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La única persona que podría acabar de explicarme lo que sucedió no tiene memoria. Se encuentra ahora en una residencia del barrio de la Bordeta, en las últimas calles del sur de Barcelona. Un poco más abajo, la ciudad cambia de nombre y todos los edificios a uno y otro lado se sitúan en puntos limítrofes, como si fueran los encargados de marcar una frontera y no supieran exactamente a qué lugar pertenecen. En cierta forma, están en tierra de nadie.

Los ancianos que se alojan en la residencia también se encuentran en un territorio intermedio, justo en la línea que separa la vida y la muerte. Prolongan su existencia a duras penas, por inercia. Aunque haya algunos que se mantengan en pie y puedan caminar por cuenta propia, la mayoría pasa el día entero sentado en las butacas de la sala o durmiendo en la habitación. Casi siempre tienen la televisión encendida, pero dudo mucho que sepan exactamente lo que sucede en la pantalla. Les alivia escuchar una voz de fondo, como un eco lejano que les hiciera pensar que aún no están solos. Dirigen sus ojos hacia el televisor, absortos, ladeando la cabeza hacia abajo, con los párpados tan pesados que siempre parecen a punto de precipitarse en un nuevo sueño.

Miran sin ver nada. A veces hablan, pero sus frases son inconexas, vagas, como si hubieran aprendido un idioma distinto al heredado. Más que un idioma, lo que les queda es el desecho de un lenguaje, los coletazos de una lengua casi extinguida. Interjecciones, monosílabos, palabras sueltas, expresiones que se apagan poco antes de articular las últimas letras, alargando las vocales para no tener que pronunciar lo que queda de frase. Quien se sienta a su lado y los escucha suele darles la razón, aunque no entienda absolutamente nada. , es verdad, muy bien, claro. Lo pronuncian también en voz baja, con una mezcla de compasión y desgana. Así dialogan, o hacen que dialogan. Un breve intercambio de palabras que les sirve para recordar otro tiempo. Como si, por un instante, hubieran retrocedido hacia el pasado.

Sin embargo, ese pasado casi no existe. Algunos lo han ido borrando lentamente. Al principio con pequeños equívocos o con repeticiones innecesarias. Después, esas pequeñas lagunas se van ensanchando y los despistes inocuos se trasforman en constantes y peligrosos descuidos. Al final, les queda una inmensa cuenca sin agua, un estanque que se ha ido vaciando poco a poco.

Miro a mi abuela, sentada en una de las butacas de la sala. Le pregunto si todavía quiere volver a Granada. Me dice que sí, aunque me observa un poco perpleja. Piensa que es allí donde está, por eso no entiende que le hable del regreso a un lugar del que nunca ha salido. Le pregunto por su hijo y pronuncia su nombre, en diminutivo. O me dice el nombre de uno de sus hermanos. Incluso, si está tranquila, me recita la letra de una canción que aprendió poco después de llegar a Barcelona. Una canción alegre, festiva, como lo poco que recuerda de sus años en Cúllar Vega.

Después le hablo de quien fue su marido. Sé que me dice algo, pero lo pronuncia tan bajo que apenas lo escucho. He aprendido a no insistir demasiado, así que prefiero callarme y no seguir preguntando.

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