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XVIII

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Reagruparse para sobrevivir: en los bares, en las barracas con otros españoles, en habitaciones minúsculas mientras pasaban la noche con algo de baile, bebida y guitarras. Así combatían el desarraigo, la soledad o la indefensión, y así nacía también una alegría distinta, la felicidad pesarosa de quien apenas tiene nada. Surgía la necesidad de compartir y de ayudarse, como si el frío y el hambre nos obligaran a recuperar una cierta solidaridad entre iguales.

Las ciudades y los pueblos quedaban lejos. Aunque se encontraran a solo dos pasos, el centro permanecía a mucha distancia. Casi no había tiempo para disfrutar de esos nuevos emplazamientos, ni dinero que gastar mientras paseaban. Aún recuerdo una frase que me dijo una emigrante leonesa, mientras hablaba de sus años en Francia. París me vio a mí, dijo, pero yo no vi París en ningún momento. Algo muy similar a lo que escribió Aleksandr Solzhenitsin: «Moscú era una ciudad enorme, pero no había adónde ir».

Entre tanto, la espera de las cartas, leídas en alto en los cafés. Muchos eran analfabetos y necesitaban ayuda de sus compañeros. En este punto, me viene a la memoria algo que escuché sobre mi abuelo. Era el único que sabía escribir entre el grupo de españoles de Bousbecque, por eso se encargaba de redactar algunas cartas. A menudo he pensado en esa escena, en las confidencias que fue trascribiendo, en el tono con el que fueron expresadas. Todo un universo al que él entraba casi por obligación, como un mensajero o un invitado de piedra. Solo escribir lo que otros decían.

Ese hecho suele generarme varias dudas. ¿Escuchaba lo que le decían o simplemente se limitaba a seguir al pie de la letra lo que iba oyendo? ¿Intervino en esas cartas? ¿Ayudó a escribirlas? No me refiero a cumplir únicamente con su papel de emisario, sino a otra cosa distinta. Me pregunto si añadió frases o palabras, si terminó de dar forma a los mensajes que le dictaban, si su cooperación no se reducía a las funciones de un simple escriba y se acercaba a ser algo parecido a un confidente, a un consejero.

Por encima de todo eso, lo que me pregunto con frecuencia es si esas cartas ajenas, que escuchaba de primera mano, permearon en él, si le afectaron de algún modo. Si esas emociones que le iban trasmitiendo consiguieron herir su propia sensibilidad. Porque imagino que cada palabra, cada frase, añadía más tristeza a la tristeza, como si no tuviera la oportunidad de olvidarse en ningún instante de dónde estaba. El relato de otra persona era su propio relato y a él quedaba sujeto para siempre.

Quizás la redacción de esas cartas ayudara a mi abuelo. Tal vez trasformar en escritura esas emociones ajenas le beneficiara y le hiciera comprender un poco más lo que estaba sucediendo en su propia vida. Una narración de palabras prestadas que le sirviera como un bálsamo. En eso consiste la literatura: en un mecanismo que permite explicarnos lo que no entendemos del todo. Aunque en esta historia solo hablemos de cartas anónimas firmadas por otra persona.

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