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XII

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La cineasta chilena Cecilia Barriga comentó en una ocasión que, cuando se emigra, aparece la posibilidad de empezar a ser otra persona, como una oportunidad que te da la vida. A la tristeza del desarraigo se suman otros factores positivos. La expectación de lo nuevo o la alegría de comenzar una historia distinta. Algo que tiene que ver con la esperanza, con la ilusión que lleva aparejado todo cambio de rumbo.

Sin embargo, si me detengo en mi abuelo o en los miles de emigrantes forzados a trabajar en otro lugar, no sé hasta qué punto vieron en todo aquello una oportunidad para emprender una vida distinta. La posibilidad de ser una nueva persona. Seguramente iniciaron un camino diferente y el hecho de comenzar en otra parte también pudo generarles algún tipo de optimismo. No obstante, es muy difícil tratar de ser otro sabiendo que no dejarás a la persona que siempre fuiste. En ocasiones, resulta imposible liberarse del pasado. Por eso, cuando pienso en ellos los veo como seres dobles, como sujetos partidos. Una mitad está en el lugar donde se encuentran, la otra aún permanece en el territorio del que han salido. Vuelvo a unas palabras de Sergio del Molino: «Estaban en una ciudad, pero paseaban por un pueblo».

¿Qué significó Bousbecque para mi abuelo? ¿Un pueblo en un país libre? ¿Un espacio fronterizo en el que podía transitar fácilmente? ¿Un punto de fuga? Quizás fue todo eso a la vez, o quizás significó otra cosa distinta. Tengo la sensación de que el desplazamiento, por pequeño que sea, implica un exilio. Aunque no haya razones estrictamente políticas en esa huida. Y, si bien se movían por motivos económicos, es inevitable pensar que disfrutaban de una libertad que no tenían en su país de origen, sumido en una dictadura inacabable.

Esos cuerpos partidos se movían en dos extremos. Puedo imaginar lo que había a uno y otro lado, pero me es muy difícil adivinar lo que quedaba en medio.

Los cuerpos partidos

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