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Capítulo XXV Las jornadas de julio, el momento culminante y la derrota

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A partir de este momento, la dirección inmediata del movimiento pasa a manos del Comité del partido de Petrogrado, cuyo principal agitador era Volodarski. De movilizar a la guarnición se encargó la Organización Militar. Ya desde marzo se hallaban al frente de la misma dos viejos bolcheviques, a los cuales debió mucho la Organización en su ulterior desarrollo, uno de ellos era Podvoiski, figura brillante y original en las filas del bolchevismo, con los rasgos característicos del revolucionario ruso de viejo estilo. Procedente del seminario, era hombre de gran energía, aunque no disciplinado, con imaginación creadora, que, justo es reconocerlo, degeneraba fácilmente en fantasía. Más tarde, cuando Lenin pronunciaba la palabra «Podvoiskismo», en sus labios había cierta ironía bonachona, no exenta de advertencia. Pero los lados débiles de esta naturaleza apasionada habían de manifestarse principalmente después de la toma del poder, cuando la abundancia de posibilidades y recursos daba impulsos excesivos a la energía dilapidadora de Podvoiski y a su pasión por las empresas decorativas. En las circunstancias creadas por la lucha revolucionaria en torno al poder, su decisión optimista, su abnegación y su incansable actividad le hacían un director insustituible de las masas de soldados en pleno despertar.

Nevski, ese ex Privatdozent3, más prosaico que Podvoiski y no menos adicto al partido que él, no tenía nada de espíritu organizador, y sólo por una desdichada casualidad llegó a ser, un año más tarde, por poco tiempo, ministro soviético de Vías y Comunicaciones. La atracción que ejercía sobre los soldados era debida a su sencillez, a su carácter comunicativo y a su trato afable.

Alrededor de estos directores pululaba un grupo de auxiliares directos, formado por soldados y jóvenes oficiales, algunos de los cuales estaban llamados a desempeñar más tarde un importante papel. En la noche del 4 de julio, la Organización Militar pasa de golpe a ocupar el primer plano. Podvoiski, que asume sin gran trabajo las funciones de mando, improvisa a su lado un Estado Mayor. Se cursan órdenes e instrucciones breves a todas las fuerzas de la guarnición. Se colocan automóviles blindados en los puentes que unen a los suburbios con el centro y en los puntos estratégicos de las arterias principales, a fin de proteger a los manifestantes contra posibles ataques. Por la noche, los soldados del regimiento de ametralladoras habían apostado ya centinelas propios en la fortaleza de Pedro y Pablo. Por medio de teléfono y emisarios especiales se notifica la manifestación del día siguiente a las organizaciones de Orienbaum, Peterhof, Krasni-Selo y otros puntos próximos a la capital. Huelga decir que la dirección política general del movimiento quedaba reservada al Comité Central.

Los ametralladores no regresaron a sus barracones hasta el amanecer, fatigados y ateridos, a pesar de estar en el mes de julio. La lluvia nocturna había calado hasta los huesos a los obreros de Putilov. Los manifestantes se reúnen cerca de las once de la mañana. Las fuerzas militares no entran en escena hasta más tarde. Hoy, el primer Regimiento de ametralladoras se ha echado también a la calle en toda su integridad. Pero ya no desempeña el papel de instigador que desempeñara en la víspera. El primer plano lo ocupan hoy los obreros de las fábricas. Se unen al movimiento los que en el día anterior se habían quedado al margen. Allí donde los dirigentes titubean o se resisten, la juventud obrera obliga al vocal de turno del comité de fábrica a hacer sonar la sirena para dar la señal de paralizar el trabajo. En la fábrica del Báltico, donde predominaban los mencheviques y socialrevolucionarios, de los 5.000 obreros que trabajan en la misma secundan el movimiento cerca de 4.000. En la fábrica de calzado Skorojod, que durante mucho tiempo había sido considerada como el reducto de los socialrevolucionarios, el estado de espíritu de los obreros habíase cambiado tan rápidamente, que el diputado de la fábrica, un socialrevolucionario, estuvo algunos días sin poder aparecer por allí. Estaban en huelga todas las fábricas; por todas partes se celebraban mítines. Elegíanse dirigentes de la manifestación y delegados encargados de presentar las reivindicaciones del Comité Ejecutivo. Cientos de miles de hombres volvieron a ponerse en marcha hacia el palacio de Táurida, y docenas de miles de manifestantes volvieron a encaminarse hacia la villa de la Kchesinskaya. El movimiento de hoy es más imponente y está mejor organizado que el de ayer: se ve la mano dirigente del partido. La atmósfera es también más candente; los soldados y los obreros quieren provocar el desenlace de la crisis. El gobierno, angustiado, espera. Su impotencia es aún más evidente que ayer. El Comité Ejecutivo espera tropas leales y recibe noticias de todas partes anunciando que avanzan sobre la capital fuerzas militares hostiles. De Kronstadt, de Novi-Peterhof, de Krasni-Selo, del fuerte de Krasnaya Gorka, de toda la periferia próxima, por mar y por tierra, avanzan marinos y soldados, con bandas de música, con armas, y, lo que es peor, con cartelones bolcheviques. Algunos regimientos, exactamente lo mismo que en Febrero, traen por delante a sus oficiales, como si entraran en acción bajo su mando.

