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Manifestación en la Avenida Nevski durante las jornadas de julio.
ОглавлениеCoincidiendo con todo esto, a mediados de junio, el gobierno señaló la fecha del 17 de septiembre para las elecciones a la Asamblea Constituyente. La prensa liberal, a pesar de estar representados los kadetes en el Ministerio, sostenía una campaña tenaz contra la fecha señalada oficialmente, en la que, por lo demás, nadie creía y que nadie defendía seriamente. La imagen de la Asamblea Constituyente, tan nítida en los primeros días de marzo, se enturbiaba y se iba desvaneciendo. Todo se volvía contra el gobierno, hasta sus pobres buenas intenciones. Hasta el 30 junio no se decidió a abolir la tutela que seguía ejerciendo la nobleza sobre las aldeas, por medio de los «jefes rurales», cuyo sólo nombre era execrado por el país desde que Alejandro III los creara. Pero, hasta esta reforma parcial, tardía y obligada, tenía el sello de una denigrante cobardía. Entre tanto, la nobleza se iba reponiendo de su pánico, los terratenientes se organizaban y apretaban sus filas. El Comité Provisional de la Duma dirigióse a finales de junio al gobierno, exigiendo la adopción de medidas eficaces y resueltas para proteger a los propietarios contra los campesinos, soliviantados por «elementos criminales».
El 1 de julio se abrieron en Moscú las sesiones del Congreso de los propietarios de tierras; la aplastante mayoría de los congresistas eran elementos de la nobleza. El gobierno hacía los más variados equilibrios, intentando entretener y engaitar con palabras tan pronto a los campesinos como a los terratenientes.
Pero donde las cosas estaban peor era en el frente. La ofensiva, que era ya la última carta de Kerenski hasta para afrontar los problemas interiores, se agitaba en las últimas convulsiones. El soldado no quería seguir guerreando. Los diplomáticos del príncipe Lvov no se atrevían a mirar a la cara a los de la Entente. El empréstito era de una absoluta necesidad. Para dar sensación de una firmeza que no tenía, el gobierno emprendió el ataque contra Finlandia, que, como todos los asuntos sucios, llevó a cabo por mediación de los socialistas. Al mismo tiempo, se agravaba el conflicto con Ucrania, en el que la ruptura declarada iba haciéndose cada vez más patente.
Al no encontrar salida, la energía de las masas se dispersaba en actos aislados y secundarios. Los obreros, soldados y campesinos intentaban solucionar por partes lo que el poder creado por ellos se negaba a resolver en conjunto. No hay nada que tanto fatigue a las masas como la indecisión de los directores. La espera infructuosa las incita a golpear con una fuerza creciente en la puerta que no se les quiere abrir, o provoca explosiones tumultuosas de indignación. Ya por los días del Congreso de los soviets, cuando los delegados de provincias pudieron a duras penas contener la mano de sus jefes levantada sobre Petrogrado, los obreros y soldados pudieron convencerse de cuáles eran los sentimientos y los propósitos que abrigaban los dirigentes soviéticos respecto a ellos. Para la mayoría de los obreros y soldados de la capital, Tsereteli se había convertido, como Kerenski, en una figura execrable, con la cual no se sentían ligados por nada común.
En la periferia de la revolución crecía la influencia de los anarquistas, los cuales tenían gran predicamento en el comité revolucionario que se había constituido en la casa de campo de Durnovo. Hasta los sectores obreros más disciplinados y la masa del partido empezaban a perder la paciencia o a prestar oídos a los que ya la habían perdido. La manifestación del 18 de junio patentizó a los ojos de todo el mundo que aquel gobierno no contaba con base alguna. «¿En qué piensan los de arriba?», se preguntaban los soldados y los obreros, refiriéndose no sólo a los jefes conciliadores, sino también a los organismos directivos de los bolcheviques.
En las condiciones creadas por los precios de inflación, la lucha por los salarios enervaba y agotaba a los obreros. En el transcurso del mes de junio esta cuestión se planteó de un modo especialmente agudo en la fábrica de Putilov en la que trabajaban 36.000 hombres. El 21 de junio estalló la huelga en algunos talleres de esta fábrica. El partido veía claramente la esterilidad de estas explosiones esporádicas. Al día siguiente, una asamblea de delegados de las organizaciones obreras más importantes y de 70 fábricas, dirigida por los bolcheviques, declaraba que «la causa de los obreros de Putilov es la causa de todo el proletariado de la ciudad», y exhortaba a los obreros de la fábrica de Putilov a «contener su legítimo descontento». La huelga fue aplazada. Pero en los doce días siguientes no sobrevino cambio alguno. La masa obrera de las fábricas se agitaba, buscando una salida. Cada fábrica tenía planteado su conflicto, y todos estos conflictos juntos llegaban a las alturas, al gobierno. El sindicato de brigadas de locomotoras decía en una nota enviada al ministro de Vías y Comunicaciones: «Lo diremos por última vez: la paciencia tiene sus límites. No nos sentimos con fuerzas para seguir viviendo en esta situación». Era una queja que nacía no sólo de la necesidad y el hambre, sino también de la duplicidad, la indecisión, la falsedad del gobierno. La nota protestaba con especial acritud contra «los llamamientos constantes que se nos dirigen, apelando al deber cívico y a la abstinencia».
En marzo, el Comité Ejecutivo había traspasado los poderes al gobierno provisional, a condición de que no se sacaran de Petrogrado las tropas revolucionarias. Pero ya nadie se acordaba de eso. La guarnición había evolucionado hacia la izquierda, los dirigentes de los soviets, hacia la derecha. La pugna contra la guarnición estaba constantemente a la orden del día. Y si el gobierno no se atrevía a sacar todos los regimientos de la capital, so pretexto de necesidades estratégicas, los más revolucionarios veíanse sistemáticamente diezmados por la sangría de las compañías enviadas de maniobras. Constantemente estaban llegando a la capital noticias relativas a la disolución en el frente de regimientos insubordinados y a la negativa a cumplir las órdenes de ataque que se les daban. Dos divisiones siberianas —no hacía mucho, los tiradores siberianos eran considerados como los mejores elementos— habían sido disueltas por la fuerza. Ante la negativa a cumplir las órdenes que se les habían dado, fueron encausados solamente en el 5° Ejército, situado cerca de la capital, 87 oficiales y 12.725 soldados. La guarnición de Petrogrado, en la cual se acumulaba el descontento del frente, de la aldea, de los barrios obreros y de los cuarteles, se hallaba en un estado de permanente agitación. Los soldados barbudos de cuarenta años exigían con histérica insistencia que se les licenciara, que se les mandara a casa para atender a los trabajos del campo. Los regimientos situados en el barrio de Viborg —el 1° de Ametralladoras, el 1° de Granaderos, el de Moscú, el 180° de Infantería y otros— estaban constantemente bajo la ardiente influencia de los suburbios proletarios. Millares de obreros desfilaban diariamente por delante de los cuarteles; entre ellos, había no pocos incansables agitadores bolcheviques. Bajo aquellos sucios muros se celebraban mítines y más mítines, casi sin interrupción. El 22 de junio, cuando todavía no se había extinguido el eco de las manifestaciones patrióticas provocadas por la ofensiva, se atrevió a aventurarse en la perspectiva Sampsonievskaya, imprudentemente, un automóvil de Comité Ejecutivo con unos cartelones que decían: «¡Adelante por Kerenski!». El regimiento de Moscú detuvo a los agitadores, rompió los carteles y mandó el automóvil patriótico al regimiento de ametralladoras.
