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XI

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La renuncia activó la imaginación no solo de quien partía, también de quien se quedaba.

Me lo ha contado mi padre varias veces. Salía con mi abuela de Cúllar Vega. En Granada se dirigían a la oficina de correos, en la calle Ángel Ganivet. Allí depositaban la carta que le habían escrito a mi abuelo. Entre las hojas que le enviaban había textos con caligrafía defectuosa y palabras de recuerdo. Añadían también una página con un dibujo de la mano de mi padre, siguiendo el perfil de sus dedos. El contorno de una mano que, carta a carta, iba aumentando. Esa era la forma de demostrarle que su hijo crecía. Así podía ser testigo ausente de su infancia.

Cuando regresaban nuevamente al pueblo, mi padre se preguntaba qué hacía mi abuelo dentro de una oficina de correos. Por qué no podía comunicarse con él y salía a saludarle. Para qué necesitaba una carta si estaban tan cerca el uno del otro. Cuál era el perverso motivo por el que estaba encerrado en los almacenes de un edificio de Granada. Qué le había llevado hasta allí, entre paquetes ocultos, entre otros padres que también observaban a través de una minúscula rendija cómo sus hijos volvían a remontar la calle sin decir nada.

Mi padre tenía cuatro años por aquel entonces. La misma edad en la que yo comenzaba a ser consciente de que nunca llegaría a conocer a mi abuelo.

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