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Capítulo XXVI ¿Podían los bolcheviques tomar el poder en julio?
ОглавлениеLa magnitud de la manifestación prohibida por el Comité Ejecutivo era enorme; el segundo día participaron en la misma no menos de 500.000 personas. Sujánov, que no encuentra bastantes palabras con que calificar las jornadas «sangrientas e ignominiosas» de julio, dice sin embargo: «Si se prescinde de los resultados políticos, hay que reconocer que era imposible contemplar sin embeleso aquel admirable movimiento de las masas populares. Era imposible, aun considerándolo ruinoso, dejar de entusiasmarse ante sus gigantescas proporciones». Según los cálculos de la Comisión Investigadora hubo 29 muertos y 114 heridos, distribuidos aproximadamente por partes iguales entre los dos bandos.
En los primeros momentos, los conciliadores reconocían todavía que el movimiento había surgido desde abajo, sin intervención de los bolcheviques y hasta cierto punto contra su voluntad. Pero ya en la noche del 3 de julio, y sobre todo el día siguiente, la apreciación oficial se modifica. El movimiento es calificado de insurrección y se presenta a los bolcheviques como organizadores de ésta. «Bajo la divisa de “Todo el poder a los soviets” —decía posteriormente Stankievich, afín a Kerenski— se desarrolló una verdadera insurrección de los bolcheviques contra la mayoría de los soviets de aquel entonces, formada por los partidos adeptos de la defensa nacional». La acusación de insurrección no era sólo un procedimiento de lucha política: esa gente había podido persuadirse con creces en el mes de julio de la fuerza de la influencia de los bolcheviques entre las masas, y ahora no se resignaba sencillamente a creer que el movimiento de los obreros y soldados hubiera podido desbordar a los bolcheviques. En la reunión del Comité Ejecutivo, Trotsky intentó aclarar la situación: «Se nos acusa de haber creado el estado de espíritu de masas; no es cierto; lo único que nosotros hacemos es intentar formularlo». En los libros publicados por los adversarios después de la Revolución de Octubre y, en particular, en el de Sujánov, se puede tropezar con la afirmación de que los bolcheviques sólo ocultaron los verdaderos fines que perseguían después de derrotada la insurrección de Julio, escudándose en el movimiento espontáneo de las masas. Pero ¿es que puede ocultarse, como si fuera un tesoro, un plan de levantamiento llamado a arrastrar en su torbellino a centenares de miles de hombres? ¿Acaso en vísperas de Octubre los bolcheviques no se vieron obligados a incitar abiertamente a la insurrección y prepararse para la misma a los ojos de todo el mundo? Si en julio nadie descubrió ese plan fue sencillamente porque no existía. La entrada de los soldados de ametralladoras y de la gente de Kronstadt en la fortaleza de Pedro y Pablo, con el consentimiento de la guarnición permanente de la misma —los conciliadores insistían especialmente en este acto de «violencia»— no era, ni mucho menos, un acto de insurrección. El edificio situado en la isla y que tenía más de cárcel que de posición militar, podía acaso servir de refugio para los que se retiraran, pero no ofrecía ventaja alguna a los atacantes. Los manifestantes, que no perseguían otro fin que el de llegar al palacio de Táurida, pasaban indiferentes ante las instituciones gubernamentales más importantes, para cuya ocupación hubiera bastado con un destacamento de la Guardia Roja de Putilov. La fortaleza de Pedro y Pablo la ocuparon como habían ocupado las calles y plazas. A ello coadyuvaba la proximidad del palacio de la Kchesinskaya, en cuyo auxilio se hubiera podido acudir desde la fortaleza en caso de peligro.
Los bolcheviques hicieron todo lo posible para reducir el movimiento de julio a una manifestación. Pero ¿no rebasó estos límites, a pesar de todo, por la lógica de las cosas? Es más difícil contestar a esta pregunta política que a la acusación criminal. Lenin, juzgando las jornadas de Julio inmediatamente después de ocurrir, decía: «Los acontecimientos podrían ser calificados formalmente de manifestación contra el gobierno. Pero, en realidad, no ha sido una manifestación ordinaria, sino algo mucho más importante que una manifestación y menos que una revolución». Las masas, cuando se asimila una idea cualquiera, quieren llevarla a la práctica. Los obreros, y aún más los soldados, si bien tenían confianza en los bolcheviques, no habían podido llegar todavía a formarse la convicción de que sólo respondiendo al llamamiento del partido, y bajo su dirección, debían lanzarse a la calle. Las enseñanzas que se desprendían de la experiencia de febrero y abril eran más bien otras. Cuando Lenin decía en mayo que los obreros y campesinos eran cien veces más revolucionarios que nuestro partido, sacaba indudablemente una conclusión general de la experiencia de febrero y abril. Pero las masas, que, a modo, sacaban asimismo una conclusión de esta experiencia, se decían: «Hasta los bolcheviques dan largas al asunto y nos contienen». En julio, los manifestantes estaban completamente resueltos —si preciso era— a barrer el poder oficial. En caso de resistencia por parte de la burguesía, estaban dispuestos a hacer uso de las armas. En este sentido, puede decirse que había un elemento de insurrección armada. Si ésta no llegó, no sólo hasta el fin, sino ni tan siquiera hasta la mitad, fue porque los conciliadores enredaron las cosas.
En el primer tomo de esta obra hemos caracterizado detalladamente la paradoja de la Revolución de Febrero. Los demócratas pequeñoburgueses, los mencheviques y los socialrevolucionarios recibieron el poder de manos del pueblo revolucionario. Pero no perseguían este fin; habían conquistado el poder, y si lo ocupaban era contra su voluntad y faltando a la de las masas se esforzaron en transmitirlo a la burguesía imperialista. El pueblo no tenía confianza en los liberales, pero sí en los conciliadores, los cuales, por su parte, no tenían confianza en sí mismos. Y, a su manera, tenían razón. Aun cediendo enteramente el poder a la burguesía, los demócratas se quedaban con algo. Si hubieran tomado el poder en sus manos, habrían quedado reducidos a la nada. De los demócratas, el poder se hubiera deslizado casi automáticamente a manos de los bolcheviques. Esto era inevitable, porque radicaba en la insignificancia orgánica de la democracia rusa.
