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XXIII

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Esas historias abiertas dieron paso a todo tipo de lecturas. Dependiendo de quien fuera el interlocutor que lo explicara, la historia adquiría un matiz u otro. Al final un mismo suceso, narrado por dos voces distintas, solo compartía el punto de partida. A veces, ni eso siquiera. Todo lo que venía después no era más que un cúmulo de explicaciones dispares, tan lejos de la realidad que incluso hoy nos causan cierta vergüenza.

Reviso el fondo de Radio Televisión Española y voy a uno de sus archivos, el que guarda todas las entregas del NO-DO, el aparato propagandístico del régimen de Franco. Veo algunos: el primero, emitido cuatro años después de que la guerra terminara; unos pocos más de la década del cuarenta, con especiales sobre Semana Santa, triunfantes inauguraciones de viviendas y desfiles de moda; y otros de décadas posteriores, con cacerías de patos en Alcudia, costureras de Madrid optando a premios del Teatro Real y cabras salvajes en los acantilados de Palma de Mallorca. Entre todos ellos, busco los noticiarios y documentales que se ocuparon de los emigrantes. Desde el inicio, el sesgo político es evidente: bajo una cortina de aceptación y festejos, la propaganda franquista escondió una realidad completamente opuesta a la que mostraban. Los emigrantes españoles dejaron de ser mulos de carga y se convirtieron en productores, o en operarios que gozaban «de justa fama por la eficacia y el pundonor que ponen siempre a sus empresas», según la voz en off que oímos mientras se suceden las imágenes. Los barracones donde se alojaban eran presentados como lugares de refugio, situados muy cerca de la fábrica para facilitarles el tránsito desde su casa hasta el trabajo. Sus residencias estaban perfectamente aclimatadas. La interacción entre los trabajadores españoles y los habitantes del pueblo que los acogía no generaba problema alguno. Todo lo contrario. Las palmadas y el cante andaluz eran muy bien recibidos entre alemanes, suizos y franceses. En las imágenes que podemos encontrar en los archivos del NO-DO, los autóctonos cantan al ritmo de las guitarras. Unos y otros se muestran alegres, inmersos en una especie de celebración perpetua.

Daria Esteve resume perfectamente la intención que motivaba esas imágenes: intentaban reemplazar la miseria por la estética de la miseria. La prensa franquista realizó una operación cosmética y así es como quería presentársela a quienes no emigraron, con escenas de euforia en los bares alemanes o franceses, con fiestas en alguna Casa de España. También con el éxito de lo que el régimen llamó «Operación Patria», unos espectáculos folklóricos que la dictadura exportaba a los países del norte para amenizar de tarde en tarde a sus trabajadores en el extranjero. Vistos con el tiempo, esa operación patriótica de bailes regionales conserva un cierto punto patético, denigrante. Como si la miseria se pudieran borrar de un plumazo gracias a un paso de jota o de muñeira.

Esa visión dulcificada perseguía otro fin más concreto: evitar que los emigrantes volvieran a España. En el fondo, que siguieran allí les suponía un magnífico negocio. Significaba un desempleado menos en su propio territorio, que además enviaba puntualmente divisas a su país desde el extranjero. Por eso no interesaba que regresaran. Por eso la propaganda y la felicidad aparente. Por eso el clima festivo y la euforia.

Los emigrantes dejaban de ser peones y se convertían, por un momento, en alfiles del tablero.

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