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XIX

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En el relato de las cartas que escribió mi abuelo hay una historia paralela, un epílogo que tenía lugar a mucha distancia, en el pueblo natal de aquellos emigrantes de Granada. Una historia que sucedía en las casas que abandonaron tiempo atrás, en los salones y en las chimeneas donde colgaban las cartas, como una exposición privada que se abría al público algunas tardes.

Esa historia paralela vuelve a tener a un mismo personaje: mi padre. Aún recuerda cómo entraba en algunas casas y veía colgadas las cartas. Todas ellas estaban escritas en hojas con líneas. Así evitaban que las frases se torcieran, lo que sucedía a menudo. Las confidencias desplegadas en la hoja formaban parte de un hombre al que no conocía. Era la voz de otra persona, la noticia de un familiar ausente, el eco de alguien que volvía de tarde en tarde en un papel. Sin embargo, mi padre siempre supo algo que no llegó a confiar a nadie. Una especie de secreto que no desveló hasta hace pocos años: la letra de aquellas cartas no era la de un desconocido, porque identificaba en ella la caligrafía de su propio padre.

Él no era el destinatario de esas páginas y sin embargo le servían para acercarse a mi abuelo. Le ayudaban a saber algo más sobre él. Probablemente se tratara de una lectura doble, o de una lectura indirecta, como si en lugar de palabras ahí se inscribiera algún tipo de jeroglífico que solamente él podía descifrar mientras las observaba sobre la chimenea de un hogar que no era el suyo.

Esas cartas le pertenecían de alguna manera. Solo así, creyendo que también le eran propias, he logrado entender un verso de José Emilio Pacheco: «No leemos a otros: nos leemos en ellos».

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