«Aún seguía reunido el gobierno —relata Miliukov—, cuando se recibió la noticia de que en la Nevski había tiroteo. Decidieron continuar reunidos en el Estado Mayor. Allí estaban el príncipe Lvov, Tsereteli, el ministro de Justicia Pereverzev y dos ayudantes del ministro de la Guerra. Hubo un momento en que la situación del gobierno parecía desesperada. Los soldados de los regimientos de Preobrajenski, Semiónov e Ismail, que no estaban con los bolcheviques, declararon al gobierno que se mantendrían “neutrales”. En la plaza de Palacio, para la defensa del Estado Mayor, no había más que inválidos y algunos centenares de cosacos». El día 4, por la mañana, el general Polovtsiev anunciaba que Petrogrado iba a quedar limpio de tropas armadas, y ordenaba severamente a la población que cerrase los portales y no saliera a la calle no siendo en caso de extrema necesidad.

Aquella terrible orden no pasó de ser una vacua amenaza. El jefe de las tropas de la región sólo pudo lanzar contra los manifestantes a pequeños destacamentos de junkers y de cosacos, que durante todo el día provocaron tiroteos sin ton ni son y sangrientas escaramuzas. El abanderado del primer Regimiento del Don, que guardaba el Palacio de Invierno, declaró lo siguiente ante la Comisión Investigadora: «Se había dado la orden de desarmar a los pequeños grupos que pasaran por delante, fueran los que fueran los que los compusieran, y asimismo a los automóviles armados. Cumpliendo esta orden, de vez en cuando nos formábamos en fila cerca de palacio y procedíamos al desarme». El simple relato de este cosaco nos da una idea inequívoca de la correlación de fuerzas y del carácter de la lucha. Las tropas «rebeldes» salen de los cuarteles formadas en compañías y regimientos, tomaban posesión de las calles y de las plazas. Las fuerzas del gobierno operan por medio de emboscadas, ataques por sorpresa realizados por destacamentos poco numerosos, es decir, por los métodos con que suelen operar los guerrilleros insurrectos. El cambio de papeles se explica por la circunstancia de que casi todas las fuerzas armadas del gobierno le son hostiles o en el mejor de los casos, guardan una actitud neutral. El gobierno vive de la confianza que le otorga el Comité Ejecutivo, el cual, por su parte, se apoya en la confianza que abrigan las masas de que acabarán por variar de criterio y tomará, por fin, el poder.

Lo que dio mayor impulso a la manifestación fue el hecho de que aparecieran los marinos de Kronstadt en la palestra de Petrogrado. El día anterior, los delegados del regimiento de ametralladoras habían ya realizado una gran propaganda entre la guarnición de la fortaleza marítima. De un modo inesperado para las organizaciones locales, en la plaza del Ancora se celebró un mitin por iniciativa de unos anarquistas llegados de Petrogrado. Los oradores incitaban a acudir en auxilio de la capital. El estudiante de medicina Roschal, uno de los jóvenes héroes de Kronstadt y el niño mimado de la plaza del Ancora, intentó pronunciar un discurso moderado. Miles de voces le interrumpieron.

