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Lavr Kornílov.

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Los conciliadores acudieron de mala gana a la conferencia: hay que hacer una tentativa honrosa para llegar a un acuerdo, se decían unos a otros. Pero, ¿qué actitud adoptar con respecto a los bolcheviques? Había que impedir a toda costa que se inmiscuyeran en el diálogo de la democracia con las clases poseedoras. El Comité Ejecutivo publicó una resolución especial, privando del derecho de hacer manifestación alguna a las fracciones de los partidos, sin el consentimiento de la Mesa. Los bolcheviques decidieron leer una declaración en nombre del partido y retirarse de la conferencia. La Mesa, que seguía celosamente todos sus movimientos, exigió que renunciaran a su criminal propósito. Entonces los bolcheviques devolvieron, sin vacilar, sus tarjetas de entrada. Preparaban una respuesta más imponente: tenía la palabra el Moscú proletario.

Casi desde los primeros días de la revolución, los partidarios del orden oponían, en cada ocasión que se presentaba, el país tranquilo al Petrogrado turbulento. La convocatoria de la Asamblea Constituyente en Moscú era una de las divisas de la burguesía. El «marxista» nacional-liberal, Petrosov, maldecía a Petrogrado, que se imaginaba ser «un nuevo París». ¡Como si los girondinos no hubieran amenazado con el rayo y con el trueno al viejo París, ni le hubieran propuesto reducir su papel a 1/83! Un menchevique de provincias decía en junio en el congreso de los soviets: «Cualquier Novocherkask refleja mucho más fielmente las condiciones de la vida en toda Rusia que Petrogrado». En realidad, los conciliadores, lo mismo que la burguesía, buscaban un punto de apoyo, no en el verdadero estado de espíritu del «país», sino en la ilusión consoladora que se habían creado ellos mismos. Ahora, cuando se iba a tomar el pulso político en Moscú, a los organizadores de la conferencia les esperaba un cruel desengaño.

Las asambleas contrarrevolucionarias que se sucedieron en los primeros días de agosto, empezando por el congreso de los terratenientes y terminando por el Concilio eclesiástico, no sólo movilizaron a los círculos poseedores de Moscú, sino que pusieron asimismo en pie a los obreros y soldados. Las amenazas de Riabuschinski, las exhortaciones de Rodzianko, la fraternización de los kadetes con los generales cosacos, todo ello tenía lugar a la vista de las masas de Moscú, todo ello era utilizado por los agitadores bolchevistas, siguiendo las huellas frescas de las informaciones periodísticas. El peligro de la contrarrevolución tomaba de esta vez formas tangibles, personales incluso. Una ola de indignación recorrió fábricas y talleres. «Si los soviets son impotentes —decía el periódico de los bolcheviques de Moscú—, el proletariado debe estrechar sus filas en torno a sus organizaciones vitales». Poníanse en primer lugar los sindicatos, que se hallaban ya en su mayoría dirigidos por los bolcheviques. El estado de espíritu en las fábricas era tan hostil a la Conferencia Nacional, que la idea de huelga general, propugnada desde abajo, fue aceptada sin resistencia casi en la asamblea de los representantes de todas las células de la organización moscovita de los bolcheviques. Los sindicatos recogieron la iniciativa. El Soviet de Moscú se pronunció contra la huelga, por 364 votos contra 304. Pero como en las reuniones de fracción los obreros mencheviques y socialrevolucionarios votaron por la huelga y no hicieron otra cosa que someterse a la disciplina de partido, la decisión del Soviet, cuya renovación no se había efectuado desde hacía mucho tiempo, y que además había sido tomada contra la voluntad de su mayoría real, no podía contener a los obreros de Moscú. Una asamblea de los comités de 41 sindicatos decidió invitar a los obreros a una huelga de protesta de 24 horas. Los soviets de barrio se pusieron en su mayoría al lado del partido y de los sindicatos. Las fábricas exigieron inmediatamente la renovación del Soviet, el cual, no sólo se hallaba rezagado respecto de las masas, sino que adoptaba una actitud francamente antagónica a la de estas últimas. En el Soviet del barrio de Zamoskvorrech, reunido con los comités de fábrica, la demanda de que fueran sustituidos por otros los diputados que habían obrado «contra la voluntad de la clase obrera», recogió 175 votos contra 4 y 19 abstenciones.