Los manifestantes de julio querían entregar el poder a los soviets. Mas, para ello, era preciso que éstos accedieran a tomarlo. Ahora bien, aun en la capital, donde la mayoría de los obreros y los elementos activos de la guarnición estaban con los bolcheviques, la mayoría del Soviet, en virtud de la ley de la inercia propia de toda presentación, seguía perteneciendo a los partidos pequeñoburgueses, los cuales consideraban que todo atentado al poder de la burguesía era un ataque contra ellos. Los obreros y soldados tenían la sensación viva de la contradicción existente entre su estado de espíritu y la política de los soviets, esto es, entre el presente y el pasado. A levantarse en favor del poder a los soviets, no manifiestan, ni mucho menos, su confianza en la mayoría conciliadora. Pero no sabían cómo librarse de ella. Derribarla por la fuerza hubiera significado disolver los soviets en vez de entregarles el poder. Los obreros y soldados, antes de encontrar el camino que había de conducir a la renovación de los soviets, intentaban someterlos a su voluntad mediante el método de la acción directa.
En la proclama lanzada por ambos Comités ejecutivos con ocasión de las jornadas de julio, los conciliadores apelaban, indignados, a los obreros y soldados contra los manifestantes que, «por la fuerza de las armas, intentan imponer su voluntad a los representantes elegidos por vosotros». ¡Como si manifestantes y electores no fueran la denominación de los mismos obreros y soldados! ¡Como si los electores no tuvieran el derecho de imponer su voluntad a los elegidos! ¡Y como si esta voluntad expresara otra cosa que la exigencia de que se cumpliera con el deber de adueñarse del poder en interés del pueblo! Las masas concentradas alrededor del palacio de Táurida gritaban en los oídos del Comité Ejecutivo aquella misma frase que un obrero anónimo había lanzado al rostro de Chernov, enseñándole su puño calloso: «¡Toma el poder, puesto que te lo dan!». Como respuesta, los conciliadores llamaron a los cosacos. Los señores demócratas preferían la guerra civil con el pueblo a hacerse cargo incruentamente del poder. Los primeros que dispararon fueron los guardias blancos; pero la atmósfera política de la guerra civil la crearon los mencheviques y los socialrevolucionarios.
Los obreros y soldados, al tropezar con la resistencia armada precisamente del órgano al cual querían dar el poder, quedaron desorientados con respecto al fin que perseguían. El potente movimiento de las masas se vio privado de su eje político. El ataque de julio quedó reducido a una manifestación realizada, en parte, con los recursos propios del levantamiento armado. Con el mismo derecho se puede decir que fue una semiinsurrección por un fin que no permitía otros métodos que la manifestación.
Los conciliadores, al mismo tiempo que renunciaban al poder, no lo cedían enteramente a los liberales, y un ministerio puramente kadete hubiera sido derribado inmediatamente por las masas, porque aquéllos les temían —el pequeñoburgués teme al gran burgués— y porque temían por ellos. Es más: como dice acertadamente Miliukov: «En la lucha contra las acciones armadas, el Comité Ejecutivo del Soviet se reserva el derecho, proclamado durante los días agitados del 20 y del 21 de abril, de disponer, según su criterio, de las fuerzas armadas de la guarnición de Petrogrado». Los conciliadores siguen robándose el poder de debajo la almohada. Para resistir con las armas contra los que inscriban en sus cartelones la divisa «Todo el poder a los soviets», el soviet se ve obligado a concentrar de hecho el poder en sus manos.
El Comité Ejecutivo va aún más allá; en esos días proclama formalmente su soberanía. «Si la democracia revolucionaria considerase necesario que todo el poder pasara a manos de los soviets —decía la resolución del 4 de julio—, sólo a la reunión plenaria de los Comités ejecutivos correspondía resolver esta cuestión». El Comité Ejecutivo, al mismo tiempo que calificaba de levantamiento contrarrevolucionario la manifestación, se constituía en poder supremo y decidía la suerte del gobierno.
Cuando en la madrugada del 5 de julio las tropas «leales» entraron en el palacio de Táurida, el jefe que las mandaba declaró que sus fuerzas se ponían enteramente a las órdenes del Comité Ejecutivo. ¡Ni una palabra sobre el gobierno! Pero el caso es que los rebeldes accedían asimismo a someterse al Comité Ejecutivo en calidad de poder. Al rendirse la fortaleza de Pedro y Pablo, bastó con que la guarnición de la misma se declarara dispuesta a someterse al Comité Ejecutivo. Nadie exigió la sumisión al poder oficial. Las propias tropas llamadas del frente se pusieron asimismo enteramente a disposición del Comité Ejecutivo. ¿Por qué, entonces, se vertió la sangre?
Si la lucha hubiera tenido lugar en las postrimerías de la Edad Media, ambos bandos, al matarse mutuamente, habrían citado los mismos versículos de la Biblia. Los historiadores formalistas habrían llegado más tarde a la conclusión de que la lucha se desarrollaba alrededor de la interpretación de los textos: como es sabido, los artesanos y los campesinos analfabetos de la Edad Media tenían una afición especial a dejarse matar por ciertas sutilezas filológicas de las revelaciones de San Juan, de la misma manera que los raskolnik rusos se dejaban exterminar por la cuestión de saber si había que persignarse con dos dedos o con tres. En realidad, en la Edad Media no menos que ahora, bajo las fórmulas simbólicas se ocultaba la lucha de unos intereses vitales que hay que saber descubrir. El mismo versículo evangélico significaba para unos la servidumbre y para otros la libertad.
Pero hay analogías mucho más recientes y próximas. Durante las jornadas de junio de 1848, en Francia, en ambos lados de la barricada resonaba un mismo grito: «¡Viva la República!». A los idealistas pequeñoburgueses, los combates de junio les parecían, por este motivo, un equívoco provocado por la negligencia de unos y el acaloramiento de otros. En realidad, los burgueses querían la República para sí, los obreros querían la República para todos. A menudo, las consignas políticas sirven más bien para disimular intereses que para designarlos por su nombre.
A pesar de todo, lo que tenía de paradójico el régimen de Febrero, cubierto, por añadidura, con jeroglíficos marxistas y populistas por los conciliadores, la correlación real de las clases era harto diáfana. Lo único que no hay que perder de vista es la doble naturaleza de los partidos conciliadores. Los pequeñoburgueses ilustrados se apoyaban en los obreros y campesinos, pero fraternizaban con los terratenientes y azucareros de alcurnia. El Comité Ejecutivo, que formaba parte del sistema soviético, a través del cual las exigencias de abajo llegaban hasta el Estado oficial, servía, al mismo tiempo, de mampara política para la burguesía. Las clases poseedoras se «sometían» al Comité Ejecutivo en la medida en que éste ponía el poder de su parte. Las masas se sometían al Comité Ejecutivo en la medida en que confiaban que éste se convertiría en el órgano de dominación de los obreros y campesinos. En el palacio de Táurida se entrecruzaban las tendencias antagónicas de clase, con la particularidad de que la una y la otra se cubrían con el nombre del Comité Ejecutivo: la una, por inconsciencia y credulidad, la otra, por cálculo frío. La lucha se desarrollaba nada menos que en torno a la cuestión de quién había de dirigir el país: la burguesía o el proletariado.