Roschal, acostumbrado a que se le acogiera de un modo muy distinto, tuvo que retirarse de la tribuna. Hasta la noche no se supo en Petrogrado que los bolcheviques invitaban a las masas a echarse a la calle. Esto resolvía la cuestión. Los socialrevolucionarios de izquierda —¡en Kronstadt no los había ni podía haber de derecha!— declararon que se proponían tomar parte en la manifestación. Esta gente formaba parte de un mismo partido con Kerenski, quien, en aquellos mismos momentos, reunía tropas en el frente para aplastar a los manifestantes. El estado de espíritu dominante en la Asamblea nocturna de las organizaciones de Kronstadt era tal, que incluso el tímido comisario del gobierno provisional, Parchevski, votó en favor de la marcha sobre Petrogrado. Se trazó un plan, se movilizaron los medios de transporte marítimo, se entregaron 75 puds4 de municiones. A las doce de la noche, cerca de 10.000 marinos, soldados y obreros armados, entraban en la embocadura del Nevá, conducidos por remolcadores y vapores de pasajeros. Después de desembarcar en ambas orillas del río, se unen a la manifestación, fusil al hombro y al son de las orquestas. Detrás de los marinos y soldados, van las columnas de obreros de los barrios de Petrogrado y de la isla de Vasili, entre los cuales avanzan también destacamentos de la Guardia Roja. A los lados, automóviles blindados; flotando por encima de las cabezas, banderas y cartelones innumerables.

El palacio de la Kchesinskaya está a dos pasos. Pequeño, enjuto, negro como la pez, Sverdlov, uno de los principales organizadores del partido, incorporado al Comité Central en la conferencia de abril, da órdenes desde el balcón con su poderosa voz de bajo: «Hacer avanzar la cabeza de la manifestación, apretad las filas, contened las filas de atrás». Desde el balcón, saluda a los manifestantes Lunacharski, siempre dispuesto a contagiarse del estado de espíritu de los que le rodean, imponente de aspecto, de voz y de elocuencia declamatoria, no muy seguro, pero frecuentemente insustituible. Desde abajo le aplauden ruidosamente. Pero a quien sobre todo querían oír los manifestantes era a Lenin —al cual, dicho sea de paso, habían hecho venir por la mañana de su refugio de Finlandia— y los marinos expresaron con tanta insistencia su deseo, que, a pesar de su mal estado de salud, Lenin no pudo negarse a satisfacerlo. Una ola de entusiasmo desbordante acogió la aparición del jefe en el balcón. Lenin, impaciente y esperando, con cierta confusión como siempre, que cesaran las aclamaciones, empezó a hablar antes de que éstas se acallaran. Su discurso, que, durante varias semanas enteras, la prensa enemiga había de tergiversar en todos los tonos, estaba hecho de unas cuantas frases simples: saludo a los manifestantes, expresión de la seguridad de que la consigna «todo el poder a los Soviets» acabará por triunfar; llamamiento a la serenidad y a la firmeza. La manifestación se pone nuevamente en marcha en medio de las aclamaciones y a los acordes de las bandas. Entre esta introducción jubilosa y la etapa siguiente, en la cual se derramó la sangre, se desarrolla un episodio curioso. Los jefes de los socialrevolucionarios de izquierda de Kronstadt sólo al llegar al campo de Marte se dieron cuenta del enorme cartelón del Comité Central de los bolcheviques que iba a la cabeza de la manifestación y que había hecho su aparición después de la pausa ante el palacio de la Kchesinskaya. Impulsados por sus celos políticos, exigieron que este cartelón fuese retirado. Los bolcheviques se negaron a ello. Entonces, los socialrevolucionarios declararon que se retiraban. Pero ninguno de los marinos y soldados siguió a los jefes... Toda la política de los socialrevolucionarios de izquierda estaba hecha de vacilaciones caprichosas como ésta, a veces cómicas, a veces trágicas.