Sin embargo, la noche que precedió a la huelga, lo fue de inquietud para los bolcheviques de Moscú. El país seguía el mismo camino que Petrogrado, pero con retraso. La manifestación de julio había fracasado en Moscú: la mayoría, no sólo de la guarnición, sino también de los obreros, no se había atrevido a salir a la calle, contra el parecer del Soviet. ¿Qué sucedería ahora? La mañana trajo la respuesta. La oposición de los conciliadores no impidió que la huelga fuera una poderosa manifestación de hostilidad a la coalición y al gobierno. Dos días antes, el periódico de los industriales de Moscú decía con todo aplomo: «Que el gobierno de Petrogrado venga pronto a Moscú, que oiga la voz de los santuarios, de las campanas de las sagradas torres del Kremlin». Hoy, la voz de los santuarios ha quedado sofocada por la calma anunciadora de la tormenta.

Piatnitski, miembro del comité moscovita de los bolcheviques, escribía más tarde: «La huelga fue algo magnífico. No había luz ni tranvías, no trabajaban las fábricas, los talleres y depósitos ferroviarios. Hasta los camareros de los restaurantes fueron a la huelga». Miliukov añadió una nota de color a este cuadro: «Los delegados a la conferencia no pudieron tomar el tranvía ni almorzar en el restaurante». Esto les permitió, según reconoce el historiador liberal, apreciar mejor la fuerza de los bolcheviques, que no habían sido admitidos a la conferencia. Las Izvestia del Soviet de Moscú consignaban de un modo contundente la importancia de la manifestación del 12 de agosto: «A pesar de la resolución de los soviets, las masas han seguido a los bolcheviques». 400.000 obreros fueron a la huelga en Moscú y sus alrededores, respondiendo al llamamiento del partido, el cual recibía golpe tras golpe desde hacía cinco semanas, y cuyos caudillos se refugiaban aún en la clandestinidad o se hallaban en la cárcel. El nuevo órgano del partido en Petrogrado, El Proletario, pudo, antes de ser suspendido, formular la siguiente pregunta a los conciliadores: «De Petrogrado habéis ido a Moscú; pero de Moscú, ¿adónde iréis?».

Los propios amos de la situación debían hacerse esta misma pregunta. En Kiev, Kostroma, Tsaritsin, habían tenido lugar huelgas de protesta, generales o parciales, de 24 horas. La agitación se extendió por todo el país. Por doquier, en los sitios más recónditos, los bolcheviques advertían que la Conferencia Nacional tenía el «carácter evidente de un complot contrarrevolucionario». A finales de agosto, el contenido de esta fórmula se manifestó en toda su integridad a los ojos del pueblo.

Los delegados a la conferencia, lo mismo que el Moscú burgués, esperaban una acción de las masas con armas, colisiones, combates; unas «jornadas de agosto». Pero la salida de los obreros a la calle hubiera significado dar gusto a los Caballeros de San Jorge, a las bandas de oficiales, a los kadetes de las academias militares, a algunos regimientos de Caballería que ardían en deseos de tomarse el desquite de la huelga. Echar la guarnición a la calle hubiera significado producir la escisión en la misma y facilitar la obra de la contrarrevolución, la cual esperaba con el gatillo levantado. El partido no invitó a salir a la calle, y los propios obreros, guiados por un instinto certero, evitaron el choque. La huelga de veinticuatro horas era lo que mejor respondía a la situación: era imposible ocultarla, como se había hecho en la Conferencia con la declaración de los bolcheviques. Cuando la ciudad se hundió en las tinieblas, toda Rusia vio la mano bolchevista en el interruptor. ¡No, Petrogrado no estaba aislado! «En Moscú, en cuya humildad y en cuyo carácter patriarcal cifraban muchos sus esperanzas, los barrios obreros mostraron inesperadamente los dientes». Así fue como definió Sujánov la significación de ese día. La conferencia de coalición, si bien celebró sus sesiones con la ausencia de los bolcheviques, se vio obligada a reunirse bajo el signo de la revolución proletaria, mostrando sus dientes.