Pero si los conciliadores no querían adueñarse del poder y la burguesía no tenía fuerza suficiente para ello, ¿es que acaso en julio los bolcheviques hubieran podido coger el timón? Durante dos días críticos, en Petrogrado el poder se les iba completamente de las manos a las instituciones gubernamentales. El Comité Ejecutivo tuvo por primera vez la sensación de su completa impotencia. En estas ocasiones, no les hubiera costado ningún trabajo a los bolcheviques tomar el poder. Era asimismo posible adueñarse del mismo en algunos puntos de provincias. ¿Tenía razón, en este caso, el partido bolchevique al renunciar a la insurrección? ¿No podía, haciéndose fuerte en la capital y en algunas regiones industriales, extender luego su dominio a todo el país? Es ésta una cuestión importante. Nada contribuyó tanto en las postrimerías de la guerra, al triunfo del imperialismo y de la reacción en Europa, como aquellos pocos meses de régimen de Kerenski, que dejaron exhausta a la Rusia revolucionaria y ocasionaron un prejuicio incalculable a su prestigio moral a los ojos de los ejércitos beligerantes y de las masas trabajadoras europeas, que esperaban confiadas una nueva palabra de la revolución. Al reducir en cuatro meses —¡un plazo enorme!— los dolores del parto de la revolución proletaria, los bolcheviques se hubieran encontrado con un país menos exhausto y con el prestigio de la revolución en Europa menos quebrantado. Esto no sólo habría dado a los soviets enormes ventajas en las negociaciones de paz con Alemania, sino que hubiera ejercido una influencia inmensa sobre el curso de la guerra y de la paz en Europa. La perspectiva era demasiado seductora. Y, sin embargo, la dirección del partido tenía completa razón al no adoptar el camino de la insurrección. No basta con tomar el poder. Hay que sostenerlo. Cuando en Octubre los bolcheviques juzgaron que había llegado su hora, los peores tiempos para ellos empezaron después de la toma del poder. Fue necesario someter las fuerzas de la clase obrera a la máxima tensión para soportar los innumerables ataques de los enemigos. En julio, ni siquiera los obreros de Petrogrado estaban dispuestos a sostener esa lucha abnegada. Tenían la posibilidad de tomar el poder y, sin embargo, lo ofrecieron al Comité Ejecutivo. El proletariado de la capital, cuya aplastante mayoría se inclinaba ya del lado de los bolcheviques, no había roto todavía el cordón umbilical de Febrero, que le unía con los conciliadores. Existían todavía no pocas ilusiones en el sentido de que con la palabra y la manifestación se podía obtener todo; de que, intimidando un poco a los mencheviques y a los socialrevolucionarios, se les podía incitar a una política común con los bolcheviques. Incluso la parte avanzada de la clase no tenía una idea clara de cómo se podía llegar al poder. Lenin decía poco después de aquellos días: «El verdadero error de nuestro partido en los días 3 y 4 de julio, puesto ahora de manifiesto por los acontecimientos, consistió en que consideraba aún posibles las transformaciones políticas por la vía pacífica, mediante la modificación de los soviets, cuando, en realidad, los mencheviques y los socialrevolucionarios, gracias a su espíritu de conciliación, se hallaban ya tan atados con la burguesía y ésta se había convertido, hasta tal punto, en contrarrevolucionaria, que no se podía ni siquiera pensar en una solución pacífica».
Si el proletariado era políticamente heterogéneo y poco decidido, el ejército campesino lo era aún más. Con su conducta en los días 3 y 4 de julio, la guarnición daba a los bolcheviques la posibilidad completa de tomar el poder. Sin embargo, en la guarnición había también unidades neutrales, las cuales ya al atardecer del 4 de julio se inclinaban decididamente hacia los partidos patrióticos. El 5 de julio, los regimientos neutrales se colocaron al lado del Comité Ejecutivo, y los que se inclinaban hacia los bolcheviques tendieron a tomar un barniz de neutralidad. Esto dejó las manos del poder mucho más libres que la llegada, con retraso, de las tropas del frente. Si los bolcheviques se hubieran decidido a tomar el poder el 4 de julio, la guarnición de Petrogrado, no sólo no lo hubiera sostenido, sino que habría impedido que los obreros lo defendieran al ser atacado inevitablemente desde el exterior.
Menos favorable se presentaba aún la situación en el ejército de operaciones. La lucha por la paz y la tierra, sobre todo después de la ofensiva de junio, hacía que dicho ejército estuviera muy preparado para asimilarse las consignas de los bolcheviques. Pero, en general, el llamado bolchevismo «espontáneo» no se identificaba en su conciencia con un partido determinado, con su Comité Central y sus jefes. Las cartas de soldados de esa época expresan, con mucho relieve, este estado de espíritu del ejército. «Acordaos, señores ministros y todos los dirigentes principales —escribe desde el frente la mano torpe de un soldado—, de que no entendemos gran cosa de partidos, pero no está lejos el futuro y el pasado: el zar os desterraba a Siberia y os metía en la cárcel, nosotros os ensartaremos en las bayonetas». La exasperación extrema contra los dirigentes se combina en estas líneas con la confesión de la propia impotencia: «No entendemos gran cosa de partidos». El ejército se rebelaba constantemente contra la guerra y la oficialidad utilizando, para ello, consignas del vocabulario bolchevista. Pero no estaba preparado, ni mucho menos, para sublevarse con el fin de entregar el poder al partido bolchevique. Las fuerzas de confianza para sofocar el movimiento de Petrogrado, el gobierno las sacó de las tropas más próximas a la capital, sin que los otros regimientos ofrecieran resistencia, y las transportó a la capital sin que se opusieran a ello los ferroviarios. El ejército, descontento, revoltoso, fácilmente inflamable, seguirá siendo políticamente indefinido; los núcleos bolcheviques compactos, capaces de dar una dirección homogénea a los pensamientos y a las acciones de aquella masa inconsistente de soldados, eran excesivamente escasos.