En general, los soldados eran más impacientes que los obreros, porque vivían directamente bajo la amenaza de ser enviados al frente y porque les costaba mucho más trabajo asimilarse las razones de estrategia política. Además, tenían un fusil en la mano, y desde febrero, el soldado propendía a exagerar su fuerza. Lihdin, un viejo obrero bolchevique, contaba más tarde que los soldados del 180° Regimiento le decían: «¿Qué hacen los nuestros en el palacio de la Kchesinskaya: están durmiendo? ¿Por qué no echamos nosotros mismos a Kerenski?». En las asambleas de los regimientos se votaban resoluciones sobre la necesidad de decidirse, por fin, a emprender el ataque contra el gobierno. En los regimientos, se presentaban constantemente delegados de las fábricas y preguntaban si los soldados se echaban a la calle. Los soldados del regimiento de ametralladoras envían a los cuarteles delegados incitando a los soldados a levantarse en armas contra la continuación de la guerra. Los delegados más impacientes añaden: «Los regimientos de Pavl y de Moscú y 40.000 obreros de Putilov se lanzarán mañana a la calle». Las exhortaciones oficiales del Comité Ejecutivo no surten ningún efecto. Cada vez se hace más agudo el peligro de que Petrogrado, no apoyado por el frente y la provincia, sea vencido. El 21 de junio, Lenin, desde la Pravda, exhorta a los obreros y soldados de Petrogrado a esperar hasta que los acontecimientos impulsen a las reservas pesadas a ponerse al lado de la capital. «Nos hacemos cargo de la amargura, de la excitación de los obreros de Petrogrado. Pero les decimos: compañeros, en estos momentos la acción sería nociva». Al día siguiente, una reunión privada de directivos bolcheviques, que, al parecer eran más «izquierdistas» que Lenin, llegaba a la conclusión de que, a pesar del estado de espíritu de los soldados y de las masas obreras, no era aún posible aceptar la batalla: «Es mejor esperar a que, con la ofensiva iniciada, los partidos dirigentes se cubran definitivamente de oprobio. Entonces, tendremos la partida ganada».
Así lo cuenta Latsis, organizador de barriada y uno de los elementos más importantes por aquellos días. El Comité se ve obligado, cada vez con más frecuencia, a enviar a los regimientos y a las fábricas agitadores con el fin de evitar que se lancen a una acción prematura. Los bolcheviques Viborg, meneando la cabeza, se lamentan entre sí: «Tenemos que hacer de manguera para apagar el fuego».
Sin embargo, las incitaciones a lanzarse a la calle no cesaban. Entre ellas, había no pocas que tenían un carácter evidente de provocación. La Organización Militar de los bolcheviques se vio obligada a dirigirse a los soldados y a los obreros con un manifiesto en el que se decía: «No deis crédito a ningún llamamiento que se os haga en nombre de la Organización Militar para que os echéis a la calle. La Organización Militar no ha hecho ningún llamamiento en este sentido». Y más adelante, todavía con mayor insistencia: «Exigid de todo orador que os incite a la acción en nombre de la Organización Militar que os presente la credencial con la firma del presidente y del secretario».
En la famosa plaza del Ancora, de Kronstadt, donde los anarquistas levantan la voz cada día con más firmeza, se prepara un ultimátum tras otro. El 23 de junio, los delegados de la citada plaza, prescindiendo del Soviet de Kronstadt, exigen del Ministerio de Justicia que ponga en libertad al grupo de anarquistas de Petrogrado, amenazando, en caso contrario, con el asalto de la cárcel por los marinos. Al día siguiente, los representantes de Orienbaum declaran al ministro de Justicia que su guarnición está tan agitada como la de Kronstadt con motivo de las detenciones efectuadas en la casa de campo de Durnovo, y que «se están limpiando ya las ametralladoras». La prensa burguesa cogía al vuelo estas amenazas y se las metía por las narices a sus aliados conciliadores. El 26 de junio llegaban del frente a su batallón de reserva los delegados del regimiento de Granaderos de la guardia y declaraban: «El regimiento está contra el gobierno provisional, exige que todo el poder pase a los soviets y se niega a tomar parte en la ofensiva ordenada por Kerenski». Esto expresa el temor de que el Comité Ejecutivo se haya pasado a los burgueses con los ministros socialistas. El órgano del Comité Ejecutivo dio cuenta de esta visita en un tono de reproche.
Hervía como una caldera no sólo Kronstadt, sino toda la escuadra del Báltico, que tenía su base principal en Helsingfors. El mejor elemento con que contaban los bolcheviques en la escuadra era indiscutiblemente Antónov-Ovséyenko, que había participado ya, siendo un oficial joven, en la sublevación de Sebastopol de 1905. Menchevique durante los años de la reacción, emigrante internacionalista durante la guerra, colaborador de Trotsky en París, en el diario Nashe Slovo (NuestraPalabra), bolchevique a su regreso de la emigración, hombre políticamente vacilante, pero dotado de valor personal, y aunque impulsivo y desordenado, capaz de iniciativa e improvisación, Antónov-Ovséyenko, poco conocido todavía en aquellos años, ocupó en los acontecimientos ulteriores de la revolución un puesto bastante considerable. «En el Comité del partido de Helsingfors —cuenta en sus Memorias— comprendíamos la necesidad de esperar y de organizar una preparación seria. Teníamos, además, indicaciones del Comité Central en este sentido. Pero nos dábamos cuenta de que el estallido era inevitable y volvíamos inquietos la mirada a Petrogrado». Los elementos explosivos se iban acumulando asimismo aquí de día en día. El segundo regimiento de ametralladoras, más rezagado que el primero, adoptó una resolución en favor de la transmisión del poder a los soviets. El tercer regimiento de Infantería se negó a dejar salir a 14 compañías para las maniobras. Las asambleas de los cuarteles tomaban un carácter cada vez más turbulento. En el mitin celebrado el 1 de julio por el regimiento de Granaderos, fue detenido el presidente del Comité y se impidió hablar a los oradores mencheviques. ¡Abajo la ofensiva! ¡Abajo Kerenski! El punto central de la guarnición eran los soldados del regimiento de ametralladoras, que fueron los que abrieron los diques a la avalancha de julio.
