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Alexander Kerenski.
ОглавлениеKerenski indignaba cada vez más a las masas con su afectación, su vanidad, su orgullo. Durante la visita que hizo al frente, decía con voz irritada a su ayudante, acaso con el propósito de que le oyeran los generales: «¡Duro y a la cabeza contra esos malditos comités!». Al llegar a la armada del Báltico, Kerenski dio al Comité Central de los marinos orden de que fuera a verle al buque almirante.
El Tsentrobalt, que, como órgano soviético que era, no estaba subordinado al ministro, consideró ofensiva la orden. El marino Dibenko, presidente del comité, contestó: «Si Kerenski desea hablar con el “Tsentrobalt”, que venga a vernos». ¿Acaso no era esto una insolencia intolerable? En los buques en que Kerenski entabló conversación con los marinos sobre temas políticos, las cosas no fueron mejor, sobre todo en el República. En ese buque, en el que reinaba un estado de espíritu bolchevista, el ministro fue sometido a un interrogatorio en regla: ¿Por qué en la Duma de Estado había votado a favor de la guerra? ¿Por qué había puesto su firma el 21 de abril al pie de la nota imperialista de Miliukov? ¿Por qué había asignado una pensión de 6.000 rublos anuales a los senadores zaristas? Kerenski se negó a contestar a estas preguntas pérfidas, formuladas por sus «enemigos». La tripulación del buque consideró «insatisfactoria» la explicación del ministro. Kerenski abandonó el buque en medio del silencio sepulcral de los marinos. «Son unos esclavos en rebeldía», decía el abogado radical, rechinando los dientes. Pero los marinos decían con sentimiento de orgullo: «Sí. Éramos unos esclavos y nos hemos rebelado».
Con su desprecio de la opinión democrática, Kerenski provocaba a cada paso conflictos con los líderes soviéticos, que, aunque seguían el mismo camino que él, no apartaban tanto la vista de las masas. Ya el 8 de marzo, el Comité Ejecutivo, asustado por las protestas de abajo, declaró a Kerenski que era intolerable que hubiera puesto en libertad a los agentes de policía. Unos días después los conciliadores viéronse obligados a protestar contra el propósito del ministro de Justicia de llevar la familia zarista a Inglaterra. Dos o tres semanas más tarde el Comité Ejecutivo planteó la cuestión general de la «normalización de las relaciones» con Kerenski. Pero esta normalización no fue conseguida, ni podía conseguirse.
Las cosas no ofrecían mejor aspecto por lo que al partido se refería. En el congreso de los socialrevolucionarios, celebrado a principios de junio, Kerenski, en las elecciones del Comité Central, obtuvo sólo 135 votos de los 270. Los líderes se esforzaban en explicar a diestro y siniestro que «muchos no habían votado por Kerenski en vista de las múltiples ocupaciones que pesaban sobre él». En realidad, si los socialrevolucionarios de arriba adoraban a Kerenski como fuente de todos los bienes, los viejos socialrevolucionarios, ligados con las masas, no sentían por él ni confianza ni respeto. Pero ni el Comité Ejecutivo ni el partido socialrevolucionario podían prescindir de Kerenski, toda vez que éste era necesario como uno de los eslabones de la coalición.
En el bloque soviético, el papel dirigente pertenecía a los mencheviques, que habían inventado los procedimientos más adecuados para eludir la acción. Pero, en el aparato del Estado, los populistas tenían un predominio evidente sobre los mencheviques, predominio que hallaba su expresión más elocuente en la situación dominante de Kerenski. El semi-kadete y semi-socialrevolucionario Kerenski no era, en el gobierno, el representante de los soviets, como Tsereteli o Chernov, sino el lazo que unía a la burguesía y la democracia. Tsereteli-Chernov representaban uno de los aspectos de la coalición. Kerenski era la encarnación personal de la coalición misma. Tsereteli se lamentaba del «carácter personal» de la actuación de Kerenski, sin comprender que esto era inseparable de su función política. El propio Tsereteli, en calidad de ministro de la Gobernación, publicó una circular en la cual decía que el comisario provincial debía apoyarse en todas las «fuerzas vivas» locales, es decir, en la burguesía y en los soviets, y practicar la política del gobierno provisional, sin dejarse impresionar por las «influencias de los partidos». Este comisario ideal, que debía elevarse por encima de las clases, y de los partidos adversos para cumplir su misión, sin más guía que él mismo y la circular, no era más que un Kerenski provincial o de distrito. Como coronamiento del sistema, hacía falta un comisario nacional independiente, alojado en el Palacio de Invierno. Sin Kerenski, la política de conciliación hubiera sido lo mismo que la cúpula de una iglesia sin cruz.