Por otra parte, los conciliadores, para oponer el frente a Petrogrado y a los campesinos del interior, utilizaban, no sin éxito, un arma envenenada, que la reacción había intentado inútilmente emplear en marzo contra los soviets. Los socialrevolucionarios y los mencheviques decían a los soldados en el frente: «La guarnición de Petrogrado, bajo la influencia de los bolcheviques, no quiere relevaros; los obreros se niegan a trabajar para satisfacer las necesidades del frente; si los campesinos escuchan a los bolcheviques y se apoderan ahora de la tierra, no quedará nada para los que están en el frente». Los soldados tenían todavía necesidad de una experiencia complementaria para comprender a quién reservaba la tierra el gobierno: si a los combatientes del frente o a los grandes propietarios.
Entre Petrogrado y el ejército de operaciones había la provincia. La repercusión que tuvieron en ella los acontecimientos de julio puede servir a posteriori de criterio muy importante para resolver la cuestión de saber si los bolcheviques obraron o no bien en julio al eludir la lucha inmediata por el poder. En Moscú, el pulso de la revolución era ya incomparablemente más débil que en Petrogrado. En las reuniones del Comité local de los bolcheviques se desarrollaron discusiones vivísimas. Algunos militantes pertenecientes a la extrema izquierda, tales, por ejemplo, como Bubnov, proponían ocupar los edificios de Correos, Telégrafos, Teléfonos, la redacción de la Ruskoye-Slovo, esto es, lanzarse a la insurrección. El Comité, que, por su espíritu general, era muy moderado, rechazaba decididamente estas proposiciones, por considerar que las masas de Moscú se hallaban lejos de estar preparadas para semejantes acciones. Sin embargo, a pesar de la prohibición del Soviet, decidióse organizar una manifestación. Masas considerables de obreros afluyeron a la plaza de Skóbelev con las mismas consignas que en Petrogrado, pero no con el mismo entusiasmo, ni mucho menos. La guarnición distó mucho de responder de un modo unánime, adhiriéndose a la manifestación unidades aisladas, y sólo una de ellas completamente armada y equipada. El soldado de artillería Davidovski, llamado a tener una participación importante en los combates de Octubre, atestigua en sus Memorias que en las jornadas de julio Moscú no estaba preparado y que el fracaso de la manifestación dejó «una mala impresión en sus organizadores».
En Ivánovo-Voznesiensk, la capital textil, donde el Soviet se hallaba ya bajo la dirección de los bolcheviques, la noticia de los acontecimientos de Petrogrado llegó a la vez que el rumor de que el gobierno provisional había caído. En la sesión nocturna del Comité Ejecutivo se acordó, como medida preparatoria, instaurar el control sobre el telégrafo y el teléfono. El 6 de julio se paralizó el trabajo en las fábricas; en las manifestaciones tomaron parte hasta 40.000 obreros y obreras, muchos de ellos armados. Cuando se supo que la manifestación de Petrogrado no había conducido a la victoria, el Soviet de Ivánovo-Voznesiensk ordenó apresuradamente la retirada.
En Riga, bajo la influencia de las noticias relativas a los acontecimientos de Petrogrado, en la noche del 6 de julio se produjo una colisión entre la infantería letona, cuyo estado de espíritu era bolchevista, y el «batallón de la muerte», con la particularidad de que el batallón patriótico se vio obligado a batirse en retirada. Aquella misma noche el Soviet adoptó una resolución en favor del poder a los soviets.
Dos días después fue adoptada una resolución idéntica en la capital de los Urales, Yekaterinburg. El hecho de que la consigna del Poder soviético, que en los primeros meses se propugnaba sólo en nombre del partido, se convirtiera ahora en el programa de distintos soviets locales, significaba, incontestablemente, un gran paso hacia adelante. Pero entre las resoluciones en favor del poder a los soviets y la insurrección bajo la bandera de los bolcheviques quedaba todavía un camino considerable por recorrer.
En algunos puntos del país los acontecimientos de Petrogrado dieron impulso a agudos conflictos de carácter parcial. En Nizhni Nóvgorod, donde los soldados evacuados se habían resistido tenazmente a ir al frente, los junkers enviados de Petrogrado provocaron, con sus violencias, la indignación de dos regimientos locales. Después de un tiroteo, durante el cual hubo muertos y heridos, los junkers se rindieron y fueron desarmados. Las autoridades desaparecieron. De Moscú fue enviada una expedición punitiva, formada por tropas de todas las armas. Iban al frente de la misma el impulsivo coronel Verjovski, jefe de las fuerzas militares de la región de Moscú y futuro ministro de la Guerra de Kerenski, y el presidente del Soviet de Moscú, el viejo menchevique Jinchuk, hombre de espíritu poco bélico, futuro dirigente de la cooperación y después embajador soviético en Berlín. Sin embargo, su acción represiva no tuvo objeto, pues el comité elegido por los soldados sublevados había ya restablecido completamente el orden.
A la misma hora aproximadamente, e impulsados asimismo por la negativa de ir al frente, se sublevaban en Kiev, en número de 5.000, los soldados del regimiento que llevaba el nombre del atamán Polubotko, se apoderaban de los depósitos de armas, ocupaban el fuerte, adueñábanse del mando militar de la región, detenían al comandante y al jefe de la milicia. El pánico en la ciudad duró algunas horas, hasta que, gracias a los esfuerzos mancomunados de las autoridades militares, del Comité de las distintas asociaciones y de los órganos de la Rada central ucraniana, se puso en libertad a los detenidos y una buena parte de los sublevados fue desarmada.
En el lejano Krasnoyarsk, los bolcheviques se sentían tan firmes, gracias al estado de espíritu de la guarnición, que, a pesar de la ola de reacción que se habla iniciado ya en el país, el 9 de julio organizaron una manifestación en la cual participaron de 8.000 a 10.000 personas, en su mayoría soldados. Desde Irkutsk fue mandado contra Krasnoyarsk un destacamento de 400 hombres con artillería, bajo la dirección del socialrevolucionario Kraskovetski, comisario militar de la región. En el transcurso de dos días de conferencias y negociaciones, trámites indispensables en el régimen de poder dual, el destacamento punitivo quedó tan desmoralizado a consecuencia de la agitación realizada por los soldados, que el comisario se apresuró a hacerle volver a Irkutsk. Pero Krasnoyarsk constituía más bien una excepción.
