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Capítulo XXIV Las jornadas de julio, preparación y comienzo
ОглавлениеEn 1915 la guerra le costó a Rusia 10.000 millones de rublos; de 1916 a 1919: 1.000 millones; en la primera mitad de 1917: 10.500 millones. A principios de 1918, la Deuda pública había de ascender a 60.000 millones, representando casi tanto, por consiguiente, como toda la riqueza nacional, que se calculaba en unos 70.000 millones. El Comité Ejecutivo Central redactó un proyecto de proclama abogando por un empréstito de guerra con el pomposo nombre de «Empréstito de la Libertad»; el gobierno, por su parte, llegaba a la fácil conclusión de que sin un nuevo y grandioso empréstito exterior, no sólo no podría pagar los pedidos hechos al extranjero, sino que no podría siquiera cumplir las obligaciones interiores. El pasivo de la balanza comercial crecía constantemente. Era evidente que los aliados se disponían abandonar el rublo a su propia suerte. El mismo día en que la proclama sobre el «Empréstito de la Libertad» llenaba la primera página de las Izvestia de los Soviets, el Mensajero del Gobierno dio cuenta de la catastrófica baja del rublo. La prensa de estampar billetes no daba ya abasto a la inflación. Estaban a punto de abandonarse los antiguos y sólidos signos monetarios, que aún guardaban el resplandor de su poder adquisitivo anterior, para poner en circulación aquellas descoloridas etiquetas de botellas a que el pueblo dio enseguida el nombre de «kerenskis». El burgués como el obrero daban a esta palabra, al pronunciarla, cada cual a su modo, una inflexión de menosprecio.
Verbalmente, el gobierno abrazaba un programa de reglamentación de la economía, y hasta llegó a crear con este objeto, a finales de junio, una complicada organización. Pero en el régimen de febrero, a las palabras y los hechos les pasaba algo así como al espíritu y a la carne del cristiano devoto: que no acababan de armonizarse. Los órganos reguladores de la economía, debidamente seleccionados, se preocupaban más de preservar a los patronos de los caprichos de un poder central inconsistente y vacilante que de poner coto a los intereses privados. El personal administrativo y técnico de la industria estaba dividido: los sectores más altos, asustados por las tendencias niveladoras de los obreros, se ponían decididamente al lado de los patronos. Los obreros sentían repugnancia por los pedidos de guerra, encargados a las fábricas con un año, o dos, de anticipación. Pero también los patronos iban perdiendo el cariño por la producción, que les valía más inquietudes que beneficios. El cierre deliberado de las fábricas por los patronos tomaba caracteres sistemáticos. La industria metalúrgica redujo su producción en un 40%. La textil en un 20%. Escaseaban todos los artículos necesarios para la vida. Los precios subían al unísono con la inflación y la crisis de la economía. Los obreros sentían un vivo deseo de poder controlar el mecanismo administrativo-comercial oculto a sus ojos y del que dependía su suerte. Skóbelev, ministro de Trabajo, trataba de persuadir a los obreros, en manifiestos difusos, de la imposibilidad de su intervención en la dirección de las industrias. El 24 de junio, las Izvestia daban la noticia de que existía el propósito de cerrar toda otra serie de fábricas. De provincias, llegaban informes análogos. La situación de los transportes ferroviarios era aún más grave que la de la industria. La mitad de las locomotoras necesitaban una reparación radical; una gran parte del material móvil estaba en el frente y se notaba la falta de combustible. El Ministerio de Vías y Comunicaciones se hallaba empeñado en una pugna constante con los obreros y empleados ferroviarios. El abastecimiento de la población empeoraba de día en día. En Petrogrado, sólo había reservas de harina para diez o quince días: en los demás centros, la situación no era mucho mejor. La semiparalización del material móvil y la amenaza de huelga ferroviaria constituían un peligro constante de hambre. No se atalayaba ninguna salida. No; no era esto, ni mucho menos, lo que los obreros habían esperado de la revolución.
Pero la situación era aún peor, si cabía, en el terreno político. La indecisión es la actitud más grave que pueden adoptar tanto los gobiernos, las naciones y las clases como los individuos. La revolución es un modo implacable de resolver los problemas históricos. La política más funesta que puede seguir una revolución es la de las medias tintas: esa política guiada sólo por el afán de evitar los problemas. El revolucionario es como el cirujano que clava el bisturí en el cuerpo del enfermo; no puede vacilar. Pues bien, el régimen dualista, nacido de la Revolución de Febrero, era la indecisión organizada. Todo se volvía contra el gobierno. Los amigos condicionales se convertían en adversarios, los adversarios tibios en enemigos encarnizados, y los que eran enemigos inermes, se armaban. La contrarrevolución estaba movilizando de un modo completamente descarado, a la luz del día, inspirada por el comité central del partido kadete, centro político de todos los que tenían algo que perder. El Comité de la Asociación de oficiales destacado en el Cuartel General de Mohilev, que representaba a cerca de 100.000 jefes y oficiales descontentos, y el Consejo de la Asociación de soldados cosacos, de Petrogrado, eran las dos palancas militares de la contrarrevolución. La Duma, a pesar de la resolución votada en junio por el Congreso de los soviets, decidió continuar sus «sesiones privadas». Su Comité Provisional servía de tapadera legal a la labor contrarrevolucionaria, generosamente alimentada con recursos financieros por los Bancos y las embajadas de la Entente. Los conciliadores se veían amenazados por la derecha y por la izquierda. El gobierno, inquieto, acordaba confidencialmente consignar un crédito para la organización de una policía política secreta.