La historia de la elevación de Kerenski es muy instructiva. Fue designado ministro de Justicia gracias a la insurrección de Febrero, que tanto miedo le causara. La manifestación celebrada en abril por los «esclavos en rebeldía» le hizo ministro de la Guerra y Marina. Los combates de julio, provocados por los «agentes alemanes», le pusieron al frente del gobierno. A principios de septiembre, el movimiento de las masas le hace generalísimo. Obedeciendo a la dialéctica, y al mismo tiempo a la maliciosa ironía del régimen conciliador, las masas, con su presión, debían elevar a Kerenski hasta el punto más alto antes de derribarlo.
Kerenski, que se apartaba despectivamente del pueblo que le había dado el poder, recogía con avidez las muestras de aprobación de la sociedad ilustrada. Ya en los primeros días de la revolución, el doctor Kischkin, jefe de los kadetes de Moscú, decía a su regreso de Petrogrado: «A no ser por Kerenski, no tendríamos lo que tenemos. Su nombre será inscrito con letras de oro en los anales de la Historia». Los elogios de los liberales fueron uno de los criterios políticos más importantes de Kerenski. Pero éste no podía —y, además, no quería— poner simplemente su popularidad a los pies de la burguesía. Por el contrario, cada vez sentía mayores deseos de ver a todas las clases a sus propios pies. «Desde los comienzos mismos de la revolución —dice Miliukov—, Kerenski había acariciado la idea de equilibrar la representación de la burguesía y de la democracia». Esta actitud era una consecuencia natural de toda su vida, cuya senda había pasado entre el ejercicio de la abogacía liberal y los grupos clandestinos. Al mismo tiempo que aseguraba respetuosamente a sir Buchanan que el «Soviet moriría de muerte natural», Kerenski intimidaba a cada paso a sus colegas burgueses con la cólera del Soviet. Y en los casos, bastante frecuentes, en que los líderes del Comité Ejecutivo disentían de Kerenski, los asustaba con la más terrible de las catástrofes: la dimisión de los liberales.
Cuando Kerenski decía que no quería ser el Marat de la revolución rusa, esto significaba que se negaba a aplicar medidas severas contra la reacción, pero estaba muy lejos de negarse a usar esos mismos procedimientos contra la «anarquía». Así suele ser, por lo común, dicho sea de paso, la moral de los adversarios de la violencia en política: la rechazan cuando se trata de modificar lo que existe, pero para la defensa del orden no se detienen ante las medidas más implacables.
En el período de la preparación de la ofensiva en el frente, Kerenski se convirtió en una figura particularmente querida de las clases poseyentes. Tereschenko hablaba a diestro y siniestro de la alta estima en que tenían los aliados «los esfuerzos de Kerenski». El Riech, el órgano de los kadetes, que tan severamente trataba a los conciliadores, subrayaba invariablemente su buena disposición respecto del ministro de la Guerra. El propio Rodzianko reconocía que «este joven... renace cada día con redoblada fuerza para bien de la patria y de la labor creadora». Los liberales se proponían con ello adular a Kerenski. Pero, en el fondo, no podían dejar de ver que trabajaba por ellos. «Imaginaos —preguntaba Lenin— lo que sucedería si Guchkov diera orden de emprender la ofensiva, de licenciar los regimientos, de detener a los soldados, de prohibir los congresos, de tutear a los soldados, de llamarles “cobardes”, etc. En cambio, Kerenski puede permitirse todavía este “lujo”, mientras no se disipe la confianza que el pueblo le ha otorgado, y que, a decir verdad, va disipándose con una rapidez vertiginosa».