En la mayoría de las poblaciones provinciales la situación era incomparablemente menos favorable. En Samara, por ejemplo, la organización bolchevista de la localidad, al recibir la noticia de los combates de la capital, decidió «esperar la señal, aunque no se podía contar casi con nadie». Uno de los miembros del partido cuenta: «Los obreros empezaban a simpatizar con los bolcheviques, pero no se podía confiar en que se lanzaran al combate; todavía se podía contar menos con los soldados; por lo que a la organización de los bolcheviques se refiere, las fuerzas eran completamente débiles, no éramos más que un puñado; en el Soviet de diputados obreros no había más que unos pocos bolcheviques, y en el de soldados, si no ando equivocado, no había ninguno, lo que, por otra parte, no tiene nada de sorprendente si se considera que estaba compuesto casi exclusivamente de oficiales».
La causa principal de la débil repercusión que los acontecimientos de Petrogrado tuvieron en el país consistía en que la provincia, que había recibido sin combate la Revolución de Febrero de las manos de la capital, se asimilaba mucho más lentamente que ésta los nuevos hechos e ideas. Era preciso un plazo suplementario para que la vanguardia pudiera arrastrar tras de sí a las reservas pesadas.
Por tanto, el estado de la conciencia de las masas populares, que eran la instancia inapelable de la política revolucionaria, excluía la posibilidad de la toma del poder por los bolcheviques en julio. Al mismo tiempo, la ofensiva en el frente incitaba al partido a oponerse a las manifestaciones. El fracaso de la ofensiva era completamente inevitable. De hecho, se había iniciado ya. Pero el país lo ignoraba. El peligro consistía en que si el partido no obraba prudentemente, el gobierno hiciera recaer sobre los bolcheviques la responsabilidad por las consecuencias de la propia insensatez. Había que dar a la ofensiva el tiempo necesario para que sus resultados aparecieran claros. Los bolcheviques no dudaban que el cambio que se operaría en el estado de espíritu de las masas sería muy radical. Entonces, se vería lo que era preciso hacer. El cálculo era completamente acertado. Sin embargo, los acontecimientos tienen su lógica, que no toma en cuenta los cálculos políticos, y, en esta ocasión, la lógica de los acontecimientos cayó duramente sobre la cabeza de los bolcheviques.
El fracaso de la ofensiva en el frente tomó un carácter catastrófico el 6 de julio, día en que las tropas alemanas rompieron el frente ruso en una extensión de 12 verstas7 de ancho y 10 de profundidad. La noticia llegó a la capital el 7, cuando las acciones represivas se hallaban en su apogeo.
Muchos meses después, cuando las pasiones debían ya de haberse apaciguado o, por lo menos, tomado un carácter más razonado, Stankievich, que no era de los adversarios más rencorosos del bolchevismo, hablaba aún de la «enigmática sucesión lógica de los acontecimientos», bajo la forma de derrota militar en Tarnopol, después de las jornadas de julio en Petrogrado. Esa gente no veía, o no quería ver, la sucesión lógica real de los acontecimientos, que consistía en que la ofensiva iniciada por imposición de la Entente y condenada de antemano al fracaso no podía dejar de conducir a una catástrofe ni de provocar al mismo tiempo una explosión de cólera de las masas engañadas por la revolución. Pero ¿qué importaba la realidad de los hechos? El establecer una conexión entre los acontecimientos de Petrogrado y el fracaso en el frente, era demasiado seductor. La prensa patriótica no sólo no ocultó la derrota, sino que, al contrario, la exageró con todas sus fuerzas. Sin detenerse ante la revelación de los secretos militares, se nombraban las divisiones y los regimientos y se indicaba la disposición de los mismos. «A partir del 8 de julio —confiesa Miliukov —, los periódicos empezaron a publicar telegramas del frente en los cuales no se ocultaba la verdad, y estos telegramas cayeron como una bomba sobre la opinión pública rusa». Éste era precisamente el fin que se perseguía: conmover, asustar, aturdir, para que fuera más fácil acusar a los bolcheviques de estar en relación con los alemanes.
Es indudable que, tanto en los acontecimientos del frente como en los de las calles de Petrogrado, la provocación desempeñó su papel. Después de la Revolución de Febrero, el gobierno había mandado al Ejército de operaciones a un gran número de ex gendarmes y policías. Ninguno de ellos, naturalmente, quería combatir. Temían más a los soldados rusos que a los alemanes. Para hacer olvidar su pasado, se presentaban como los elementos más extremos del ejército, azuzaban a los soldados contra los oficiales, gritaban más que nadie contra la disciplina y la ofensiva y, con frecuencia, se proclamaban incluso bolcheviques.
Apoyándose recíprocamente por el lazo natural de la complicidad, crearon una especie de orden, muy original, de la cobardía y de la abyección. Por su mediación, penetraban entre las tropas y se difundían rápidamente los rumores más fantásticos, en los cuales el ultrarrevolucionarismo se daba la mano con el reaccionarismo más oscurantista. En los momentos críticos, estos sujetos eran los primeros que daban la señal de pánico. La prensa había hablado repetidas veces de la labor desmoralizadora de policías y gendarmes. En los documentos secretos del propio ejército se alude a ello con no menos frecuencia. Pero el mando superior se hacía el sordo, y prefería identificar a los provocadores reaccionarios con los bolcheviques. Después del fracaso de la ofensiva, se legalizaba este procedimiento, y el periódico de los mencheviques hacía lo imposible por no quedarse atrás con respecto a las hojas chauvinistas más indecentes. Con sus vociferaciones sobre los «anarcobolcheviques», los agentes alemanes y los ex gendarmes, los patriotas ahogaron por algún tiempo la cuestión del estado general del Ejército y de la política de paz. «El profundo descalabro que hemos infligido al frente de Lenin —se jactaba abiertamente el príncipe Lvov— tiene, estoy firmemente convencido de ello, una importancia incomparablemente mayor para Rusia que un descalabro de los alemanes en el frente sudoccidental...». El honorable jefe del gobierno se parecía al chambelán Rodzianko en el sentido de que no sabía distinguir el momento en que era preciso callar.