Ya en los acontecimientos de los primeros meses de la revolución nos encontramos con el nombre del primer regimiento de ametralladoras. Este regimiento, que se hallaba de guarnición en Orienbaum y se había trasladado por iniciativa propia a Petrogrado después de la caída del régimen zarista «para la defensa de la revolución», tropezó inmediatamente con la resistencia del Comité Ejecutivo, quien acordó expresar su gratitud al regimiento y reintegrarle a Orienbaum. Los soldados se negaron rotundamente a abandonar la capital: «Los contrarrevolucionarios pueden atacar al Soviet y restaurar el antiguo régimen». El Comité Ejecutivo cedió, y unos cuantos miles de soldados se quedaron en Petrogrado con sus ametralladoras. Instalados en la Casa del Pueblo, no sabían lo que sería de ellos en lo sucesivo. En el regimiento había no pocos obreros petrogradeses, y por esto no es casual que fuera el Comité de los bolcheviques el que se preocupara de los soldados de la sección de ametralladoras. Gracias a su intervención, éstos eran pertrechados regularmente con víveres por la fortaleza de Pedro y Pablo. Así quedaba sellada una amistad que no tardó en convertirse en indestructible. El 21 de julio, el regimiento, reunido en asamblea general, adoptó la resolución siguiente: «En lo sucesivo no se mandarán fuerzas al frente más que en el caso de que la guerra tome un carácter revolucionario». El 2 de julio, el regimiento organizó en la Casa del Pueblo un mitin de despedida de los «últimos» soldados que salían para el frente. Hicieron uso de la palabra Lunacharski y Trotsky, posteriormente, los gobernantes intentaron dar a este hecho accidental una importancia extraordinaria. En nombre del regimiento hablaron el soldado Gilin y el suboficial Laschevich, que era un viejo bolchevique. Los ánimos estaban muy excitados. Se anatematizó a Kerenski, se juró fidelidad a la revolución, pero nadie hizo proposiciones concretas para el próximo futuro. Sin embargo, durante aquellos días se habían esperado acontecimientos en la ciudad. Las «jornadas de julio» proyectaban ya su sombra: «Por todas partes, en todos los rincones —recuerda Sujánov—, en el Soviet, en el palacio Marinski, en las casas particulares, en las plazas y en los bulevares, en los cuarteles y en las fábricas, se hablaba insistentemente de acciones que tendrían lugar de un momento a otro... Nadie sabía concretamente quién se echaría a la calle, ni cómo ni cuándo. Pero la ciudad tenía la sensación de hallarse en vísperas de una explosión». Y la acción, en efecto, se desencadenó, impulsada desde arriba, desde las esferas dirigentes.
El mismo día en que Trotsky y Lunacharski hablaban a los soldados del regimiento de ametralladoras de la inconsistencia de la coalición, los cuatro ministros kadetes salían del gobierno. A modo de razón, señalaron el compromiso, inaceptable para sus pretensiones unitaristas, a que habían llegado sus colegas conciliadores con Ucrania. La causa real de aquella ruptura demostrativa consistía en que los conciliadores no procedían con la rapidez suficiente para frenar a las masas.
La elección del momento la indicó el fracaso de la ofensiva, no reconocida aún oficialmente, pero que no ofrecía la menor duda para los enterados. Los liberales consideraron que había llegado el momento oportuno de dejar que sus aliados de izquierda se enfrenten con la derrota y con los bolcheviques.
El rumor de la dimisión de los ministros kadetes se propagó rápidamente por la capital y redujo políticamente todos los conflictos políticos a una sola consigna, o, más propiamente, a un alarido: «¡Hay que acabar con el tira y afloja de la coalición!». Los obreros y los soldados entendían que los problemas de salarios, del precio del pan, de si había que morir en el frente sin saber por qué, estaban subordinados al problema de saber quién dirigiría el país en lo sucesivo: si la burguesía o los soviets. En esta actitud de espera había una parte de ilusión, ya que las masas confiaban en obtener, con el cambio de gobierno, la solución inmediata de los problemas más agudos. Pero, en fin de cuentas, tenían razón: la cuestión del poder decidía todo el giro de la revolución y, por tanto, trazaba el destino de todos los problemas concretos. Suponer que los kadetes podían no prever las consecuencias que tendría el acto de sabotaje que realizaban contra los Soviets, significaría no apreciar en su justo valor a Miliukov. El jefe del liberalismo aspiraba evidentemente a empujar a los conciliadores a una situación difícil, de la cual únicamente se podría salir con ayuda de las bayonetas: por aquellos días, estaba firmemente convencido de que era posible salvar la situación mediante un golpe audaz de fuerza.
El 3 de julio por la mañana, unos cuantos millares de ametralladoras irrumpieron en la reunión de los Comités de compañía y de regimiento, eligieron a un presidente propio y exigieron que se discutiera inmediatamente la cuestión del levantamiento armado. El mitin tomó un carácter turbulento. La cuestión del frente se confundió con la del poder. El bolchevique Golovin, que presidía, intentó contener a la gente proponiendo entrevistarse antes de nada con los demás regimientos y con la Organización Militar. Pero toda alusión a un aplazamiento exasperaba a los soldados. Apareció en la asamblea el anarquista Bleichman, figura no de gran magnitud, pero bastante pintoresca del escenario de 1917. Bleichman, que disponía de un bagaje ideológico muy modesto, pero que tenía cierta sensibilidad para pulsar el estado de ánimo de las masas y era hombre sincero dentro de su inflamada limitación, hallaba en los mítines, en los que se presentaba con la camisa desabrochada y el pelo alborotado, no pocas simpatías semiirónicas. Los obreros, es verdad, le acogían con reserva, con un poco de impaciencia, sobre todo, los metalúrgicos. Pero sus discursos provocaban una alegre sonrisa en los soldados, los cuales se codeaban y se sentían atraídos por el aspecto excéntrico del orador, su decisión irrazonable y su acento judío-americano, caústico, como el vinagre. A finales de junio, Bleichman se hallaba como el pez en el agua en todos los mítines improvisados. Siempre tenía a mano la solución: hay que echarse a la calle con las armas en la mano. ¿Organización? La calle nos organizará. ¿Objetivos? «Derribar al gobierno provisional como se ha hecho con el zar, aunque ningún partido incitara a hacerlo». En aquellos momentos, discursos de ese tono armonizaban magníficamente con el estado de espíritu de los ametralladores, y no sólo con el de ellos. Había no pocos bolcheviques que no ocultaban su satisfacción cuando las masas saltaban por encima de sus exhortaciones oficiales. Los obreros avanzados se acordaban de que en febrero los dirigentes se disponían a batirse en retirada precisamente en vísperas de la victoria; de que en marzo, la jornada de ocho horas había sido conquistada por la iniciativa de los de abajo; de que en abril, Miliukov había sido arrojado del gobierno por los regimientos que salieron espontáneamente a la calle. El recuerdo de estos hechos estimulaba la tensión de espíritu y la impaciencia de las masas.
La Organización Militar de los bolcheviques, a la cual se dio cuenta inmediatamente de que en el mitin de los ametralladores reinaba una temperatura de ebullición, fue mandando allí uno tras otro, a sus agitadores. Presto se presentó el propio Nevski, director de la Organización Militar, por el cual sentían los soldados un cierto respeto. Al parecer, se le prestó alguna atención. Pero el estado de espíritu de aquel mitin interminable variaba constantemente, lo mismo que su estructura. «Fue para nosotros una sorpresa extraordinaria —cuenta Podvoiski, otro de los dirigentes de la Organización Militar— cuando a las siete de la tarde, se presentó un mensajero enviado para informarnos de que... los ametralladores habían tomado nuevamente la decisión de echarse a la calle». En vez del antiguo Comité de regimiento, eligieron a un Comité provisional revolucionario, compuesto de dos representantes por compañía y presidido por el teniente Semaschko.
Delegados elegidos especialmente recorrían ya fábricas y cuarteles en demanda de apoyo. Naturalmente, los ametralladores no se olvidaron de mandar delegados a Kronstadt. Así, por debajo de las organizaciones oficiales, se iba extendiendo temporalmente una nueva red de relaciones entre los regimientos y las fábricas más excitadas. Las masas no se proponían romper con el Soviet; al contrario querían que éste tomase el poder. Y mucho menos se proponían romper con el partido bolchevique. Pero les parecía que pecaba de indeciso. Querían ejercer sobre él presión, amenazar al Comité Ejecutivo, empujar a los bolcheviques.