La ofensiva acrecentó la reputación de Kerenski en las filas de la burguesía, pero quebrantó completamente su popularidad entre el pueblo. El fracaso de la ofensiva fue, en el fondo, el fracaso de Kerenski en ambos campos. Pero, ¡cosa sorprendente!: esta circunstancia fue la que le hizo precisamente «insustituible». Miliukov se expresa en los términos siguientes a propósito del papel desempeñado por Kerenski en la formación de la segunda coalición: «Era el único hombre posible», pero, ¡ay!, «no el que era necesario». Hay que decir que los políticos liberales dirigentes nunca habían tomado a Kerenski muy en serio. En los amplios sectores de la burguesía se hacía recaer cada vez más sobre él la responsabilidad de todos los reveses sufridos. «La impaciencia de los grupos de espíritus patrióticos» impulsaba, según el testimonio de Miliukov, a buscar un hombre fuerte. Durante cierto tiempo se indicaba para desempeñar este papel al almirante Kolchak. La aparición de un hombre fuerte en el timón no se concebía como resultado de negociaciones y acuerdos. No es difícil creerlo. «Habían sido ya abandonadas las esperanzas en la democracia, en la voluntad popular, en la Asamblea Constituyente —escribe Stankievich, refiriéndose al partido kadete—; las elecciones municipales habían dado a los socialistas una mayoría aplastante en todo el país... Y se empieza a buscar convulsivamente un poder que tuviera como misión no persuadir, sino únicamente mandar». Para decirlo con más propiedad, un poder que estrangulara la revolución.
En la biografía de Kornílov y en sus características personales no es fácil discernir los rasgos que pudieran justificar su candidatura como salvador. El general Martínov, que en tiempo de paz había sido jefe de Kornílov, en el servicio y durante la guerra había compartido con él el cautiverio en un castillo austríaco, caracteriza a su antiguo subordinado en los siguientes términos: «Kornílov, que se distinguía por una obstinada laboriosidad y una gran confianza en sí mismo, era por sus aptitudes intelectuales un hombre de nivel vulgar y de horizonte estrecho». Martínov consigna en el activo de Kornílov dos rasgos: valor personal y desinterés. En un medio en que la gente se preocupaba ante todo de la seguridad personal y robaba sin piedad, estas cualidades saltaban a la vista. Kornílov carecía por completo de dotes estratégicas, sobre todo de capacidad para apreciar en conjunto una situación determinada, en sus elementos materiales y morales. «Además, no tenía talento organizador —dice Martínov—, y por su carácter impulsivo y desequilibrado, era, en general, poco apto para las acciones sistemáticas». Brusílov, que había observado la actividad de su subordinado durante la guerra mundial, hablaba de él con un desdén absoluto: «Es un mal jefe de un destacamento de guerrilleros, y nada más...». La leyenda oficial creada alrededor de la división de Kornílov se hallaba dictada por la necesidad de la opinión pública patriótica de hallar una nota clara en el fondo tenebroso de los acontecimientos. «La división 48 —dice Martínov— pereció exclusivamente a consecuencia de la desastrosa dirección del propio Kornílov, el cual no supo organizar un movimiento de retirada y, sobre todo, modificaba constantemente sus decisiones y perdía el tiempo». En el último momento, Kornílov dejó abandonada a su propia suerte, con el fin de buscar el modo de evitar él mismo el cautiverio, a la división que había conducido a la ratonera. Sin embargo, después de cuatro días de andar errante, el fracasado general se entregó a los austríacos, y sólo más tarde consiguió evadirse. «Al regresar a Rusia, en las conversaciones que sostuvo con los periodistas, Kornílov adornó la historia de su evasión con las flores de la fantasía». No tenemos por qué detenernos en las enmiendas prosaicas que introducen en la leyenda los testigos enterados. Por lo visto, a partir de ese momento, aparece en Kornílov el gusto por la publicidad periodística.