Si el 3 y el 4 de julio se hubiera conseguido evitar la manifestación, la acción habríase inevitablemente desarrollado como consecuencia del descalabro de Tarnopol. Sin embargo, este aplazamiento de algunos días habría determinado modificaciones importantes en la situación política. El movimiento hubiera tomado inmediatamente proporciones más vastas, extendiéndose no sólo a las provincias, sino también, en gran parte, al frente. El gobierno hubiera quedado al desnudo políticamente, y le habría sido infinitamente más difícil hacer recaer la culpa sobre los «traidores» del interior. La situación del partido bolchevique hubiera sido más ventajosa desde todos los puntos de vista. Sin embargo, aun en este caso, no se hubiera podido ir a la conquista inmediata del poder. Lo único que se puede afirmar sin vacilación es que si el movimiento se hubiera desencadenado una semana más tarde, la reacción no habría podido desenvolverse en julio de un modo tan victorioso. Era precisamente la «enigmática sucesión lógica» de las fechas de la manifestación y del descalabro en el frente lo que se volvía por completo contra los bolcheviques. La ola de indignación y de desesperación que llegaba del frente, choca con la ola de esperanzas frustradas que partía de Petrogrado. La lección recibida por las masas en la capital había sido demasiado dura para que se pudiera pensar en la reanudación inmediata de la lucha.
Con todo ello, el sentimiento agudo provocado por la absurda derrota reclamaba una salida. Y los patriotas consiguieron hasta cierto punto dirigirlo contra los bolcheviques.
En abril, en junio y en julio, los actores fundamentales del drama eran los mismos: los liberales, los conciliadores, los bolcheviques... En todas estas etapas, las masas tendían a arrojar a la burguesía del poder. Pero la diferencia en las consecuencias políticas de la intervención de las masas en los acontecimientos era inmensa. El resultado de las «jornadas de Abril» fue malo para la burguesía: la política anexionista fue condenada, al menos, verbalmente; el partido kadete fue humillado, se le quitó la cartera de Estado. En junio, el movimiento no condujo a nada: se amenazó a los bolcheviques, pero no se asestó el golpe decidido. En julio, el partido de los bolcheviques fue acusado de traición, destruido, privado del agua y el fuego. Si en abril, Miliukov tuvo que salir del gobierno, en julio, Lenin hubo de pasar a la clandestinidad.
¿Qué fue lo que determinó un cambio tan brusco en el transcurso de diez semanas? Es de una evidencia absoluta que en los círculos dirigentes se produjo un cambio serio en el sentido de la orientación hacia la burguesía liberal. Ahora bien, fue precisamente en este período de abril a julio cuando el estado de espíritu de las masas se modificó reciamente en favor de los bolcheviques. Estos dos procesos antagónicos se desarrollaron en una estrecha dependencia mutua. Cuando más íntimamente se unían los obreros y soldados alrededor de los bolcheviques, más decididamente tenían los conciliadores que apoyar a la burguesía. En abril, los jefes del Comité Ejecutivo, preocupados de conservar su influencia, podían aún dar un paso para ir al encuentro de las masas y arrojar por la borda a Miliukov, es verdad, provisto de un salvavidas sólido. En julio, los conciliadores, unidos a la burguesía y a la oficialidad, se dedicaron a atacar a los bolcheviques. Por consiguiente, en esa ocasión la modificación de la correlación de fuerzas fue determinada por el cambio de frente efectuado por la fuerza política menos consistente, la democracia pequeñoburguesa, gracias a su brusco viraje hacia la contrarrevolución burguesa.
Pero si es así, ¿obraron acertadamente los bolcheviques al adherirse a la manifestación y tomar sobre sí la responsabilidad de la misma? El 3 de julio, Tomski comentaba del siguiente modo el pensamiento de Lenin: «En el momento actual, no se puede hablar de acción si no se desea una nueva revolución». ¿Cómo se explica, en este caso, que el partido, ya unas horas después, se pusiera al frente de la manifestación armada sin incitar por ello a una nueva revolución? El doctrinario verá en esto una inconsecuencia o algo peor aún: una prueba de ligereza política. Así enfoca la cosa, por ejemplo, Sujánov en sus Memorias, en las cuales dedica no pocas líneas irónicas a las vacilaciones de la dirección bolchevista. Pero las masas no intervienen en los acontecimientos por las órdenes doctrinarias que se les den desde arriba, sino cuando estas órdenes encajan en su propio desarrollo político. La dirección bolchevique comprendía que sólo una nueva revolución podía modificar la situación todavía. La dirección bolchevista veía claramente que era preciso dar a las reservas pesadas el tiempo necesario para sacar conclusiones de su acción aventurada. Pero los sectores avanzados sentían el impulso de lanzarse a la calle precisamente bajo la acción de dicha aventura. Al mismo tiempo, el profundo radicalismo de sus fines se combinaba en ellos con ilusiones respecto a los métodos. Las advertencias de los bolcheviques no surtían efecto alguno. Los obreros y soldados de Petrogrado podían sólo contrastar la situación con ayuda de la, propia experiencia. La manifestación armada sirvió de prueba. Pero ésta, contra la voluntad de las masas, podía convertirse en combate general, y por ello mismo, en combate decisivo. En esas circunstancias, el partido no se atrevió a quedarse al margen. Lavarse las manos en el agua de las reflexiones estratégicas hubiera equivalido a entregar a los obreros y soldados a merced de sus enemigos. El partido de las masas debía colocarse en el mismo terreno en que se colocaban las masas, para, sin compartir en lo más mínimo sus ilusiones, ayudarlas con el mínimo de pérdidas a asimilarse las conclusiones necesarias. Trotsky contestaba en la prensa a las críticas innumerables de aquellos días: «No juzgamos necesario justificarnos ante nadie de no haber permanecido al margen en actitud expectante, cediendo al general Polovtsiev la misión de “hablar” con los manifestantes; en todo caso, nuestra intervención no podía, en ningún modo, aumentar el número de víctimas ni convertir la manifestación armada caótica en insurrección política».
En todas las antiguas revoluciones se halla el prototipo de las «jornadas de julio», por regla general, con un resultado distinto, desfavorable, muchas veces catastrófico. Esta etapa reside en la mecánica inferior de la revolución burguesa, por cuanto la clase que más se sacrifica por el éxito en esa última y más esperanzas cifra en ella, es la que menos obtiene de la misma. La regularidad del proceso es completamente clara. La clase poseedora que ha llegado al poder mediante una revolución se inclina a considerar que con ello la revolución ha cumplido ya su misión, y de lo que más se preocupa es de demostrar su buena fe a las fuerzas de la reacción. La burguesía «revolucionaria» provoca la indignación de las masas populares con las mismas medidas con cuya ayuda aspira a granjearse la buena disposición de las clases destronadas. El desengaño de las masas se produce muy pronto, antes aun de que la vanguardia de las mismas haya tenido tiempo de enfriarse de los combates revolucionarios. El pueblo cree que con un nuevo golpe puede completar o corregir los que ha hecho antes con insuficiente decisión. De aquí el impulso hacia una nueva revolución, sin preparación, sin programa, sin tener en cuenta las reservas, sin pensar en las consecuencias. De otra parte, el sector de la burguesía que ha llegado al poder, parece no esperar más que el impetuoso impulso de abajo para intentar acabar con el pueblo. Tal es la base social y psicológica de esa semirrevolución complementaria, que más de una vez en la historia se ha convertido en el punto de partida de la contrarrevolución triunfante.