Los moscovitas decían, bromeando, que Kerenski había ido a Moscú para ser «coronado». Pero al día siguiente llegó del Cuartel General con el mismo fin Kornílov, el cual fue recibido por numerosas delegaciones, entre ellas las del Concilio eclesiástico. Al llegar el tren, saltaron de éste al andén los tekintsi, con sus túnicas rojas y los sables desenvainados, y formaron en dos filas. Las damas, entusiasmadas, arrojaban flores al héroe, por entre los centinelas y delegados. El kadete Rodichev terminó su discurso de bienvenida con la siguiente exclamación: «¡Salve usted a Rusia, y el pueblo, agradecido, le coronará!». Resonaron exclamaciones patrióticas. Morosova, una comerciante millonaria, cayó de hinojos. Los oficiales se llevaron en hombros a Kornílov. Al mismo tiempo que el generalísimo pasaba revista a los Caballeros de San Jorge, a la escuela de abanderados, a las centurias de cosacos, formados en la plaza de la estación, Kerenski, como ministro de la Guerra y rival de Kornílov, pasaba revista a la parada de las tropas de la guarnición de Moscú. Desde la estación, Kornílov, siguiendo el trayecto habitual de los zares, se dirigió hacia la imagen de la Virgen de Iberia, donde se celebró un Tedéum en presencia de una escolta de musulmanes —tekintsi—, envueltos en capas gigantescas. «Esta circunstancia —dice el oficial de cosacos Grekov— conquistó aún más a Kornílov las simpatías de todo el Moscú creyente». Entretanto, la contrarrevolución procuraba conquistar la calle. Circulaban automóviles por la ciudad, arrojando al público copiosamente la biografía de Kornílov, con su retrato. Las paredes estaban llenas de carteles que exhortaban al pueblo a ayudar al héroe. Como representante del poder de los poseedores, Kornílov recibía en su vagón a políticos, industriales y financieros. Los representantes de los Bancos le hicieron un informe sobre la situación financiera del país. «De todos los miembros de la Duma —dice el octubrista Schidlovski— sólo fue a ver a Kornílov en su vagón Miliukov, el cual sostuvo una conversación, cuyo contenido desconozco, con el general». Posteriormente, Miliukov nos ha referido, a propósito de esta conversación, lo que ha considerado necesario contar.

Con todo esto, la preparación del golpe de Estado militar se hallaba ya en su apogeo. Unos días antes de la Conferencia, Kornílov dio orden, so pretexto de llevar auxilio a Riga, para que se prepararan cuatro divisiones de caballería para mandarlas sobre Petrogrado. El regimiento de cosacos de Orenburg fue enviado por el Cuartel General a Moscú «para mantener el orden»; pero, por disposición de Kerenski, se quedó en el camino. En sus declaraciones ante la comisión investigadora de la aventura de Kornílov, Kerenski dijo: «Teníamos noticias de que, durante la Conferencia de Moscú, se proclamaría la dictadura». Por tanto, en los días solemnes de la unidad nacional, el ministro de la Guerra y el generalísimo del ejército se dedicaban a hacer desplazamientos estratégicos de fuerzas del uno contra el otro. Pero, en lo posible, se observaba el decoro. Las relaciones entre los dos campos oscilaban entre las promesas de fidelidad, oficialmente amistosas, y la guerra civil.