Se crean representaciones improvisadas, nuevas formas de enlace y nuevos centros de acción, no permanentes, sino para las circunstancias del momento. Las variaciones de la situación y del estado de espíritu de las masas se efectúan de un modo tan rápido y pronunciado, que aún una organización tan ágil como el Soviet se retrasa inevitablemente y las masas se ven obligadas cada vez más a crear órganos auxiliares para las necesidades del instante. Merced a estas improvisaciones, se filtran no pocas veces elementos accidentales y no siempre dignos de confianza. Los que echan leña al fuego son los anarquistas, pero asimismo algunos de los bolcheviques jóvenes e impacientes. Indudablemente, fíltranse también provocadores, posiblemente agentes alemanes, pero más probablemente que nada, agentes de la policía rusa. ¿Cómo deshacer en hilos separados el complejo tejido de los movimientos de masas? Sin embargo, el carácter general de los acontecimientos aparece dibujado con una claridad completa. Petrogrado tenía la sensación de su fuerza, se sentía impulsado hacia delante, sin fijarse en la provincia ni en el frente, y ni el partido bolchevique era capaz de contenerle. Sólo la experiencia podía poner a esto un remedio.
Los delegados de los ametralladores, al incitar a los regimientos ya a las fábricas a lanzarse a la calle, no se olvidaban de añadir que la acción había de ser armada. ¿Acaso podía ser de otro modo? ¿Acaso habían de exponerse las masas desarmadas a los golpes de enemigo? Además, y esto es quizá lo más importante, había que demostrar la propia fuerza, pues un soldado sin fusil no es nada. Sobre este particular, la opinión de los regimientos y de las fábricas era unánime: si había que echarse a la calle, había de ser contando con una reserva de plomo. Los ametralladores no perdían el tiempo: la suerte estaba echada y había que ganar la partida con la mayor rapidez posible.
El sumario instruido posteriormente caracteriza en los siguientes términos la actuación del teniente Semaschko, uno de los principales dirigentes del regimiento: «Exigía automóviles de las fábricas, los armaba con ametralladoras, los mandaba al palacio de Táurida y a otros sitios, indicando el trayecto que habían de seguir; sacó personalmente el regimiento a la calle, se fue al batallón de reserva del regimiento de Moscú con el fin de incitarle a secundar la acción, lo cual consiguió; prometió a los soldados del regimiento de ametralladoras el apoyo de la Organización Militar, manteniendo el contacto con esta organización, domiciliada en la casa de Kchesinskaya, y con el líder de los bolcheviques, Lenin; envió patrullas para establecer un servicio de vigilancia cerca de la Organización Militar». Si se alude a Lenin, es para completar el cuadro; Lenin, enfermo, se hallaba retirado en una casa de campo de Finlandia desde el 29 de junio, y ni ese día ni los siguientes estuvo en Petrogrado.
Pero en todo lo restante, el lenguaje conciso del funcionario militar da una idea muy aproximada de la preparación febril a que se entregaban los ametralladores. En el patio del cuartel se efectuaba un trabajo no menos ardiente. A los soldados que no tenían armas se les daba fusiles, y a algunos de ellos, bombas y en cada uno de los camiones traídos de las fábricas se instalaban tres ametralladoras. El regimiento quería echarse a la calle completamente equipado.
En las fábricas ocurría poco más o menos lo mismo: llegaban delegados del regimiento de ametralladoras o de la fábrica cercana e invitaban a los obreros a lanzarse a la calle. Diríase que les estaban esperando desde hacía mucho tiempo: el trabajo se interrumpía inmediatamente. Un obrero de la fábrica Renault cuenta: «Después de comer se presentaron unos cuantos soldados del regimiento de ametralladoras, pidiendo que les diéramos camiones. A pesar de la protesta de nuestro grupo bolchevique, no hubo más remedio que entregar los automóviles. Los soldados instalaron inmediatamente en los camiones unas Maxim (ametralladoras) y emprendieron la marcha hacia la Nevski. No fue ya posible contener a nuestros obreros... Todos ellos salieron al patio, sin quitarse la ropa de trabajo...».
Hay que suponer que las protestas de los bolcheviques de las fábricas no tendrían siempre un carácter insistente. Fue en la fábrica Putilov donde se desarrolló una lucha más prolongada. Cerca de las dos de la tarde circuló por los talleres el rumor de que había llegado una delegación del regimiento de ametralladoras y que convocaba a un mitin.
10.000 obreros salieron al patio. Los ametralladores decían, entre gritos de aprobación de los obreros, que habían recibido orden de marchar al frente el 4 de julio, pero que ellos habían decidido «dirigirse no al frente alemán, contra el proletariado de Alemania, sino contra los ministros capitalistas». Los ánimos se excitaron. «¡Vamos, vamos!», gritaban los obreros. El secretario del Comité de fábrica, un bolchevique, propuso que se consultara previamente al partido. Protesta de todos: «¡Fuera, fuera! Otra vez queréis dar largas al asunto. No se puede seguir viviendo así». Hacia las seis, llegaron los representantes del Comité Ejecutivo, pero éstos no consiguieron, ni mucho menos, influenciar a los obreros.
El mitin, nervioso, tenaz, en que participaba una masa de miles de hombres que buscaba una salida y no permitía se tratara de convencerle de que no la había, proseguía sin que se le viera el fin. Se propone enviar una delegación al Comité Ejecutivo: nuevo aplazamiento. La reunión seguía sin disolverse. Entre tanto, llega un grupo de obreros y soldados con la noticia de que el barrio de Viborg se ha puesto ya en marcha hacia el palacio de Táurida. No hay modo ya de contener a la gente. Se resuelve echarse a la calle. Yefinov, un obrero de la fábrica de Putilov, se precipitó al Comité de barriada del partido para preguntar: «¿Qué hemos de hacer?». Le contestaron: «No nos lanzaremos a la calle, pero no podemos dejar a los obreros abandonados a su suerte; no tenemos más remedio que ir con ellos». En aquel momento, apareció el miembro del Comité de barriada, Chudin, con la noticia de que en todas las barriadas, los obreros se lanzaban a la calle y de que los miembros del partido se verían obligados a «mantener el orden». Así era como los bolcheviques se veían arrastrados por el movimiento, buscando una justificación de sus actos, que se hallaban en contradicción manifiesta con las resoluciones oficiales del Partido.
A las siete de la tarde se interrumpió completamente la vida industrial de la ciudad. En las fábricas se iban organizando y equipando destacamentos de la Guardia Roja.
«Entre la masa de miles de obreros —cuenta Metelev, uno de los trabajadores de Viborg— se movían, haciendo resonar los cerrojos de los fusiles, centenares de jóvenes de la Guardia Roja. Unos, colocaban paquetes de cartuchos en las cartucheras; otros, se apretaban los cinturones; otros, se ataban las mochilas a la espalda; otros, calaban la bayoneta, y los obreros que no tenían armas ayudaban a los guardias rojos a equiparse».