El 17 de julio de 1791 Lafayette ametralló en el campo de Marte a una manifestación pacífica de republicanos que intentaba dirigirse con una petición a la Asamblea nacional que amparaba la perfidia del poder real, del mismo modo que, 126 años después, los conciliadores rusos amparaban la perfidia de los liberales. La burguesía realista confiaba liquidar, mediante una oportuna represión sangrienta, al partido de la revolución para siempre. Los republicanos, que no se sentían aún suficientemente fuertes para la victoria, eludieron la lucha, lo cual era muy razonable, y se apresuraron incluso a afirmar que nada tenían que ver con los que habían participado en la petición, lo cual era, desde luego, indigno y equivocado. El régimen de terrorismo burgués obligó a los jacobinos a mantenerse quietos durante algunos meses. Robespierre buscó refugio en casa del carpintero Duplay, Desmoulins se ocultó, Danton pasó algunas semanas en Inglaterra. Pero, a pesar de todo, la provocación realista fracasó: las matanzas del campo de Marte no impidieron al movimiento republicano llegar al poder. Así, pues, la Revolución Francesa tuvo sus «jornadas de julio» tanto en el sentido político de la palabra como desde el punto de vista del calendario.
57 años después, las «jornadas de julio» tuvieron lugar en Francia en junio y tuvieron un carácter incomparablemente más grandioso y trágico. Las llamadas «jornadas de junio» de 1848 surgieron de la Revolución de Febrero con una fuerza irresistible. La burguesía francesa proclamó en las horas de su victoria el «derecho al trabajo», de la misma manera que a partir de 1789 proclamara muchas cosas excelentes y que en 1914 juró que la guerra desencadenada aquel año era su última guerra. Del rimbombante «derecho al trabajo» surgieron los míseros talleres nacionales, donde 100.000 obreros, que habían conquistado el poder para sus patronos, percibían 23 sueldos diarios. Pocas semanas después, la burguesía republicana, generosa en frases pero avara en dinero, no encontraba ya palabras suficientemente ofensivas para los «holgazanes» que vivían de la ración de hambre que les suministraba la nación. En la abundancia de las promesas de febrero y en el carácter consciente de las provocaciones que precedieron a las jornadas de julio, aparecen los rasgos nacionales característicos de la burguesía francesa. Pero aun sin esto, los obreros de París, que se hallaban con el fusil al brazo desde febrero, no podían dejar de reaccionar ante las contradicciones existentes entre el programa pomposo y la mísera realidad, ante aquel contraste insoportable que repercutía diariamente en su ego y en su conciencia. Con frío cálculo, que casi no se preocupaba de disimular, Cavaignac dejaba que la insurrección creciera a los ojos de los dirigentes, a fin de poderla ahogar en sangre de un modo más decidido. La burguesía republicana mató a más de 12.000 obreros y metió en la cárcel a no menos de 20.000, para que los demás perdieran la fe en el «derecho al trabajo» que se les había prometido. Sin plan, sin programa, sin dirección, las jornadas de junio de 1848 se parecen a una poderosa e inevitable acción refleja del proletariado, cohibido en sus necesidades más elementales y ofendido en sus elevadas esperanzas. Los obreros insurreccionados no sólo fueron aplastados, sino calumniados. El demócrata de izquierda Flocon, correligionario de Ledru-Rollin, predecesores ambos de Tsereteli, aseguraba a la Asamblea nacional que los sublevados habían sido comprados por los monárquicos y los gobiernos extranjeros. Los conciliadores de 1848 no tenían ni tan siquiera necesidad de la atmósfera de la guerra para descubrir el oro inglés y ruso en los bolsillos de los revolucionarios. Era así como los demócratas preparaban el camino al bonapartismo.
La gigantesca explosión de la Comuna era al golpe de Estado de septiembre de 1870 lo que las jornadas de junio a la Revolución de Febrero de 1848. La insurrección del proletariado de París en marzo no obedeció, ni mucho menos, a un cálculo estratégico. Dicha insurrección fue el resultado de una trágica combinación de circunstancias, completada por una de esas provocaciones en las cuales es maestra la burguesía francesa cuando el miedo estimula su malignidad. Contra los planes de la camarilla dirigente, que aspiraba ante todo a desarmar al pueblo, los obreros querían defender París, intentando convertirlo por primera vez en «su» París. La Guardia Nacional les daba una organización armada, muy afín al tipo soviético, y una dirección política, personificada en su Comité Central. Como consecuencia de condiciones objetivas desfavorables y de errores políticos, París se vio divorciado de Francia, incomprendido, no apoyado, en parte directamente traicionado por las provincias, y cayó en manos de los versalleses desmandados que tenían tras de sus espaldas a Bismarck y Moltke. Los oficiales depravados y derrotados de Napoleón III resultaron unos verdugos insustituibles al servicio de la tierna Mariana, a quien la bota de los prusianos acababa de librar de las caricias del falso Bonaparte. En la Comuna de París, la protesta refleja del proletariado contra el engaño de la revolución burguesa elevóse por primera vez hasta el nivel de la revolución proletaria, pero para caer enseguida.
En el momento en que se escriben estas líneas —principios de mayo de 1931—, la revolución «incruenta, pacífica, gloriosa» (la lista de estos adjetivos es siempre la misma) de España prepara ante nuestros ojos sus «jornadas de junio», si contamos por el calendario revolucionario de Francia, o las de «julio», si nos fijamos en el de Rusia. El gobierno provisional de Madrid, bañándose en frases que muy a menudo parecen una traducción del ruso, promete amplias medidas contra el paso forzoso y la carencia de tierras, pero no se atreve a tocar ni una sola de las viejas llagas sociales. Los socialistas del bloque gubernamental ayudan a los republicanos a sabotear los objetivos de la revolución. El jefe del gobierno de Cataluña, la parte más industrial y revolucionaria de España, predica un reino milenario sin naciones ni clases oprimidas, pero sin decidirse a mover ni un dedo para ayudar al pueblo a librarse, aunque no sea más que de una parte de sus odiadas cadenas. Maciá se esconde detrás del gobierno de Madrid, el cual, a su vez, se esconde detrás de las Cortes constituyentes. ¡Como si la vida se hubiera detenido para esperarlos! ¡Y como si no fuera claro ya de antemano que las próximas Cortes no serán más que una reproducción ampliada del bloque republicano-socialista, preocupado principalmente de que todo quede como antes! ¿Es difícil prever un incremento febril de la indignación de los obreros y campesinos? La desproporción entre la marcha de la revolución de las masas y la política de las nuevas clases dirigentes es la fuente del conflicto irreconciliable que, en su desarrollo, o enterrará la primera revolución, la de abril, o conducirá a la segunda.
