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XVI

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La interacción entre autóctonos y forasteros resulta muy compleja, escribió Magnus Enzensberger. En ella intervienen tanto la curiosidad como el servilismo, el rechazo y la humillación, la autocrítica y la ironía. Se produce un choque muy intenso, una colisión que estalla tras el roce de dos polos: lo propio y lo extraño. Una situación difícil de resolver, porque siempre es complicado nivelar los dos extremos de una balanza.

El emigrante, también el exiliado, se mueve entre el ethos y el nomos, entre un conjunto de rasgos y modos de comportamiento que configuran su propia identidad y los códigos provisionales que adopta a través de nuevos hábitos y costumbres. Debían trasladarse entre uno y otro, desde un esquema fijo a un estado transitorio. Sus puntos de referencia quedaban cada vez más en el aire.

En este sentido se produce un hecho paradójico: el que está condenado a la movilidad se ve abocado finalmente al encierro. Se le invita a replegarse sobre sí mismo, como una defensa ante las adversidades que va encontrando en el exterior. Así se construyen los guetos, las comunidades que, en un exceso de celo, resultan impenetrables. Recuerdo un fragmento de Richard Sennet que podría aplicarse a los emigrantes del siglo XX, aunque sus palabras vayan dirigidas a una época distinta, a la Venecia del Renacimiento: «Únicamente quienes eran oficialmente marginados estaban obligados a ocupar un lugar fijo».

En el origen de ese aislamiento está el éxodo, la fuga. Sorprende esa antítesis: el destino de quien se abre al mundo se va trasformando en un progresivo aislamiento, como si, de repente, se encontrara sitiado por una frontera invisible. Al final, todo el universo recién conquistado le empuja al ensimismamiento, a la soledad compartida, al abandono entre iguales. Ahí se encuentra el verdadero tránsito, en el camino que busca abrir una nueva vida y se acaba convirtiendo en una simple actitud de resistencia.

A veces los nuevos hábitos se nutren de reacciones. La identidad se va configurando a partir de respuestas, de modos de afrontar lo que nos rodea con tal de que nos duela un poco menos. En el caso de muchos emigrantes, el punto de partida fue la réplica a una injuria, a una ofensa. Fue el resultado de diversas humillaciones difíciles de combatir. No hablo solo de las palizas que sufrieron algunos de ellos o de la violencia que ocasionalmente encontraron entre los habitantes del país que los acogía. Me refiero a un tipo de maltrato más sutil, como una herida que costara cerrar completamente, aunque se apliquen en ella todos los apósitos del mundo.

De eso me hablaba una emigrante extremeña hace un tiempo. Entre las experiencias que me explicó de su paso por Alemania, recuerda una especialmente: mientras paseaba por una ciudad, vio cómo varias mujeres se tapaban la nariz cuando se cruzaron con ella. A partir de ahí iniciaba su aislamiento, porque ese gesto era la constatación de que alguien la señalaba. Una advertencia concreta, casi insignificante, y sin embargo cargada de una potencia inmensa. Una agresión que la convertía en una persona distinta, relegada del centro hacia los márgenes. Como le sucedió a mi abuelo una tarde, después de un paseo en moto por París. En la calle Rivoli, se detuvieron para hacer alguna compra. Cuando volvieron, un policía se les acercó inmediatamente. Les pidió los papeles, su permiso de circulación y de residencia. Los ojeó sin demasiado interés y comenzó a redactar una multa. Preguntaron cuál era el motivo, pero apenas obtuvieron respuesta. Les señaló la moto, con la rueda delantera subida a un bordillo de la acera. No era el único vehículo mal estacionado. Había otras motos que ocupaban también un espacio peatonal, y sin embargo la suya era la única que iba a ser multada. El resto podía aparcar como les viniera en gana. Ellos no.

Quisieron ocupar un espacio central, pero las circunstancias los desplazaron. Intentaron asimilarse, porque no se puede permanecer siempre en un lugar sin saberse de ese lugar, como escribió en una ocasión Francisco Candel. Aunque el precio que pagaran fuera una lenta despersonalización. Un no saber en qué territorio vivían realmente. Pere Calders estaba en lo cierto: o aceptas el lugar donde vas a parar con todas las consecuencias que el hecho entraña, o serás devorado inexorablemente por él.

Vuelvo a unas palabras de Sennet: «Ser extranjero es vivir a disgusto fuera del país; nos referimos al inmigrante que siente el impacto de una cultura y se aferra a sí mismo, al exiliado que hiberna con indiferencia en una ciudad que apenas lo roza, al expatriado que pronto sueña con el retorno».

Los cuerpos partidos

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