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XIV

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La imposibilidad del lenguaje. La frustración que genera no poder explicarte de manera fluida. La condena de la incomunicación. El cambio de hábitos que conlleva. Asumir esa pérdida como quien abandona una parte de sí mismo e intenta moldear una versión distinta de su propia existencia. Ser un hablante escindido. Reconocer, al fin, que la carencia de un idioma común lo modifica todo. Esa es la razón por la que el escritor ruso Dovlátov no quería marcharse a Nueva York: porque en un idioma ajeno perdemos el ochenta por ciento de nuestra personalidad. Somos incapaces de bromear, de ironizar, nos dice.

Ser otro. Aprender a serlo. Obligarte. Al comienzo, con infinitivos. Así configuraban ese nuevo mundo, a través de formas no personales. Una lejanía que poco a poco trataba de aproximarse, añadiendo gerundios y frases hechas, interjecciones, participios. Sumando palabras recién adquiridas en universidades populares, en aulas de idiomas a las que acudían después del trabajo. A pesar del cansancio acumulado y de horas interminables en las fábricas y en el campo. Al fin y al cabo, muchos habían llegado a un pueblo que ni siquiera sabían pronunciar antes de la partida.

Aprender consistía en luchar contra la torpeza y la ingenuidad. Consistía en recomponer piezas sueltas, unificarlas para que dejaran de ser agentes dobles. Consistía en no volver al supermercado sin saber qué compraban, si champú o detergente, si comida o pienso para animales. Y consistía también en no ceder a un nuevo carácter, como le ocurrió a una hermana de mi abuela materna. Después de meses de silencio en Francia, sin poder comunicarse apenas, se fue convirtiendo en una persona adusta, cada vez más hermética y reservada.

Adquirir un nuevo idioma significará cambiar de nombre. Al hacerlo borrarán también su pasado. Se alejarán de él para desempeñar las funciones de alguien distinto. A veces bastaba con una simple traducción, o con un leve ajuste. Un cambio minúsculo que encerraba un mundo más amplio. El nuevo nombre les enseñaba a ser otra persona. Eran los mismos, pero se esforzaban en aparentar que habían cambiado, como si una variación de rutinas o de acentos los librara de toda la sospecha que habían ido acumulando a sus espaldas.

Un lenguaje vivo, eso es lo que provocaron. Una mezcla de idiomas que convocaba, a partes iguales, pasado y futuro. En un presente incierto, en palabras recién adquiridas, adaptadas, en una lengua híbrida que asumía lo nuevo con una fonética antigua. Una forma de ser otro con las trazas aún visibles de lo que habían sido antes. Un lenguaje hecho a retazos, con palabras de aquí y de allá, con combinaciones inconexas y ensamblajes casi imposibles, con acento del sur y gramática extranjera. Así se construyen los nuevos idiomas de quien no tiene lengua alguna.

Migración, emigración, inmigración. Migrantes, emigrantes, inmigrantes. Un glosario de términos para definir a un ser difuso. Para muchos simplemente eran bárbaros. En algunas lenguas, esa es la raíz de la palabra: un ser balbuceante, tartamudo, entrecortado.

¿Qué me viene a la memoria cuando pienso en la dimensión del lenguaje? Un hecho muy concreto. Una anécdota que, en cierta forma, lo resume todo. Me la explicó un día un amigo de mi abuelo, en Cúllar Vega. Cuando los emigrantes volvían de Francia, no solo cargaban con objetos pesados. También lo hacían con un idioma nuevo que trasmitían a sus hijos. Por eso en el pueblo los niños comenzaron a decir oh là là, oh là là, una fórmula que repetían continuamente, sin importarles demasiado que esas tres palabras no vinieran a cuento. Solo por el placer de decirlas, aunque no supieran exactamente qué significaban. Una expresión recién adquirida que les proporcionaba un cierto aire de elegancia y que, al pronunciarla, les permitía estar en otra parte.

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