En la esquina de la Nevski y la Liteinaya, la retaguardia de la manifestación viose inesperadamente tiroteada. Resultaron heridas algunas personas. En la esquina de la Liteinaya y de la Panteleimonovskaya, el tiroteo fue más intenso. El caudillo de Kronstadt, Raskólnikov, recuerda la impresión que produjo en los manifestantes la ignorancia de dónde partía el golpe. «¿Dónde está el enemigo? ¿Desde dónde dispara?». Los marinos cogieron los fusiles y empezó un tiroteo desordenado, en que algunos hombres cayeron muertos o heridos. Sólo con gran dificultad fue posible restablecer algo parecido al orden. La manifestación se puso nuevamente en marcha a los acordes de las bandas, pero no quedaba ya ni rastro del estado de espíritu jubiloso del principio. «Por todas partes se creía ver el enemigo oculto. Los fusiles no colgaban ya pacíficamente del hombro, sino que se llevaban empuñados y a punto de disparar».

Durante el día hubo no pocos incidentes sangrientos en distintos puntos de la ciudad. Una parte de estos sucesos hay que atribuirlos a la confusión, a los equívocos, a los disparos hechos al azar, al pánico. Estas casualidades trágicas constituyen una especie de gasto extraordinario de la revolución, que es, a su vez, un gasto extraordinario de la evolución histórica. Pero es incontestable, como se vio en aquellos días, y se confirmó posteriormente, que en los acontecimientos de julio, la provocación sangrienta desempeñó su papel... «Cuando los soldados manifestantes —cuenta Podvoiski— pasaban por la Nevski y los barrios contiguos, habitados principalmente por la burguesía, empezaron a manifestarse síntomas de mal augurio: disparos extraños, hechos no se sabía de dónde ni por quién. En un principio, la perplejidad se apoderó de las columnas; después, los menos firmes y serenos empezaron a disparar a diestro y siniestro, de un modo desordenado». En las Izvestia, periódico oficial, el menchevique Kantorovich describía del siguiente modo el ataque de que había sido víctima una de las columnas obreras: «Avanzaba por la calle Sadovaya una multitud de 60.000 obreros de numerosas fábricas. Al pasar por delante de la iglesia, se pusieron a repicar las campanas, y como obedeciendo a una señal, desde los tejados de las casas inmediatas se abrió sobre los manifestantes un fuego de ametralladoras y de fusiles, cuando la muchedumbre corrió al otro lado de la calle, partieron asimismo disparos de los tejados y las azoteas». Allí donde en febrero se habían instalado los «faraones» de Protopopov, con sus ametralladoras, operaban ahora los miembros de las organizaciones oficiales, los cuales se proponían, no sin éxito, sembrar el pánico y provocar colisiones entre las fuerzas militares mediante el tiroteo de los manifestantes. Al procederse al registro de las casas desde donde se había disparado, se encontraron ametralladoras y, algunas veces, se sorprendió a los que hacían fuego.

Sin embargo, la causa principal del derramamiento de sangre fueron los destacamentos gubernamentales, impotentes para dominar el movimiento, pero suficientes para la provocación. Cerca de las ocho de la noche, cuando la manifestación estaba en su apogeo, dos centurias de cosacos se dirigieron con artillería ligera al palacio de Táurida, con el fin de protegerlo. Los cosacos, que, al pasar por las calles, se negaban obstinadamente a entablar conversación con los manifestantes, lo cual era ya un mal síntoma, se apoderaron, donde les fue posible, de los automóviles blindados y desarmaron a pequeños grupos sueltos. Los cañones de los cosacos en las calles, ocupados por los obreros y soldados, fueron considerados como un reto intolerable. Todo hacía prever el choque. En el puente de Liteini, los cosacos se acercaron a las masas compactas del enemigo, el cual había conseguido levantar aquí, en el camino que conducía al palacio de Táurida, algunos obstáculos. Un minuto de silencio siniestro, interrumpido por los disparos que parten de las casas cercanas: «Los cosacos abren un fuego graneado —cuenta el obrero Metelev—, los obreros y soldados, distribuyéndose en pelotones o de bruces en las aceras, contestan en la misma forma». El fuego de los soldados obliga a los cosacos a retirarse. Al llegar a la orilla del Nevá, uno de los cañones hace tres disparos —señalados asimismo por las Izvestia—, pero los cosacos, alcanzados por el fuego de fusilería, se repliegan sobre el palacio de Táurida. Una columna de obreros que les sale al encuentro les asesta un golpe definitivo. Abandonando cañones, caballos y fusiles, los cosacos buscan refugio en los portales de las casas burguesas, o se dispersan.

