó su apogeo durante las jornadas de julio. «El Cuartel General del movimiento —dice Miliukov— estaba, no en el palacio de Táurida, sino en la fortaleza de Lenin, en la casa de la Kchesinskaya, con su balcón clásico». El aplastamiento de la manifestación trajo fatalmente aparejado consigo el ocaso del Cuartel General de los bolcheviques.

A las tres de la madrugada fueron enviados a la casa de la Kchesinskaya y a la fortaleza de Pedro y Pablo, separadas una de otra por una faja de agua, el batallón de reserva del regimiento de Petrogrado, una sección de ametralladoras, una compañía de Semiónov, otra de Preobrajenski, un destacamento del regimiento de Volin, dos cañones y ocho automóviles blindados. A las siete de la mañana, el socialrevolucionario Kusmin, ayudante del comandante de la región, exigió que se desalojara el palacio. Los marinos de Kronstadt, de los cuales no quedaban en el palacio más que unos 120, que no deseaban entregar las armas, empezaron a pasar a la fortaleza de Pedro y Pablo. Cuando las tropas del gobierno ocuparon el palacio, en éste no había nadie, excepto algunos empleados...

Quedaba la cuestión de la fortaleza de Pedro y Pablo. Se recordará que grupos de jóvenes guardias rojos del barrio de Viborg se habían dirigido allí con el fin de ayudar a los marinos en caso de necesidad. «En los muros de la fortaleza —cuenta uno de los que participaron en los actos— se veían algunos cañones, apostados allí, por lo visto, por los marinos, por lo que pudiera suceder. Se respiraba la proximidad de acontecimientos sangrientos». Pero la cuestión se resolvió pacíficamente con ayuda de negociaciones diplomáticas. Por encargo del Comité Central, Stalin propuso a los jefes conciliadores la adopción de medidas conjuntas para liquidar de un modo incruento la acción de los marinos de Kronstadt. Él y el menchevique Bobdanov persuadieron sin gran trabajo a los marinos de que aceptaran el ultimátum formulado el día anterior por Líber. Cuando los automóviles blindados del gobierno se acercaron a la fortaleza, de las puertas de ésta salió una delegación que declaró que la guarnición se sometía al Comité Ejecutivo. Las armas entregadas por los marinos y soldados fueron recogidas en camiones. Los marinos, desarmados, regresaron en barcazas a Kronstadt. La rendición de la fortaleza puede ser considerada como el episodio final del movimiento de julio. Los motociclistas llegados del frente ocuparon la casa de la Kchesinskaya, desalojada por los bolcheviques, y la fortaleza de Pedro y Pablo, para pasarse, a su vez, al lado de estos últimos en vísperas de la Revolución de Octubre.

Historia de la Revolución Rusa Tomo II

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