En Petrogrado, a pesar de la continencia de las masas —no había sido en balde la experiencia de julio—, desde arriba, desde los Estados Mayores y las redacciones, se difundían, con furiosa insistencia, rumores sobre un inminente alzamiento de los bolcheviques. Las organizaciones petrogradenses del partido lanzaron un manifiesto poniendo en guardia a las masas contra las posibles provocaciones de los enemigos. Entre tanto, el Soviet de Moscú tomaba sus medidas. Se constituyó un comité revolucionario secreto, compuesto de seis miembros, a razón de dos delegados por cada uno de los partidos soviéticos, los bolcheviques inclusive. Se dio la orden secreta de que los Caballeros de San Jorge, los oficiales y kadetes, no cubrieran la carrera en el trayecto que debía seguir Kornílov. A los bolcheviques, a los que había sido cerrado oficialmente el acceso a los cuarteles desde las jornadas de julio, se les daban ahora de buena gana los salvoconductos necesarios: sin los bolcheviques, no era posible contar con los soldados. Mientras en la escena pública los mencheviques y los socialrevolucionarios sostenían negociaciones con la burguesía, en torno a la creación de un poder fuerte contra las masas dirigidas por los bolcheviques, entre bastidores, esos mismos mencheviques y socialrevolucionarios preparaban a las masas, junto con los bolcheviques, que no habían sido admitidos por ellos en la Conferencia, para la lucha contra el complot de la burguesía. Los conciliadores que, no más lejos que la víspera, se oponían a la huelga demostrativa, incitaban ahora a los obreros y soldados a prepararse para la lucha. La despectiva indignación de las masas no les impedía responder al llamamiento con un espíritu combativo que asustaba más que regocijaba a los conciliadores. Esta escandalosa duplicidad, que tomaba el carácter de perfidia declarada respecto de los dos bandos, habría sido incomprensible si los conciliadores hubieran seguido practicando conscientemente su política: en realidad, no hacían más que sufrir las consecuencias de esa misma política.

Hacía tiempo ya que se respiraba en el ambiente la proximidad de grandes acontecimientos. Pero, por las trazas, nadie preparaba el golpe de Estado para los días de la Conferencia. En todo caso, ni en los documentos, ni en las publicaciones de los conciliadores, ni en las memorias del ala derecha, se confirman los rumores a que posteriormente ha aludido Kerenski. De momento, no se trataba más que de la preparación. Según Miliukov —y su declaración coincide con el desarrollo ulterior de los acontecimientos—, el propio Kornílov había señalado ya, antes de la Conferencia, la fecha para «dar el golpe»: el 27 de agosto. Esta fecha, ni que decir tiene, era conocida sólo de unos cuantos. Como ocurre siempre en esos casos, los semiiniciados adelantaban el día del gran acontecimiento, y los rumores que circulaban por todas partes llegaban a las alturas: parecía que el golpe iba a descargarse de un momento a otro.

Pero precisamente el estado de agitación de los círculos y de la oficialidad, era lo que podía conducir en Moscú, si no a una tentativa de golpe de Estado, sí a manifestaciones contrarrevolucionarias encaminadas a probar las fuerzas. Más verosímil aún era la tentativa de formar en la Conferencia un centro de salvación de la patria, que compitiera con los soviets: la prensa de la derecha hablaba de esto abiertamente. Pero tampoco llegaron hasta ahí las cosas: las masas lo impidieron. Si a alguien se le había ocurrido precipitar el momento de las acciones decisivas, la huelga le haría decir: no es posible coger desprevenida a la revolución: los obreros y soldados están alertas, hay que aplazar la cosa. Hasta las procesiones a la Virgen de Iberia, proyectadas por los curas y los liberales, de acuerdo con Kornílov, fueron suspendidas.

Tan pronto se puso de manifiesto que no había ningún peligro inmediato, los socialrevolucionarios y mencheviques se apresuraron a hacer ver que no había ocurrido nada. Incluso se negaron a renovar a los bolcheviques los salvoconductos para entrar en los cuarteles, a pesar de que en éstos seguía pidiéndose con insistencia que se les mandaran oradores bolcheviques. «El moro ha hecho su obra», debían decirse con aire astuto Tsereteli, Dan y Jinchuk, que en aquel entonces era presidente del Soviet de Moscú. Pero los bolcheviques no se disponían, ni mucho menos, a desempeñar el papel de moro. No hacían más que prepararse para realizar su obra.

Toda sociedad de clases necesita de una voluntad gubernamental única. La dualidad de poderes es, por esencia, un régimen de crisis social: al mismo tiempo que señalar el punto álgido al que ha llegado la escisión en el país, contiene potencial o abiertamente la guerra civil. Nadie quería ya el poder dual. Por el contrario, todo el mundo ansiaba el poder fuerte, unánime, «férreo». Se habían otorgado atribuciones ilimitadas al gobierno de Kerenski, creado en julio. El propósito consistía en colocar, de mutuo acuerdo, un poder «verdadero», por encima de la democracia y de la burguesía, que se paralizaban mutuamente. La idea de un árbitro de los destinos que se eleve por encima de las distintas clases, no es otra cosa que la idea del bonapartismo.