La colisión de la Liteinaya, un verdadero combate, fue el episodio militar más importante de las jornadas de julio, y el relato del mismo se halla registrado en las memorias de muchos de los que tomaron parte en la manifestación. Bursin, obrero de la fábrica Erikson, que intervino en los acontecimientos con los soldados del regimiento de ametralladoras, cuenta que, al encontrarse con ellos «los cosacos abrieron inmediatamente el fuego. Muchos obreros cayeron muertos. A mí, una bala me atravesó una pierna y fue a alojarse a la otra... Mi pierna inutilizada y mi muleta constituyen, en mí, el recuerdo vivo de las jornadas de julio».

En la colisión de la Liteinaya resultaron muertos 7 cosacos y 19 heridos. Los manifestantes tuvieron 6 muertos y cerca de 20 heridos. Aquí y allá yacían caballos muertos.

Poseemos un testimonio interesante del campo contrario. Averin, aquel mismo abanderado que desde por la mañana se había dedicado a efectuar ataques de guerrilla contra los revoltosos regulares, cuenta: «A las ocho de la noche recibimos orden del general Polovtsiev de enviar dos centurias con dos cañones ligeros al palacio de Táurida. Al llegar al puente de la Liteinaya vi obreros, soldados y marineros armados. Me acerqué a ellos con mi destacamento de descubierta y les pedí que entregaran las armas, pero mi demanda no fue satisfecha y toda la banda se dio a la fuga en dirección al barrio de Viborg. Cuando me disponía a lanzarme en su persecución, un soldado de baja estatura se volvió hacia mí y me disparó un tiro a quemarropa, pero no hizo blanco. Este disparo fue una especie de señal, y de todas partes se abrió un fuego de fusilería desordenado contra nosotros. De la multitud partieron gritos: “¡Los cosacos disparan contra nosotros!”. Así era, en efecto: los cosacos se apearon de los caballos y empezaron a disparar; se intentó incluso poner en acción los cañones, pero los soldados abrieron un fuego tan infernal, que los cosacos se vieron obligados a retirarse y se diseminaron por la ciudad». No es inverosímil que un soldado dispare contra Averin; un oficial de cosacos más bien podía esperar de la multitud de las jornadas de julio una bala que un saludo. Pero son mucho más verosímiles todavía los numerosos testimonios de que los primeros disparos no partieron de la multitud. Un cosaco de esa misma centuria declaró con firmeza que los cosacos habían sido agredidos a tiros desde el edificio de la Audiencia, y luego desde varias casas del callejón de Samursko y en la Liteinaya. En el órgano oficioso de los soviets decíase que los cosacos, antes de llegar al puente de la Liteinaya, habían sido atacados desde una casa con fuego de ametralladora. El obrero Metelev afirma que cuando los soldados efectuaron un registro en dicha casa, encontraron municiones y dos ametralladoras en el domicilio de un general, Esto no tiene nada de inverosímil. Durante la guerra se encontraron en manos de la oficialidad no pocas armas, adquiridas por todos los procedimientos lícitos e ilícitos. Era demasiado grande la tentación de lanzar, desde arriba, impunemente una lluvia de plomo contra la «canalla». Es verdad que los disparos fueron hechos contra los cosacos. Pero la multitud de las jornadas de julio estaba convencida de que los contrarrevolucionarios disparaban conscientemente contra las fuerzas del gobierno para incitarlas a emprender una represión implacable. En la guerra civil, la crueldad y la perfidia de la oficialidad, todavía ayer todopoderosa, no tuvieron límites. En Petrogrado abundaban las organizaciones secretas y semisecretas de oficiales, que gozaban de la protección de las altas esferas y eran pródigamente sostenidas por las mismas. En la información secreta suministrada por el menchevique Líber, casi un mes antes de las jornadas de julio, se decía que los oficiales conspiradores estaban en relaciones directas con sir Buchanan5. ¿Acaso podían los diplomáticos de Inglaterra dejar de preocuparse del próximo advenimiento de un poder fuerte?