Antes de la revolución, Kornílov era un monárquico oscurantista. En el cautiverio, cuando leía los periódicos, decía repetidamente que «ahorcaría con placer a todos esos Guchkov y Miliukov». Pero, como sucede generalmente con la gente de su mentalidad, las ideas políticas le interesaban únicamente en la medida en que se referían a él mismo. Después de la revolución de Febrero, Kornílov se declaró sin dificultad republicano. «Se orientaba muy mal —según atestigua el citado Martínov — en el tejido de los intereses de los distintos sectores de la sociedad rusa; no conocía los partidos ni a sus hombres». Los mencheviques, los socialrevolucionarios y los bolcheviques se fundían, para él, en una masa hostil, que impedía a los comandantes ejercer el mando, a los fabricantes dirigir la producción, a los terratenientes gozar de sus tierras y hacer sus negocios a los comerciantes.
Ya el 2 de marzo, el Comité de la Duma de Estado se aferró al general Kornílov, y, con la firma de Rodzianko, insistió ante el Cuartel General para que «el aguerrido héroe conocido de toda Rusia», fuera nombrado jefe supremo de las tropas de la región militar de Petrogrado. El zar, que ya había dejado de serlo, hizo la siguiente acotación al telegrama de Rodzianko: «Hacerlo». Así fue como tuvo su primer general rojo la capital revolucionaria. En las actas del Comité Ejecutivo del 10 de marzo aparece la siguiente frase relativa a Kornílov: «Un general de viejo cuño que quiere dar cima a la revolución». En los primeros días, el general procuró hacerse agradable y ejecutó, no sin cierta pompa, el ritual de la detención de la zarina: fue éste un servicio que se le tuvo en cuenta. Sin embargo, por las Memorias del coronel Kobilinski, nombrado por él comandante de Tsárskoye Seló, puede advertirse que jugaba con dos naipes. Después de presentarle a la zarina —cuenta Kobilinski—, Kornílov me dijo: «Coronel, déjenos usted solos y quédese detrás de la puerta». Salí. A los cinco minutos, Kornílov me llamó. Entré. La emperatriz me dio la mano... La cosa está clara: Kornílov había recomendado al coronel como a un amigo. Más adelante, nos enteraremos de los abrazos entre el zar y su «carcelero», Kobilinski. Como administrador, Kornílov se portó desastrosamente en su nuevo cargo. «Sus colaboradores inmediatos en Petrogrado —dice Stankievich— se lamentaban constantemente de su incapacidad para trabajar y dirigir las cosas». Sin embargo, Kornílov no estuvo mucho tiempo en la capital. En los días de abril intentó, no sin intervención de Miliukov, hacer la primera sangría a la revolución; pero chocó con la resistencia del Comité Ejecutivo, presentó la dimisión, se le confió el mando de un ejército y, luego, el del frente sudoccidental. Sin esperar la instauración legal de la pena de muerte, Kornílov dio la orden de fusilar a los desertores y dejar sus cadáveres en los caminos, con un letrero; amenazó con adoptar severas medidas contra los campesinos, en caso de que violaran los derechos de los propietarios agrarios; formó batallones de choque y aprovechó todas las ocasiones para mostrar el puño a Petrogrado. Esto rodeó inmediatamente su nombre de una aureola a los ojos de los oficiales y de las clases poseedoras. Pero también hubo muchos comisarios de Kerenski que se dijeron: «Ya no queda otra esperanza que Kornílov». Unas cuantas semanas después, este general, que contaba con la triste experiencia de su mando al frente de una división, fue nombrado generalísimo de un ejército en descomposición, formado por millones de hombres, al cual quería obligar la Entente a combatir hasta la victoria completa.