Si se clavan simétricamente dos tenedores en un tapón de corcho, éste, aunque con oscilaciones pronunciadas hacia uno y otro lado, se sostendrá aunque sea sobre la cabeza de un alfiler: éste es el modelo mecánico del superárbitro bonapartista. El grado de solidez de un poder tal, si se hace abstracción de las condiciones internacionales, queda determinado por la consistencia del equilibrio de las clases antagónicas en el interior del país. A mediados de mayo, Trotsky definió a Kerenski, en la reunión del Soviet de Petersburgo, como «el punto matemático del bonapartismo ruso». La incorporeidad de esta característica muestra que no se trataba de la persona, sino de la función. Como sabemos, a principios de junio, todos los ministros, por indicación de sus respectivos partidos, presentaron la dimisión, otorgando a Kerenski la facultad de constituir un nuevo gobierno. El 21 de julio se repitió este experimento en una forma más demostrativa. Los contrincantes imploraban el auxilio de Kerenski; cada uno de ellos veía en él una parte de sí mismo; ambos le juraban fidelidad. Trotsky escribía desde la cárcel: «El Soviet, dirigido por unos políticos que lo temen todo, no se atrevió a asumir el poder. El partido kadete, representante de todos los grupos de defensores de la propiedad aún no podía asumirlo. No quedaba más recurso que buscar un gran conciliador, un intermediario, un árbitro».

En el manifiesto dirigido al pueblo por Kerenski, éste, hablando en primera persona, decía: «Yo, como jefe del gobierno..., no me considero con derecho a detenerme ante la circunstancia de que las modificaciones (en la estructura del poder) acrecienten mi responsabilidad, por lo que a la dirección suprema del país se refiere». Es ésta la fraseología sin aliños del bonapartismo. Y, sin embargo, a pesar del sostén de la derecha y de la izquierda, las cosas no fueron más allá de la fraseología. ¿Por qué?

Para que el pequeño corso pudiera levantarse por encima de la joven nación burguesa, era preciso que la revolución hubiera cumplido previamente su misión fundamental: que se diera la tierra a los campesinos y que se formara un ejército victorioso sobre la nueva base social. En el siglo XVIII, la revolución no podía ir más allá: lo único que podía hacer era retroceder. En este retroceso se venían abajo, sin embargo, sus conquistas fundamentales. Pero había que conservarlas a toda costa. El antagonismo, cada día más hondo, pero sin madurar todavía, entre la burguesía y el proletariado, mantenía en un estado de extrema tensión a un país sacudido hasta los cimientos. En estas condiciones, precisábase un «juez nacional». Napoleón dio al gran burgués la posibilidad de reunir pingües beneficios, garantizó a los campesinos sus parcelas, dio la posibilidad a los hijos de los campesinos y a los desheredados de robar en la guerra. El juez tenía el sable en la mano y desempeñaba personalmente la misión del alguacil. El bonapartismo del primer Bonaparte estaba sólidamente fundamentado.

El levantamiento de 1848 no dio ni podía dar la tierra a los campesinos: se trataba no de una gran revolución que venía a reemplazar a un régimen con otro, signo de una transformación política sobre la base del mismo régimen social. Napoleón III no tenía tras de sí un ejército victorioso. Los dos elementos principales del bonapartismo clásico no existían, pero había otras condiciones favorables no menos eficaces. El proletariado, que en medio siglo había crecido, mostró en junio su fuerza amenazadora; sin embargo, resultó aún incapaz de tomar el poder. La burguesía temía al proletariado y su victoria sangrienta sobre él. El campesino propietario se asustó de la insurrección de junio, y quería que el Estado le protegiera contra los que podían llevar a cabo el reparto. Por último, la gran prosperidad industrial que, con pequeñas interrupciones, duraba desde hacía dos décadas, abría a la burguesía fuentes de enriquecimiento inauditas. Estas condiciones resultaron suficientes para el bonapartismo epigónico.