Los liberales y los conciliadores buscaban la mano de los «anarcobolcheviques» y de los agentes alemanes en todos los «excesos». Los obreros y los soldados, persuadidos de que no andaban equivocados, hacían recaer sobre los provocadores patrióticos las colisiones y las víctimas de las jornadas de julio. ¿De qué parte está la verdad? Los juicios de las masas no son, claro está, infalibles. Pero quien crea que la masa es ciega y crédula se equivoca de medio a medio. Cuando se siente herida en lo más vivo, percibe los hechos y hace sus conjeturas valiéndose de millares de ojos y de oídos. La veracidad de los rumores lo comprueba sobre su pellejo rechazando unos y aceptando otros. Cuando las versiones relativas a los movimientos de masas son contradictorias, la que más se acerca a la verdad es siempre la propia masa. Por eso es tan estéril para la ciencia la obra de los sicofantes tipo Hipólito Taine, que, al estudiar los grandes movimientos populares, ignoran la voz de la calle, recogiendo cuidadosamente las vacuas habladurías de salón, engendradas por el aislamiento y el miedo.

Los manifestantes volvieron a sitiar el palacio de Táurida y exigieron una respuesta. En el momento en que llegaban los manifestantes de Kronstadt, un grupo reclamó la presencia de Chernov. Dándose cuenta del estado de espíritu de la multitud, este ministro, tan locuaz de costumbre, se limitó en esa ocasión a pronunciar un lacónico discurso, en el que aludió superficialmente a la crisis del poder y, refiriéndose a los kadetes, que habían salido del gobierno, dijo en tono de menosprecio: «A enemigo que huye, puente de plata». «¿Por qué antes no hablaba usted así?», le interrumpieron varias voces. Miliukov cuenta incluso que «un obrero de elevada estatura, acercando el puño al rostro del ministro, le gritó, furioso: “¡Toma el poder, hijo de perra, puesto que te lo dan!”». Y aunque esto no pase de ser una anécdota, expresa, con un relieve un poco grosero, pero bastante claro, el verdadero fondo de la situación de julio. Las respuestas de Chernov no ofrecen interés; en todo caso, no le conquistaron los corazones de Kronstadt... Dos o tres minutos después entraba corriendo en la sala de sesiones del Comité Ejecutivo un hombre que anunciaba a gritos que los marinos habían detenido a Chernov y se disponían a tomar represalias contra él. El Comité Ejecutivo, en un estado de excitación indescriptible, delegó, para rescatar al ministro, a algunos de sus miembros más destacados, exclusivamente internacionalistas y bolcheviques. Chernov declaró posteriormente ante la Comisión gubernamental, que, al bajar de la tribuna, observó un movimiento hostil en un grupo que estaba situado en la entrada, detrás de las columnas. «Me rodearon, cerrándome el paso hacia la puerta ... Un sujeto sospechoso, que mandaba los marineros que me habían detenido, señalaba constantemente a un automóvil que se hallaba allí cerca. En aquellos momentos, Trotsky, que salía del palacio de Táurida, se acercó al automóvil, y, subiéndose al estribo del mismo, pronunció un breve discurso». Trotsky propuso que se dejara en libertad a Chernov, y pidió que los que no estuvieran conformes con ello levantaran la mano. «No se levantó ni una sola mano; entonces, el grupo que me había acompañado al automóvil se apartó del mismo con aire descontento. Si no recuerdo mal, Trotsky dijo: “Ciudadano Chernov, nadie le impide volverse atrás libremente” . Para mí, no hay la menor duda de que lo sucedido no era más que una tentativa, preparada de antemano por gente sospechosa que nada tenía que ver con la masa de los obreros y marinos, para provocarme y detenerme».

Una semana antes de su detención, Trotsky decía en la reunión de ambos Comités ejecutivos: «Estos hechos pasarán a la historia, e intentaremos describirlos tal como fueron... Vi que cerca de la puerta había un grupo de sujetos de mala catadura. Dije a Lunacharski y a Riazanov que aquellos sujetos eran agentes de la Ojrana, que intentaban penetrar en el palacio de Táurida... (Lunacharski: “Es verdad”). Los hubiera reconocido entre diez mil hombres».


Historia de la Revolución Rusa Tomo II

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