Si bien la masa fundamental de los bolcheviques rusos comprendía, en julio de 1917, que no se podía ir más allá de un determinado límite, el estado de espíritu no era homogéneo. Muchos obreros y soldados se inclinaban a considerar la acción que se desarrollaba como el desenlace decisivo. En sus Memorias, escritas cinco años después, Metelev se expresa del modo siguiente con respecto al sentido de los acontecimientos: «En esa insurrección, nuestro error principal consistió en haber propuesto al Comité Ejecutivo conciliador que tomara el poder. Lo que había que hacer no era proponer el poder, sino tomarlo. El segundo error consistió en que durante casi dos días enteros desfilamos por las calles, en vez de ocupar inmediatamente todas las instituciones, los palacios, los Bancos, las estaciones, el telégrafo, de detener al gobierno provisional», etc. Con respecto a la insurrección, esto es incontestable, pero convertir el movimiento de julio en insurrección, hubiera significado, de un modo casi seguro, enterrar la insurrección.
Los anarquistas, que incitaban a la lucha, argüían que «la Revolución de Febrero se había producido sin la dirección del partido». Pero el lanzamiento de Febrero contaba con objetivos claros, precisos, elaborados por una lucha de varias generaciones, y sobre la revolución se elevaba la sociedad liberal de oposición y la democracia revolucionaria, dispuestas a hacerse cargo de la herencia del poder. Por el contrario, el movimiento de julio pretendía abrir un cauce histórico muy distinto. Toda la sociedad burguesa, la democracia soviética inclusive, le era irreconciliablemente adversa. Los anarquistas no veían o no comprendían esta diferencia radical entre las condiciones de la revolución burguesa y las de la revolución obrera.
Si el partido bolchevique, obstinándose en apreciar de un modo doctrinario el movimiento de julio como «inoportuno», hubiera vuelto la espalda a las masas, la semiinsurrección habría caído bajo la dirección dispersa e inorgánica de los anarquistas, de los aventureros que expresaban accidentalmente la indignación de las masas, y se hubiera desangrado en convulsiones estériles. Y, al contrario, si el partido, al frente de los ametralladores y de los obreros de Putilov, hubiera renunciado a su apreciación de la situación y se hubiera deslizado hacia la senda de los combates decisivos, la insurrección hubiera tomado indudablemente un vuelo audaz, los obreros y soldados, bajo la dirección de los bolcheviques, se hubieran adueñado del poder para preparar luego, sin embargo, el hundimiento de la revolución. A diferencia de Febrero, la cuestión del poder en el terreno nacional no habría sido resuelta por la victoria en Petrogrado. La provincia no hubiera seguido a la capital. Los ferrocarriles y los teléfonos se hubieran puesto al servicio de los conciliadores contra los bolcheviques. Kerenski y el Cuartel General habrían creado un poder para el frente y las provincias. Petrogrado se habría visto bloqueado. En la capital se hubiera iniciado la desmoralización. El gobierno habría tenido la posibilidad de lanzar a masas considerables de soldados contra Petrogrado. En estas condiciones, el coronamiento de la insurrección hubiera significado la tragedia de la Comuna petrogradesa.
Cuando en el mes de julio se cruzaron los caminos históricos, sólo la intervención del partido de los bolcheviques evitó que se produjeran las dos variantes que entrañaban el peligro fatal, tanto en el espíritu de las jornadas de julio de 1848 como en el de la Comuna de París de 1871. El partido, al ponerse audazmente al frente del movimiento, tuvo la posibilidad de detener a las masas en el momento en que la manifestación empezaba a convertirse en colisión en la cual los contrincantes iban a medir sus fuerzas con las armas. El golpe asestado en julio a las masas y al partido fue muy considerable. Pero no fue un golpe decisivo. Las víctimas se contaron por docenas, y no por docenas de miles. La clase obrera no salió decapitada y exangüe de esa prueba, sino que conservó completamente sus cuadros de combate, los cuales aprendieron mucho en esa lección.
En los días de la Revolución de Febrero se puso de manifiesto toda la labor realizada anteriormente por los bolcheviques, durante muchos años, y hallaron un sitio en la lucha los obreros avanzados educados por el partido; pero no hubo aún una dirección inmediata por parte de este último. En los acontecimientos de abril, las consignas del partido pusieron de manifiesto su fuerza dinámica, pero el movimiento se desarrolló espontáneamente. En junio se exteriorizó la inmensa influencia del partido, pero las masas entraban en acción todavía dentro del marco de una manifestación organizada oficialmente por los adversarios. Hasta julio, el partido bolchevique, impulsado por la fuerza de presión de las masas, no se lanza a la calle contra todos los demás partidos y define el carácter fundamental del movimiento, no sólo con sus consignas, sino también con su dirección organizada. La importancia de una vanguardia compacta aparece por primera vez con toda su fuerza durante las jornadas de julio, cuando el partido evita, a un precio muy elevado, la derrota del proletariado y garantiza el porvenir de la revolución y el propio.
«Como prueba técnica —decía Miliukov, refiriéndose a la importancia de las jornadas de julio para los bolcheviques— la experiencia fue sin ningún género de duda extraordinariamente útil para ellos. Les mostró con qué elementos había que tratar; cómo había que organizar a estos últimos y, finalmente, qué resistencia podían oponerles el gobierno, el Soviet y las tropas... Era evidente que cuando se presentara la ocasión de repetir el experimento, la realizarían de un modo más sistemático y consciente». Estas palabras valoran acertadamente la importancia del experimento de julio para el desarrollo ulterior de la política de los bolcheviques. Pero antes de poder utilizar las lecciones de julio, el partido hubo de pasar por unas cuantas semanas duras, durante las cuales los miopes enemigos se imaginaban que habían quebrantado definitivamente la fuerza del bolchevismo.