La perspectiva Sampsonievskaya, arteria principal de la barriada de Viborg, está atestada de gente. A derecha e izquierda de dicha vía, compactas columnas de obreros. Por el centro avanza el regimiento de ametralladoras, columna vertebral de la manifestación. Al frente de cada compañía, camiones con ametralladoras Maxim. Detrás del regimiento, obreros; en la retaguardia, cubriendo la manifestación, fuerzas del regimiento de Moscú. Cada destacamento lleva una bandera con la divisa: «¡Todo el poder a los soviets!». La procesión luctuosa de marzo o la manifestación de Primero de Mayo, estaban, seguramente, más concurridas. Pero la manifestación de julio era incomparablemente más decidida, más amenazadora y más homogénea. «Bajo las banderas rojas sólo avanzaban obreros y soldados —escribe uno de los que tomaron parte en ella—. Brillan por su ausencia las escarapelas de los funcionarios, los botones relucientes de los estudiantes, los sombreros de las “señoras simpatizantes”, todo lo que lucía en las manifestaciones cuatro meses atrás, en febrero. En el movimiento de hoy no hay nada de esto; hoy no se lanzan a la calle más que los esclavos del capital». Como antes, corrían velozmente por las calles, en distintas direcciones, automóviles con obreros y soldados armados: delegados, agitadores, exploradores, agentes de enlace, destacamentos para sacar a la calle a los obreros y regimientos, todos con los fusiles apuntando hacia delante. Los camiones erizados de armas resucitaban el espectáculo de las jornadas de Febrero, electrizando a los unos y aterrorizando a los otros. El kadete Nabokov escribe: «Los mismos rostros insensatos, adustos, feroces, que todos recordábamos de las jornadas de febrero, es decir, de los días de aquella misma revolución que los liberales calificaban de gloriosa e incruenta». A las nueve, siete regimientos avanzaban ya sobre el palacio de Táurida. Por el camino, uníanse a ellos las columnas de obreros de las fábricas y nuevas unidades de militares. El movimiento del regimiento de ametralladoras tuvo una fuerza de contagio inmensa. Iniciábanse las «jornadas de julio».
Empezaron los mítines en las calles. Resonaron disparos en distintos sitios. Según relata el obrero Korotkov, «en la perspectiva Liteinaya, fueron sacados de un subterráneo una ametralladora y un oficial, al que se fusiló en el acto». Circulan toda clase de rumores, la manifestación provoca el pánico por todas partes. Los teléfonos de los barrios centrales, sobrecogidos de terror, transmiten las versiones más fantásticas. Decíase que cerca de las ocho de la tarde, un automóvil blindado se había dirigido velozmente hacia la estación de Varsovia en busca de Kerenski, quien precisamente salía ese día para el frente, con el fin de detenerle; pero que el automóvil había llegado a la estación con retraso, pocos momentos después de la salida del tren. Posteriormente, había de señalarse más de una vez este episodio como prueba acreditativa de la existencia de un complot. Nadie pudo precisar, sin embargo, quién iba en el automóvil y quién había descubierto sus misteriosos propósitos.
En aquel atardecer circulaban en todas direcciones automóviles con hombres armados, y probablemente también por los alrededores de la estación de Varsovia. En muchos sitios, se lanzaban palabras fuertes contra Kerenski. Fue lo que, por lo visto, sirvió de pretexto al mito; aunque también cabe pensar que fue inventado de cabo a rabo.
Las Izvestia trazaban el siguiente esquema de los acontecimientos del 3 de julio: «A las cinco de la tarde salieron armados a la calle el primer regimiento de ametralladoras, parte de los regimientos de Moscú, de Granaderos y de Pavl, a los cuales se unieron grupos de obreros... A las ocho, empezaron a afluir delante del palacio de la Ksechinskaya fuerzas de los regimientos, armados y equipados, con banderas rojas y cartelones en los cuales se pedía la entrega del poder a los soviets. Desde el balcón, se pronunciaron discursos. A las diez y media se dio un mitin en el patio del palacio de Táurida. Una parte de los regimientos mandaron una delegación al Comité Ejecutivo Central, al cual formularon las siguientes demandas: separación de los diez ministros burgueses; todo el poder al soviet; suspensión de la ofensiva; confiscación de las imprentas de los periódicos burgueses; nacionalización de la tierra; control de la producción». Dejando a un lado las modificaciones secundarias, tales como: «Una parte de los regimientos», en vez de «los regimientos», «grupos de obreros», en vez de «fábricas enteras», se puede decir que el órgano de Dan-Tsereteli no deforma, en sus líneas generales, la verdad de lo ocurrido, y que, en particular, señala acertadamente los dos focos de la manifestación: la villa de la Kchesinskaya y el palacio de Táurida. Ideológica y físicamente, el movimiento giraba alrededor de estos dos centros antagónicos: a la casa de la Kchesinskaya se acudía en busca de indicaciones de dirección, de discursos orientadores, al palacio de Táurida a formular peticiones e incluso a amenazar con la fuerza de que se disponía.
A las tres de la tarde se presentaron en la conferencia local de los bolcheviques, reunida aquel día en el palacio de la Kchesinskaya, dos delegados del regimiento de ametralladoras para comunicar que este regimiento había decidido echarse a la calle. Nadie lo esperaba ni lo quería. Tomski declaró: «Los regimientos que se lanzan a la calle no han obrado como compañeros al no invitar al Comité de nuestro partido a examinar previamente la cuestión. El Comité Central propone a la conferencia: primero, lanzar un manifiesto con el fin de contener a las masas; segundo, redactar un mensaje al Comité Ejecutivo pidiendo que tome el poder en sus manos. En estos momentos, no se puede hablar de acción si no se desea una nueva revolución». Tomski, viejo obrero bolchevique, que había sellado su fidelidad al partido con luengos años de presidio, posteriormente cabeza visible de los sindicatos, se inclinaba más bien, por su carácter, a contener la acción que a incitar a la misma. Pero en circunstancias tales, no hacía más que desarrollar el pensamiento de Lenin: «En estos momentos no se puede hablar de acción si no se desea una nueva revolución». No hay que olvidar que los conciliadores habían calificado de complot hasta la tentativa de manifestación pacífica del 10 de junio. La aplastante mayoría de la conferencia se solidarizó con Tomski. Era preciso retrasar a toda costa el desenlace. La ofensiva en el frente tenía en tensión a todo el país. Su fracaso estaba descontado, así como el propósito del gobierno de hacer recaer la responsabilidad de la derrota sobre los bolcheviques. Había que dar tiempo a los conciliadores para que se desacreditaran definitivamente. Volodarski, en nombre de la conferencia, contestó a los delegados del regimiento de ametralladoras en el sentido de que éste debía someterse a la decisión del partido.
A las cuatro, el Comité Central ratifica la resolución de la conferencia. Los miembros de la misma recorren los barrios obreros y las fábricas con el fin de contener la acción de las masas. Se envía a la Pravda un manifiesto, inspirado en el mismo espíritu, para que aparezca al día siguiente en primera página. Se confía a Stalin la misión de poner en conocimiento de la sesión común de los Comités ejecutivos el acuerdo del partido. Por tanto, los propósitos de los bolcheviques no dejan lugar a duda. El Comité Ejecutivo se dirigió a los obreros y soldados con un manifiesto en el cual se decía: «Gente desconocida... os incita a echaros a la calle con las armas en la mano», afirmando con ello que el llamamiento no había sido hecho por ninguno de los partidos soviéticos. Pero los dos Comités centrales de los partidos y de los soviets proponían, y las masas disponían.
A las ocho se presentó ante el palacio de la Kchesinskaya el regimiento de ametralladoras, y, tras él, el de Moscú. Nevski, Laschevich, Podvoiski, bolcheviques que gozaban de popularidad, intentaron desde el balcón persuadir a los regimientos de que se reintegraran a sus cuarteles. Desde abajo no se oían más que gritos de: «¡Fuera!».
