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En el año 63, Nicolás Chico Palma dejó su pueblo de Granada para irse a vivir a una región del norte de Francia. Formaba parte de esa segunda hornada de trabajadores que habían abandonado su pueblo natal, con la esperanza de encontrar un empleo que le ayudara a mantener a su familia.

Unos años antes ya se había producido el primer trasvase de población. Desde los pueblos hasta las capitales de provincia y, desde ellas, a otras ciudades españolas. A tres, principalmente: Barcelona, Madrid y Bilbao, que triplicaron su población en un lapso bastante breve. Ese trasvase hizo que buena parte de España se urbanizara, con barrios que surgían de la nada para buscar una solución al colapso que estaban sufriendo los centros de las ciudades. Aquí comienza a nacer un país diferente, un lugar de casas baratas recién fabricadas y otro distinto que se había ido vaciando lentamente. Ese panorama no solo construía un territorio. También daba inicio a una nueva memoria, a un nuevo trauma.

Tomo de la estantería un libro de Sergio del Molino. En él encuentro unas palabras que resumen perfectamente la nueva fisonomía del país: «Hay una España vacía en la que vive un puñado de españoles, pero hay otra España vacía que vive en la mente y la memoria de millones de españoles». Ese es el país que nace durante las décadas centrales de la dictadura. Y ahí está su gran trasformación, en el éxodo rural iniciado en los años 50. Una huida que provocaba pueblos desérticos, como cementerios al aire libre en el que la soledad, siguiendo de nuevo a Sergio del Molino, era cada vez un poco más solitaria.

Este fue el primer escenario, o la antesala. El segundo se inició un poco más tarde, con las promesas que llegaban desde países del norte de Europa. Un viaje eterno, de horas y días interminables. Pienso de nuevo en mi abuelo, en su camino desde Belicena hasta Granada, y desde allí hasta Bousbecque, un minúsculo pueblo situado en Francia, a pocos pasos de la frontera con Bélgica. Entre medias, trenes a Madrid, Valladolid, Irún, Hendaya, Burdeos, París-Orsay, Lille, y después un nuevo desplazamiento en autobús, con el cansancio acumulado de tres días de viaje en vagones incómodos y masificados. Sobre todo durante la primera etapa, en los trenes que circulaban por España. Hasta Irún ese viaje los obligaba a ir de pie, sin sentarse apenas en un trayecto de horas, sorteándose quién podría ocupar los bancos de madera o dormir en los pasillos, porque se vendían los billetes por duplicado. Con la maleta al hombro en las escaleras, aunque el tren hubiera iniciado ya su marcha. Detenidos como rocas en un espacio mínimo. Por eso, cuando regresaban a su pueblo, necesitaban varios días para volver a caminar con normalidad. Al llegar a su destino, estaban obligados a ir buscando puntos de apoyo para no caerse.

A menudo me he preguntado cómo fueron esos viajes, qué escenas provocó la despedida, el trayecto plagado de conexiones y salas de espera, el trasporte de bultos pesados. He tratado de pensar en la llegada a esa nueva ciudad, el primer contacto con un territorio enigmático que los albergaría por unos años. En todas esas evocaciones, imagino un espacio denso, monótono, secuestrado por el cansancio, el abandono y la nostalgia.

Puede que no fuera así del todo y Luis Landero tenga razón cuando escribe que incidimos demasiado en el desarraigo, en las maletas de cartón piedra, en la cara de miedo de los niños o en las lágrimas que provocaba cualquier despedida, y se nos olvide algo que también sucedió: la alegría al saberte en un lugar nuevo, la esperanza de que las cosas cambiasen de rumbo. Eso significaban también aquellos viajes: una extraña y prometedora liberación de lo que eran, de lo que habían sido.

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