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No conservo ninguna carta de mi abuelo. He buscado entre los papeles y no he dado con ningún documento que esté firmado con su puño y letra. Podría dedicarme a encontrar las cartas que escribió para otros, pero eso significaría abrir un baúl que no es el mío.

Reconstruyo a mi abuelo gracias a mi padre y a las fotografías que permanecen en una de las maletas que empleó durante sus viajes a Bousbecque. Esas fotos y esa maleta forman parte de las pocas cosas que pude salvar de mi abuelo. El resto se encuentra dentro de un armario cerrado, en una habitación a la que ya no puedo acceder. No consigo entrar en ella porque el piso de la avenida de Madrid en el que vivieron mis abuelos está completamente cerrado, con doble o triple llave. Ese mínimo espacio es uno de los territorios prohibidos de la ciudad. Podría rebuscar en habitaciones ajenas, en memorias que no me pertenecen, y sin embargo sé que jamás abriré el armario en donde se guardan viejos recuerdos de mi familia.

A veces pienso que debería forzar esa cerradura y entrar sin que nadie me viera. Los vecinos ya no son los mismos. Casi todos han muerto. Puede que aún sigan los hijos de los antiguos inquilinos, pero nunca llegué a conocerlos. Ninguno sabe que yo también viví en aquella casa hasta que cumplí tres años. Fue mi primer hogar, y sin embargo carezco de nombre allí. Si alguien me viera, pensaría que estoy de visita. No entenderá que si he vuelto, si me he decidido a subir hasta la segunda planta, es porque vengo a recuperar algo que también es mío.

Sé que nunca tendré el valor para entrar en ese piso. Me imagino frente él, observando la rutina de los vecinos, anotando horas y fechas. Me imagino forzando la cerradura y quitándome los zapatos a la entrada para no hacer ruido. Me imagino caminando descalzo en el pasillo, haciendo equilibrio por un alambre. Me imagino quitando el candado del armario. Sin embargo, no logro imaginarme cómo reaccionaría si el armario se abriera, si tuviera frente a mí ese montón de papeles, fotografías acartonadas y documentos. No sabría qué hacer. Es justo eso lo que me da miedo. Podría entrar en una propiedad privada sin medir las consecuencias que conlleva un allanamiento. Acepto la culpa, pero no asumiría el riesgo de encontrarme con un armario abierto que guardara una parte de mi pasado.

Por eso prefiero no hacer nada. Opto por reconstruir, desde otro cuarto, un espacio vedado, un lugar en el que lentamente se desvanecen los recuerdos. Trato de acceder a ellos de otra manera, a través de conjeturas, probabilidades, hipótesis, añadiendo oraciones condicionales que se extienden sin fin en la larga marcha de la desmemoria.

Cuando me detengo y me dejo llevar por la imaginación, me doy cuenta de que la escritura no es más que una resistencia estática. Uno de esos actos que nos retienen antes de cometer un delito. Una opción que nos salva y a la vez nos condena.

Los cuerpos partidos

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