Hasta entonces, desde el balcón de los bolcheviques no se habían oído jamás gritos semejantes de los soldados. Era un síntoma inquietante. Detrás de los regimientos aparecieron los obreros de las fábricas: «¡Todo el poder a los soviets!». «¡Abajo los diez ministros capitalistas!». Eran las banderas del 18 de junio. Pero ahora, rodeadas de bayonetas. La manifestación se convertía en un hecho de enorme importancia. ¿Qué hacer? ¿Era concebible que los bolcheviques permanecieran al margen? Los miembros del Comité de Petrogrado, con los delegados a la conferencia y los representantes de los regimientos, toman el acuerdo siguiente: anular las decisiones tomadas, poner término a los esfuerzos estériles para contener el movimiento, orientar este último en el sentido de que la crisis gubernamental se resuelva en beneficio del pueblo; con este fin, incitar a los soldados y a los obreros a dirigirse pacíficamente al palacio de Táurida, a elegir delegados y presentar sus demandas, por mediación de los mismos, al Comité Ejecutivo. Los miembros del Comité Central que se hallaban presentes sancionaron la rectificación de la táctica acordada.
La nueva resolución, proclamada desde el balcón, es acogida con gritos de júbilo y con La Marsellesa. El movimiento ha sido sancionado por el partido: los ametralladores pueden respirar tranquilos. Una parte del regimiento se dirige inmediatamente a la fortaleza de Pedro y Pablo para tratar de ganarse la guarnición, y, en caso de necesidad, proteger el palacio de la Kchesinskaya, separado de la fortaleza por el angosto canal de Kronverski.
Los primeros grupos de manifestantes entraron, como en país extranjero, en la perspectiva Nevski, arteria de la burguesía, de la burocracia y de la oficialidad. Desde las aceras, las ventanas y los balcones, miles de ojos atisban hostilmente a los manifestantes. A un regimiento sigue una fábrica; a una fábrica, un, regimiento. Van llegando cada vez nuevas masas. Todas las banderas gritan en letras oro sobre fondo rojo lo mismo: «¡Todo el poder a los soviets!». La manifestación se apodera de la Nevski y afluye como un río desbordado hacia el palacio de Táurida. Los carteles con el lema de «¡Abajo la guerra!», son los que provocan una hostilidad más aguda por parte de los oficiales, entre los cuales hay no pocos inválidos. El estudiante, la colegiala, el funcionario intentan hacer comprender a los soldados, con grandes gestos y voz quebrada, que los agentes alemanes que acechan a sus espaldas quieren dejar entrar en Petrogrado a los soldados de Guillermo para que estrangulen la libertad. A los oradores les parece irrefutables sus propios argumentos.
«¡Están engañados por los espías!», dicen los funcionarios, refiriéndose a los obreros, que, con gesto sombrío, enseñan los dientes. «¡Han sido arrastrados por los fanáticos!», contestan los más indulgentes. «¡Son unos ignorantes!», dicen los unos y los otros. Pero los obreros tienen su criterio. No fueron precisamente espías alemanes los que les imbuyeron las ideas que hoy les han echado a la calle. Los manifestantes echan a un lado, con malas maneras, a los mentores impertinentes, y siguen su camino. Esto pone fuera de sí a los patriotas de la Nevski.
Algunos grupos, capitaneados en la mayor parte de los casos por inválidos y Caballeros de la Cruz de San Jorge, se lanzan sobre algunos manifestantes e intentan arrebatarles las banderas. Se producen colisiones aquí y allí. Suenan disparos sueltos. ¿De dónde parten? ¿De una ventana? ¿Del palacio de Anichkin? El arroyo contesta con una descarga hacia arriba, sin blanco fijo. Durante unos momentos reina en la calle la confusión. «Cerca de medianoche —relata un obrero de la fábrica Vulcán—, cuando pasaba por la Nevski el regimiento de Granaderos, cerca de la biblioteca pública se abrió, no se sabe de dónde, el fuego, que duró algunos minutos. Se produjo el pánico. Los obreros se dispersaron por las calles inmediatas. Los soldados se tiraron al suelo; no en vano muchos de ellos habían pasado por la escuela de la guerra».
Aquella Nevski de medianoche, con soldados de la guardia y de granaderos echados en el arroyo mientras sonaban las descargas, ofrecía un espectáculo fantástico. ¡Ni Puschkin, ni Gógol, cantores de la Nevski, se la representaban así! Sin embargo, el espectáculo, fantástico al parecer, era realidad: en el arroyo quedaron varios muertos y heridos.
En el palacio de Táurida había aquel día una agitación especial. En vista de la dimisión de los kadetes, ambos Comités ejecutivos, el de los obreros y soldados y el de los campesinos, discutían el informe de Tsereteli sobre la manera de lavar el abrigo de la coalición sin mojar la lana. Seguramente se habría acabado por descubrir el secreto de semejante operación, de no haberlo impedido los suburbios intranquilos.
Los avisos telefónicos relativos a la acción preparada por el regimiento de ametralladoras provocan muecas de rabia y de pesar en los rostros de los jefes. ¿Es posible que los soldados y los obreros no puedan esperar hasta que los periódicos publiquen la salvadora resolución? Miradas de reojo de la mayoría hacia los bolcheviques. Pero también para ellos es, esta vez, la manifestación algo inesperado. Kámenev y otros representantes del partido presentes acceden incluso a recorrer las fábricas y los cuarteles, después de la sesión diurna, con objeto de contener a las masas. Posteriormente, este gesto habría de ser interpretado por los conciliadores como un ardid de guerra.
Los Comités ejecutivos redactaron un manifiesto en el cual, como de costumbre, toda acción era calificada de traición contra la revolución. Pero ¿cómo había de resolverse la crisis del poder? Se encontró una salida: dejar el gabinete tal como había quedado después de la dimisión de los kadetes, aplazando la solución definitiva de la cuestión hasta que fueran llamados los miembros provinciales del Comité Ejecutivo. Aplazar las cosas, ganar tiempo para las propias vacilaciones. ¿Acaso no es ésta la más prudente de todas las políticas?
Los conciliadores sólo consideraban imposible dejar pasar el tiempo cuando se trataba de luchar contra las masas. Se puso inmediatamente en movimiento el aparato oficial para armarse contra la insurrección, que fue el nombre que se dio a la manifestación desde el primer momento. Los jefes buscaban por todas partes fuerzas armadas para la defensa del gobierno y del Comité Ejecutivo.
Distintas instituciones militares recibieron órdenes firmadas por Chjeidze y otros miembros de la mesa pidiendo que se mandaran al palacio de Táurida automóviles blindados, cañones de tres pulgadas y proyectiles. Al mismo tiempo, casi todos los regimientos recibieron la orden de mandar destacamentos armados para la defensa del palacio. Por si esto fuera poco, se telegrafió aquel mismo día al frente, al 5° Ejército, que era el que se hallaba más cerca de la capital, ordenando «el envío a Petrogrado de una división de Caballería, de una brigada de Infantería y de automóviles blindados».
El menchevique Voitinski, al cual se había confiado la misión de proteger al Comité Ejecutivo, ha dicho, en sus relatos retrospectivos, con toda franqueza, cuál era en aquellos días la situación real:
«El 3 de julio fue consagrado enteramente a la adopción de medidas para proteger, aunque no fuera más que con unas cuantas compañías, el palacio de Táurida... Hubo un momento en que no disponíamos absolutamente de ninguna fuerza. En las puertas del palacio de Táurida no había más que seis hombres, incapaces de contener a la multitud».