En la política de Bismarck, que se elevaba a sí mismo «por encima de las clases», había, como se ha indicado más de una vez, elementos indudables de bonapartismo, aunque bajo la cubierta del legitimismo. La consistencia del régimen de Bismarck se hallaba garantizada por el hecho de que, surgido después, de una revolución impotente, realizaba, en su totalidad o a medias, un objetivo nacional tan magno como la unidad alemana, había llevado a cabo tres guerras victoriosas, aportaba el producto de contribuciones onerosas y un poderoso florecimiento capitalista. Con esto había bastante para decenas de años.

La desdicha de los candidatos rusos al papel de Bonaparte no consistía, ni mucho menos, en que aquéllos no se parecieran, no ya al primer Napoleón, pero ni siquiera a Bismarck (la historia sabe servirse de los sucedáneos), sino en que tenían frente a sí una gran revolución que aún no había cumplido sus fines ni agotado sus fuerzas. Al campesino, que no había obtenido aún la tierra, la burguesía le obligaba a ir a la guerra, para defender la tierra de los grandes propietarios. La guerra no daba más que derrotas. De prosperidad industrial no podía hablarse siquiera; lejos de ello, cada vez era mayor la ruina. Si el proletariado retrocedía, era solamente para apretar más sus filas. Los campesinos no habían hecho más que iniciar su último ataque contra los señores. Las nacionalidades oprimidas pasaban a la ofensiva contra el despotismo rusificador. El ejército, que anhelaba la paz, iba acercándose cada vez más estrechamente a los obreros y a sus partidos. Abajo se cohesionaban las fuerzas; arriba se relajaban. No había equilibrio. La revolución estaba llena de vida. No tiene nada de particular que el bonapartismo se manifestara endeble.

Marx y Engels comparaban el papel del régimen bonapartista en la lucha entre la burguesía y el proletariado, con el papel de la monarquía absoluta antigua en la lucha entre los feudales y la burguesía. Los rasgos de analogía son indudables, pero desaparecen precisamente cuando se manifiesta el contenido social del poder. El papel de árbitro entre los elementos de la vieja y de la nueva sociedad era posible, en un cierto período, en cuanto ambos regímenes de explotación tenían necesidad de defenderse contra los explotados. Pero ya entre los feudales y los siervos campesinos no podía haber un intermediario «imparcial». Al conciliar los intereses de la gran propiedad agraria con el joven capitalismo, la autocracia zarista obraba, respecto de los campesinos, no como un intermediario, sino como un apoderado de las clases explotadoras.

El bonapartismo no era tampoco un juez arbitral entre el proletariado y la burguesía: en realidad, era el poder más concentrado de la burguesía sobre el proletariado. El Bonaparte de turno, al poner sus botas sobre las espaldas de la nación, no puede dejar de llevar a cabo una política de protección de la propiedad, de la renta, de los beneficios. Las particularidades del régimen no van más allá de los procedimientos de protección. El guardia no está en la puerta, sino en el tejado de la casa; pero la función es la misma. La independencia del bonapartismo es, en un grado extraordinario, exterior, demostrativa, decorativa: su símbolo es el manto imperial.

Bismarck, al mismo tiempo que explotaba hábilmente el miedo del burgués ante los obreros, era invariablemente en todas sus formas políticas y sociales el representante de las clases poseedoras, a las que nunca traicionó. Pero la presión creciente del proletariado le permitía, indudablemente, elevarse por encima de los junkers y de los capitalistas, en calidad de sólido árbitro burocrático: en esto consistía su función.

El régimen soviético permite una independencia considerable del poder con respecto al proletariado y a los campesinos: por consiguiente, la «mediación» entre ellos, por cuanto los intereses de los mismos, aunque originen roces y conflictos, no son, sin embargo, irreconciliables en su base. Pero no sería fácil encontrar un árbitro «imparcial» entre el Estado soviético y la burguesía, por lo menos en la esfera de los intereses fundamentales de ambas partes. Lo que impide a la Unión Soviética adherirse a la Sociedad de Naciones en la palestra internacional son las mismas causas sociales que en el marco nacional excluyen la posibilidad de «imparcialidad» real, no decorativa, del poder en la lucha entre la burguesía y el proletariado.