Kornílov se sintió presa de vértigo. Su ignorancia política y su limitada mentalidad hacían de él un fácil instrumento de los buscadores de aventuras. Al mismo tiempo que defendía sus prerrogativas personales, ese «hombre de corazón de león y cerebro de carnero» —como caracterizaba a Kornílov el general Alexéiev— se entregaba fácilmente a las influencias ajenas, si éstas coincidían con la voz de su ambición. Miliukov, que siente cierta inclinación por Kornílov, nota en él «una confianza infantil en aquellos que saben adularle». El inspirador inmediato del generalísimo resultó ser un tal Zavoiko, que ostentaba el modesto título de oficial de ordenanza y que era una figura turbia, procedente de una familia de terratenientes; un especulador en petróleo y un aventurero que imponía particularmente a Kornílov por la destreza de su pluma; en efecto, Zavoiko tenía el estilo vivo del bribón que no se detiene ante nada. El oficial de ordenanza era el dictador del reclamo, el autor de la biografía «popular» de Kornílov, de las notas informativas, de los ultimátums y, en general, de los documentos para los que, según la expresión del general, hacía falta «un estilo fuerte y artístico». Unióse a Zavoiko otro buscador de aventuras, llamado Aladlin, ex diputado de la primera Duma, que había pasado unos cuantos años en la emigración; nunca se quitaba de la boca la pipa inglesa, y por esto, se consideraba un especialista en problemas internacionales. Estos dos sujetos eran la mano derecha de Kornílov, al cual ponían en contacto con los focos de la contrarrevolución. Su flanco izquierdo lo cubrían Savinkov y Filonenko, los cuales, al mismo tiempo que alimentaban la exagerada opinión que el general tenía de sí mismo, se preocupaban de que no se inutilizara prematuramente a los ojos de la democracia. «Se dirigían a él hombres honrados y poco escrupulosos, sinceros e intrigantes, líderes políticos, militares y aventureros —dice patéticamente el general Denikin— y decían todos unánimemente: “¡Sálvenos usted!”». No es cosa fácil determinar en qué proporción estaban los honrados y los poco escrupulosos. En todo caso, Kornílov se consideraba seriamente llamado a «salvar el país», y, por este motivo, resultó un competidor directo de Kerenski.
Estos dos rivales se odiaban mutuamente de un modo completamente sincero. «Kerenski —dice Martínov— adoptaba un tono altanero en sus relaciones con el viejo general. El modesto Alexéiev y el diplomático Brusílov se dejaban maltratar; pero esta táctica no era aplicable al orgulloso y susceptible Kornílov, el cual... miraba, a su vez, con menosprecio al abogado Kerenski». El más débil de los dos estaba dispuesto a ceder y hacía serias concesiones. En todo caso, a finales de julio, Kornílov decía a Denikin que en los círculos gubernamentales se le proponía que entrase a formar parte del Ministerio. «¡Pero, no, no aceptaré! Esos señores están demasiado ligados a los soviets. Lo que yo les digo es lo siguiente: dadme el poder y llevaré la lucha hasta el fin».
A Kerenski, el terreno le vacilaba bajo los pies, como un pantano de turba. La salida la buscaba, como siempre, en las improvisaciones verbales, reunir, proclamar, declarar. El éxito personal del 21 de julio, cuando se elevó por encima de los bandos contrincantes de la democracia y de la burguesía, en calidad insustituible, dio a Kerenski la idea de la «Conferencia Nacional» en Moscú. Lo que había pasado a puertas cerradas en el Palacio de Invierno, debía ser trasladado a la escena pública. ¡Que el país mismo vea con sus propios ojos que todo se desmoronará, si Kerenski no toma en sus manos las riendas y el látigo!
Se invitó a participar en la Conferencia Nacional, según la lista oficial, a los «delegados de las organizaciones políticas, sociales, democráticas, nacionales, comerciales, industriales y cooperativas; a los dirigentes de los órganos de la democracia, a los representantes superiores del ejército, de las instituciones científicas, de las universidades, a los diputados de las cuatro Dumas». El número de participantes debía ser, según los proyectos, de 1.500, pero se reunieron cerca de 2.500, con la particularidad de que esta ampliación se efectuó enteramente en interés del ala derecha. El órgano de los socialrevolucionarios en la prensa de Moscú, decía en tono de reproche a su gobierno: «Habrá 150 representantes del trabajo, frente a 120 de la clase comercial industrial. Contra 100 diputados campesinos, se invita a 100 representantes de los terratenientes. Contra 100 delegados del Soviet, habrá 300 miembros de la Duma...». El periódico del partido de Kerenski expresaba la duda de que semejante asamblea pudiera dar al gobierno «el punto de apoyo que busca».