Y más adelante: «El primer día de la manifestación sólo disponíamos de 100 hombres; no contábamos con nada más. Mandamos comisarios a todos los regimientos con la petición de que nos facilitaran soldados para organizar el servicio de centinelas. Pero cada regimiento volvía la vista hacia el vecino para ver cómo había de proceder. Era preciso acabar a toda costa con este escandaloso estado de cosas, y llamamos tropas del frente». Sería difícil, aun proponiéndoselo, imaginar una sátira más malévola contra los conciliadores. Centenares de miles de manifestantes exigen la entrega del poder a los soviets. Chjeidze, que se halla al frente del sistema soviético, y que es por ello mismo el candidato a la presidencia, busca por todas partes fuerzas militares para lanzarlas contra los manifestantes. El grandioso movimiento en favor de la democracia es calificado por los jefes de ésta como un ataque de bandas armadas contra la democracia.
En aquel mismo palacio de Táurida se hallaba reunida, después de una prolongada pausa, la sección obrera del Soviet, la cual, en el transcurso de dos meses, mediante elecciones parciales en las fábricas, se había renovado hasta tal punto, que el Comité Ejecutivo temía, no sin fundamento, que los bolcheviques dominaran en la misma. La reunión de la sección, artificialmente aplazada, y convocada, al fin, por los propios conciliadores unos días antes, coincidió casualmente con la manifestación armada: los periódicos veían asimismo en esto la mano de los bolcheviques. Zinóviev desarrolló en su discurso, en una forma convincente, la idea de que los conciliadores, aliados de la burguesía, no querían ni sabían luchar contra la contrarrevolución, pues entendían por tal las fechorías aisladas de los «cien negros» y no la cohesión política de las clases poseedoras, con el fin de aplastar a los soviets, centros de resistencia de los trabajadores. El discurso dio en el blanco. Los mencheviques, al darse cuenta de que por primera vez se hallaban en minoría en los soviets, propusieron no tomar ningún acuerdo y recorrer los barrios obreros con el fin de mantener el orden. Pero ¡ya era tarde! La noticia de que han llegado al palacio de Táurida los obreros armados y los soldados del regimiento de ametralladoras provoca en la sala una extraordinaria excitación. Aparece en la tribuna Kámenev. «Nosotros —dice— nos hemos incitado a la acción; pero las masas populares se han lanzado a la calle por propia iniciativa... Y puesto que las masas han salido, nuestro sitio está junto a ellas. Nuestra misión consiste ahora en dar el movimiento un carácter organizado». Kámenev termina su discurso proponiendo que se designe una Comisión de 25 miembros encargada de dirigir el movimiento. Trotsky apoya esta petición. Chjeidze teme a la Comisión bolchevique e insiste inútilmente para que la cuestión pase al Comité Ejecutivo. Los debates toman un carácter tumultuoso. Convencidos definitivamente de que no tienen más que el tercio de los votos, los mencheviques y los socialrevolucionarios abandonan la sala. Esta táctica se convierte en la táctica favorita de los demócratas: empiezan a boicotear los Soviets a partir del momento en que pierden la mayoría en ellos. La resolución en que se incita al Comité Ejecutivo Central a hacerse cargo del poder es aprobada por 276 votos. No hay oposición. Se procede inmediatamente a elegir los 15 vocales de la Comisión. Se reservan 10 puestos para la minoría, puestos que nadie ocupará. El hecho de que saliese elegida una Comisión bolchevique significaba, para amigos y adversarios, que la sección obrera del Soviet de Petrogrado se convertía, a partir de aquel momento, en la base del bolchevismo. Se había dado un gran paso. En abril, la influencia de los bolcheviques se extendía aproximadamente a la tercera parte de los obreros petersburgueses; por aquellos días representaban en el Soviet un sector insignificante. Ahora, a principios de julio, los bolcheviques tienen en la sección obrera cerca de los dos tercios de delegados: esto significaba que su influencia entre las masas había adquirido un carácter decisivo.
De las calles adyacentes al palacio de Táurida afluyen columnas de obreros, obreras y soldados con banderas, cantos y música. Aparece la artillería ligera, cuyo jefe provoca el entusiasmo general al declarar que todas las baterías de su división están con los obreros. La calle en que está emplazado el palacio de Táurida y el muelle correspondiente al mismo están atestados de gente. Todo el mundo quiere acercarse a la tribuna situada en la puerta principal del palacio. Se presenta a los manifestantes Chjeidze, con el aspecto malhumorado del hombre a quien se ha arrancado inútilmente a sus ocupaciones. El popular presidente de los soviets es acogido con un silencio hostil. Con voz cansada y ronca, Chjeidze repite los lugares comunes habituales, que todo el mundo se sabe ya de memoria. No se dispensa mejor acogida a Voitinski, que ha acudido en su auxilio. «En cambio, Trotsky —según cuenta Miliukov—, que declaró que había llegado el momento de que el poder pasara a los Soviets, fue acogido con ruidosos aplausos...». Esta frase es falsa a sabiendas. Ningún bolchevique dijo entonces que «había llegado el momento». Un cerrajero de la fábrica Dinflou, situada en la barriada de Petrogrado, decía más tarde, hablando del mitin celebrado bajo los muros del palacio de Táurida: «Me acuerdo del discurso de Trotsky, quien decía que no había llegado aún el momento de tomar el poder». Este cerrajero reproduce el espíritu de mi discurso más fielmente que el profesor de Historia. Por los oradores bolchevistas, los manifestantes se enteraron del triunfo que acababa de ser alcanzado en la sección obrera del Soviet, y este hecho les dio una satisfacción casi tangible, como si hubieran entrado ya en la época del régimen soviético.
Poco antes de medianoche abrióse nuevamente la sesión mixta de los Comités ejecutivos: en aquel momento los granaderos se echaban al suelo en la perspectiva Nevski. A propuesta de Dan, se decidió que sólo puedan asistir a la reunión los que se comprometiesen de antemano a defender y poner en práctica los acuerdos tomados. ¡Esto era algo nuevo! Los mencheviques intentaban convertir el Soviet, declarado por ellos Parlamento de los obreros y soldados, en órgano administrativo de la mayoría conciliadora. Cuando se queden en minoría —lo cual ocurrirá dentro de dos meses—, los conciliadores defenderán apasionadamente la democracia soviética. Hoy, como en general en todos los momentos decisivos de la vida social, la democracia queda arrinconada. Algunos meirayontsi1 abandonaron la reunión protestando; bolcheviques no había ninguno: estaban en el palacio de la Kchesinskaya deliberando sobre la conducta que había de seguirse al día siguiente. Más tarde, los meirayontsi y los bolcheviques se presentaron en la sala y declararon que nadie podía despojarles del mandato que les habían dado los electores. La mayoría se calló, y la proposición de Dan cayó insensiblemente en el olvido. La reunión fue larga como una agonía. Los conciliadores intentan persuadirse mutuamente, con voz débil, de la razón que les asiste. Tsereteli, en calidad de ministro de Correos y Telégrafos, se lamenta de los empleados subalternos: «Hasta este momento no me he enterado de la huelga de Correos y Telégrafos». Por lo que a las reivindicaciones políticas se refiere, su consigna es también la de «¡Todo el poder a los soviets!». Los delegados de los manifestantes que rodeaban el palacio de Táurida exigieron que se les permitiera el acceso a la reunión. Se les dejó entrar con inquietud y malevolencia. Los delegados creían sinceramente que esta vez los conciliadores no podrían dejar de acoger favorablemente sus aspiraciones. ¿Acaso los periódicos menchevistas y socialrevolucionarios de hoy, excitados por la dimisión de los kadetes, no denuncian las intrigas y el sabotaje de sus aliados burgueses? Además, la sección obrera se ha pronunciado por la entrega del poder a los soviets. ¿Qué se espera? Pero los ardientes llamamientos, en los cuales la indignación respira aún esperanza, caen impotentes en la atmósfera estancada del Parlamento conciliador.