El kerenskismo carecía de la fuerza del bonapartismo, pero tenía todos sus vicios. Si se elevaba por encima de la nación, era para desmoralizarla con su propia impotencia. Si verbalmente los jefes de la burguesía y de la democracia prometían «obedecer» a Kerenski, en la práctica, el árbitro todopoderoso obedecía a Miliukov y, sobre todo, a sir Buchanan. Kerenski continuó la guerra imperialista, defendió la propiedad de los grandes terratenientes contra todo atentado, aplazó las reformas sociales hasta mejores tiempos. Si su gobierno era débil, ello obedecía a las mismas causas por las que la burguesía no podía poner en el poder a sus hombres. Sin embargo, a pesar de toda insignificancia del «gobierno de salvación», su carácter conservador capitalista crecía, paralelamente con el acrecentamiento de su «independencia».

El hecho de que comprendieran que el régimen de Kerenski era una forma de dominación burguesa inevitable para aquel período, no excluía, por parte de los políticos burgueses, ni un descontento extremo con respecto a Kerenski, ni su decisión de librarse de él lo más pronto posible. Entre las clases poseedoras no había divergencias, por lo que se refería a la necesidad de oponer una figura del propio medio al árbitro nacional propugnado por la democracia pequeñoburguesa. ¿Por qué precisamente Kornílov, y no otro? El candidato a Bonaparte debía responder al carácter de la burguesía rusa, rezagada, divorciada del pueblo, decadente, inepta. En el ejército, que casi no conocía más que derrotas humillantes, no era fácil encontrar un general popular. Si apareció Kornílov, fue mediante la exclusión de los candidatos restantes, aún más inservibles.

Los conciliadores y los liberales no podían unirse seriamente en una coalición ni coincidir en un candidato a salvador de la patria: se lo impedían los fines no realizados de la revolución. Los liberales no tenían confianza en los demócratas. Los demócratas no tenían confianza en los liberales. Kerenski, verdad es, abría sus brazos a la burguesía; pero Kornílov daba a entender de un modo inequívoco que aprovecharía la primera ocasión para retorcer el pescuezo a la democracia. El choque entre Kornílov y Kerenski, que se desprendía inexorablemente de todos los acontecimientos precedentes, era la traducción de las contradicciones del poder dual al lenguaje de la ambición personal.

De la misma manera que en el seno del proletariado petrogradés y de la guarnición se había formado a principios de junio un flanco impaciente, descontento de la política excesivamente prudente de los bolcheviques, entre las clases poseedoras se acumuló a principios de agosto una actitud de impaciencia ante la política expectativa de los dirigentes kadetes. Este estado de espíritu halló su expresión, por ejemplo, en el congreso kadete, en el que resonaron voces en favor del derrumbamiento de Kerenski. La impaciencia política se manifestó de un modo más acentuado fuera de las filas del partido kadete, en los Estados Mayores —donde se vivía con el miedo constante a los soldados—, en los bancos, que se ahogaban en las olas de la inflación; en las haciendas señoriales, donde los tejados ardían sobre las cabezas de la nobleza. «¡Viva Kornílov!» se convirtió en la consigna de la esperanza, de la desesperación, de la sed de venganza.

Kerenski, si bien estaba conforme en un todo con el programa de Kornílov, discutía únicamente los plazos: «No se debe hacer todo de una vez». Miliukov, que reconocía la necesidad de separarse de Kerenski, objetaba a los impacientes: «Ahora, todavía es pronto». De la misma manera que de la explosión de las masas de Petrogrado surgió la semiinsurrección de julio, de la impaciencia de los propietarios surgió la sublevación de Kornílov, en agosto. Y de igual suerte que los bolcheviques se vieron precisados a colocarse en el terreno de la manifestación armada para garantizar su éxito, si era posible, y preservarla en todo caso del desastre, los kadetes se vieron obligados, con los mismos fines, a colocarse en el terreno de la sublevación de Kornílov. En estos límites se observa una sorprendente simetría. Pero, en el marco de esta simetría, los fines, los métodos y los resultados son completamente opuestos. La marcha de los acontecimientos nos mostrará esta oposición en toda su amplitud.

Historia de la Revolución Rusa Tomo II

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