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Capítulo XXIX Kerenski y Kornílov

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Se ha escrito no poco sobre el tema de que las sucesivas calamidades e incluso el advenimiento de los bolcheviques se hubieran evitado de haberse hallado al frente del gobierno, en vez de Kerenski, un hombre de pensamiento claro y carácter firme. Es indiscutible que a Kerenski le faltaba lo uno y lo otro. Pero, ¿por qué determinadas clases sociales se vieron obligadas a levantar sobre sus espaldas precisamente a Kerenski?

Como para remozar la memoria histórica, los acontecimientos españoles han venido a mostrarnos nuevamente cómo en los primeros momentos la revolución, borrando las demarcaciones políticas habituales, lo envuelve todo en una niebla rosada. En esta etapa, hasta sus enemigos se esfuerzan en teñirse de su color; en este mimetismo se expresa la tendencia semiinstintiva de las clases conservadoras a adaptarse a las transformaciones que les amenazan, con miras a sufrir lo menos posible las consecuencias de esas mismas transformaciones. La solidaridad de la nación, basada en unas cuantas frases hueras, convierte la tendencia conciliadora en una función política necesaria. En esa fase, los idealistas pequeñoburgueses, que se elevan por encima de las clases, piensan con frases de cajón, no saben lo que quieren y desean que todo el mundo vaya bien: son los únicos caudillos posibles de la mayoría. Si Kerenski hubiera tenido un pensamiento claro y una voluntad firme, habría resultado completamente inservible para desempeñar su papel histórico. Esto no es una apreciación retrospectiva. En el momento en que los acontecimientos se hallaban en su apogeo, los bolcheviques lo estimaban ya así. «Defensor de los procesos políticos, socialrevolucionario que se hallaba al frente de los trudoviki, radical sin ninguna escuela socialista, Kerenski era el que mejor reflejaba la primera época de la revolución, su incoherencia “nacional”, el idealismo inflamado de sus esperanzas y anhelos». Así escribía, a propósito de Kerenski, el autor de estas líneas, hallándose en la cárcel, después de las jornadas de julio. «Kerenski hablaba de la tierra y de la libertad, del orden, de la paz de los pueblos, de la defensa de la patria, del heroísmo de Liebknecht; decía que la revolución rusa había de asombrar al mundo con su generosidad, y al decir esto agitaba su pañuelo de seda. El ciudadano neutral, que empezaba apenas a despertar, escuchaba con entusiasmo estos discursos y le parecía que era él mismo quien hablaba desde la tribuna. El ejército acogió a Kerenski como a quien venía a librarle de Guchkov. Los campesinos habían oído hablar de él como de un trudovik, es decir, un diputado de los suyos. A los liberales les atraía la moderación extremada de sus ideas, envuelta en el radicalismo indefinido de sus frases».

Pero el período en que todo el mundo se abrazaba no duró mucho tiempo. La lucha de clases decrece en los comienzos de la revolución únicamente para resucitar luego bajo la forma de guerra civil. La causa del inevitable fracaso de la izquierda conciliadora radicaba ya en sus mismos progresos, rápidos y fabulosos. El periodista oficioso francés, Claude Anet, atribuía la rapidez con que Kerenski perdió su popularidad al hecho de que la falta de tacto impulsara al político socialista a actos «que armonizaban poco» con su papel. «Frecuenta los palcos imperiales, vive en el Palacio de Invierno o en el de Tsárskoye Seló. Se acuesta en la cama de los emperadores rusos. Un exceso de vanidad y, encima, demasiado ostensible: esto choca en un país que es el más sencillo del mundo». Tanto en las cosas grandes como en las pequeñas, el tacto presupone comprender la situación y el lugar que se ocupa en la misma. Esto es lo que le faltaba completamente a Kerenski. Elevado a las alturas por la crédula confianza de las masas, no tenía nada de común con ellas, no las comprendía y no se interesaba en lo más mínimo por saber cuál era la actitud de esas masas ante la revolución y las conclusiones que sacaban de la misma. Las masas exigían de él actos audaces, y él exigía de las masas que no opusieran obstáculos a su generosidad y a su elocuencia. Mientras Kerenski hacía una visita teatral a la familia del zar, detenida, los soldados de centinela en palacio decían al comandante: «Nosotros dormimos en camastros, la comida que nos dan es mala; en cambio, Nicolás, a pesar de ser un prisionero, echa a la basura la carne sobrante». Estas palabras no eran «generosas», pero expresaban el sentir de los soldados.

El pueblo, que había roto las cadenas seculares, rebasaba a cada instante el límite que le señalaban sus ilustrados jefes. A propósito de esto, decía Kerenski a finales de abril: «¿Es posible que el libre país ruso no sea más que un país de esclavos en rebeldía?... Siento no haber muerto hace dos meses: entonces me habría llevado a la tumba un gran sueño», etcétera. Gracias a esta retórica adocenada contaba con influir sobre los obreros, soldados, marinos y campesinos. El almirante Kolchak relataba posteriormente ante el tribunal soviético que el ministro de la Guerra radical había recorrido en mayo los buques de la flota del Mar Negro, con el fin de reconciliar a los marinos con los oficiales. Después de cada discurso el orador se imaginaba haber conseguido el objeto que perseguía: «¿Lo ve usted, almirante? Todo está arreglado». Pero no se había arreglado nada. El desmoronamiento de la escuadra no hacía más que empezar.


Historia de la Revolución Rusa Tomo II

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