A los jefes no les preocupa más que una idea: cómo librarse lo más rápidamente posible de aquellos huéspedes indeseables. Se les invita a tomar asiento en la galería: sería demasiado imprudente echarlos a la calle, al lado de los manifestantes. Desde la galería, los ametralladores escuchan asombrados los debates que se estaban desarrollando y que no perseguían más fin que ganar tiempo, a fin de que pudieran llegar los regimientos de confianza. «En las calles está el pueblo revolucionario — dice Dan—, pero este pueblo hace obra contrarrevolucionaria». Dan se ve apoyado por Abramovich, uno de los líderes de la «Liga» judía, un pedante conservador cuyos instintos se sentían ofendidos por la revolución. «Estamos en presencia de un complot», afirma, faltando a toda evidencia, y propone a los bolcheviques que declaren abiertamente que la cosa «es obra suya». Tsereteli profundiza el problema: «Salir a la calle con la demanda de “Todo el poder a los soviets” significa sostener a estos últimos. Si los soviets quisieran, el poder pasaría a sus manos. Ningún obstáculo se opone a su voluntad... Manifestaciones como ésta hacen el juego no a la revolución, sino a la contrarrevolución». Los delegados no acababan de comprender este razonamiento. Les parecía que sus elevados jefes no estaban en su sano juicio. Al final, la asamblea confirmó una vez más, con 11 votos en contra, que la manifestación armada era una puñalada trapera al ejército revolucionario, etcétera. La reunión terminó a las cinco de la madrugada.
Poco a poco las masas fueron retirándose a sus barriadas. Durante toda la noche recorrieron la ciudad automóviles armados, estableciendo el contacto entre los regimientos, las fábricas y los centros de barriada. Como en Febrero, las masas, por la noche, hacían el balance del día. Pero ahora lo hacían con la participación de un complejo sistema de organizaciones de fábrica, de partido, militares, que estaban reunidos con carácter permanente. En las barriadas se opinaba como algo que no admitía ya discusión, que el movimiento no podía detenerse a medio camino. El Comité Ejecutivo aplazó la resolución acerca del traspaso del poder. Las masas interpretaron esto como una vacilación. La conclusión era clara: había que apretar más.
La reunión nocturna de los bolcheviques y meirayontsi, que tenía lugar en el palacio de Táurida a la vez que la de los Comités ejecutivos, sacaba también el balance del día e intentaba anticipar lo que traería consigo el día siguiente. Los informes de las barriadas atestiguaban que la manifestación no había hecho más que poner en movimiento a las masas, planteando ante ellas por primera vez en toda su agudeza el problema del poder. Mañana, las fábricas y los regimientos querrán obtener una contestación y no habrá fuerza humana capaz de retenerlos en los suburbios. No se discutía si debía o no tomarse el poder, como habían de afirmar más tarde los adversarios, sino si debía hacerse o no una tentativa para liquidar la manifestación o ponerse al frente de la misma al día siguiente.
A hora avanzada de la noche, hacia las tres, llegaban al palacio de Táurida los obreros de la fábrica Putilov, una masa de 30.000 hombres, muchos de ellos con sus mujeres y niños. La manifestación se puso en marcha a las once, y por el camino se unieron a los manifestantes otras fábricas. En el portal de Narva había tanta gente, a pesar de lo avanzado de la hora, que se hubiera dicho que la barriada había quedado completamente vacía. Las mujeres gritaban: «Todo el mundo tiene que ir... ¡Nosotras guardaremos las casas!». Del campanario de Spasa partieron unos disparos, al parecer de ametralladora. Desde abajo se hizo una descarga contra el campanario. «En Gostini Dvor se lanzaron contra los manifestantes un grupo de estudiantes y de junkers2, que les arrebataron un cartelón. Los obreros ofrecieron resistencia, se produjo un gran tumulto, sonaron disparos, y al autor de estas líneas le rompieron la cabeza y le pisotearon el pecho y los costados». Nos cuenta esto el obrero Yefimov, ya conocido del lector. Atravesando la ciudad, ya silenciosa, los obreros de Putilov llegaron por fin al palacio de Táurida. Gracias a la insistente intervención de Riazanov, muy íntimamente ligado en aquel entonces con los sindicatos, la delegación de la fábrica fue recibida por el Comité Ejecutivo. La masa obrera, hambrienta y terriblemente fatigada, se sentó a esperar en la calle y en el jardín, con la esperanza de obtener una contestación. Estos obreros de la fábrica de Putilov, acampados a las tres de la madrugada en los alrededores del palacio de Táurida, en el que los líderes de la democracia esperaban la llegada de tropas del frente, es uno de los espectáculos más conmovedores de la revolución en el período turbulento que va desde Febrero a Octubre. Doce años antes, no pocos de estos obreros habían tomado parte en la manifestación de enero ante el Palacio de Invierno, con imágenes y estandartes. En aquellos doce años habían pasado siglos enteros. En el transcurso de los cuatro meses próximos transcurrieron otros cuantos más.
Sobre la reunión de los líderes y organizadores bolcheviques que discuten sobre lo que ha de hacerse al día siguiente flota la sombra grávida de los obreros de la fábrica de Putilov, acampados en plena calle. Mañana los obreros de la fábrica de Putilov no irán al trabajo. ¿Cómo van a trabajar después de una noche pasada en vela? Entre tanto, es llamado Zinóviev por teléfono, Raskólnikov comunica, desde Kronstadt, que mañana a primera hora la guarnición de la fortaleza se dirigirá a Petrogrado, y que no hay nada ni nadie capaz de contenerla. Desde el otro extremo del hilo telefónico, el joven oficial pregunta: «¿Es posible que el Comité Central le ordene dejar abandonados a los marinos, desacreditándose completamente a sus ojos?». A la imagen de los obreros de la fábrica de Putilov acampados delante del palacio de Táurida se une a otra, no menos impresionante: la de los marinos de la isla, que en esta noche de vela se aprestan a apoyar a los obreros y soldados de Petrogrado. No, la cosa es demasiado clara. No se puede seguir vacilando. Trotsky pregunta por última vez: «¿Y si se intentara dar a la manifestación el carácter de una manifestación sin armas?». No, ni de eso se puede ya siquiera hablar. Un pelotón de junkers bastaría para dispersar, como a un rebaño de ovejas, a millares de hombres desarmados. Los soldados y obreros acogerían indignados, considerándola como una encerrona, semejante proposición. La contestación es categórica y convincente. Por unanimidad se decide incitar mañana a las masas, en nombre del partido, a continuar la manifestación. Zinóviev corre al teléfono, donde espera frenético Raskólnikov, para comunicarle la noticia que le permitirá respirar con desahogo. Se redacta inmediatamente un manifiesto a los obreros y soldados: ¡a la calle! El manifiesto del Comité Central, que había sido escrito durante el día, y en el que se invitaba a las masas a cesar la manifestación, es sacado de las prensas; pero ya es tarde para reemplazarlo por el nuevo texto. La página blanca de la Pravda será mañana un indicio mortal contra los bolcheviques. Evidentemente, en el último momento, asustados, han retirado el llamamiento a la insurrección, o, acaso al revés: han renunciado a su llamamiento a la manifestación pacífica para incitar a la insurrección. La verdadera resolución de los bolcheviques apareció en una hoja que invitaba a los obreros y soldados a «expresar su voluntad ante los Comités ejecutivos reunidos, mediante una manifestación pacífica y organizada». No, aquello no era precisamente un llamamiento a la insurrección.