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IX

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Toda clase de desplazamiento pone en marcha algún tipo de leyenda. Es difícil separar la memoria inventada, la fantasía que implica cada viaje, con lo que realmente sucedió. En ocasiones, precisamos de historias ampliadas para entender mejor algo que no comprendemos. Si no para entender, sí al menos para afrontarlo sin pudor, exentos de toda la vergüenza que arrastran ciertas experiencias que, de otra forma, resultarían inconfesables.

Nadie emigra sin que medie el reclamo de una promesa, escribió Magnus Enzensberger. Por eso, los nuevos lugares de destino trasforman su nombre y se convierten en espacios míticos. Forman parte de algo real e irreal al mismo tiempo. Algo que existe y no existe y que actúa como un fuerte reclamo que tira de nosotros. La Arcadia Feliz, el Paraíso, La Atlántida, El Dorado, la Tierra Prometida, el Nuevo Mundo. Apelativos que funcionan como imanes y nos invitan a la partida. Son espejismos en los que necesitamos reflejarnos. Tenía razón Elias Canetti: el miedo inventa nombres para distraerse.

Durante mucho tiempo, una palabra configuró parte de mi vida: Bousbecque. Apenas sabía nada de ese lugar y, sin embargo, escucharlo en boca de otras personas o pronunciarlo yo mismo provocaba una especie de augurio, de leyenda. Como si allí se encontrara algo que tenía que ver conmigo y aún no pudiera averiguar de qué modo me afectaba. Aunque no supiera situarlo en el mapa y no pudiera constatar que existía realmente, ese territorio indefinido formaba parte de la memoria de mi familia. Hablaban de él, incluso de emplazamientos concretos: rue Papeterie, fábrica, casa, iglesia, frontera. Esas eran las palabras que siempre acompañaban al discurso de Bousbecque. Cuando las mencionaban, también esos lugares aparejados a un nombre se integraban en un espacio borroso, desdibujado.

Ahora me doy cuenta de cómo ciertos términos configuran nuestra manera de percibir el mundo. Nuestra forma de abarcarlo. Palabras que en su simplicidad penetran en nosotros y nos proporcionan una composición de lugar. Una idea del universo, reducido a unas cuantas líneas para entender todo aquello a lo que nos es imposible dar alcance.

Eso es lo que significaba Bousbecque para mí. Una puerta de entrada a una realidad distante, y a la vez íntima y personal, porque tenía que ver con mi familia y, por esa razón, también tenía que ver conmigo. Aunque quedaran todavía muchos años para que me decidiera a visitar ese pueblo fronterizo, el lugar ya formaba parte de mí. Era un punto clave en mi geografía emocional. Pero esto lo he sabido con el tiempo, cuando uno se decide a hacer un recuento de lugares que le sirven como fe de vida.

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