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IV

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Nunca conocí a mi abuelo. Murió un par de años antes de que yo naciera.

Si hago memoria y rastreo en el pasado, podría identificar el momento exacto en el que alguien me dijo que mi abuelo estaba muerto. Pero debo remontarme tan atrás que cualquier intento por averiguarlo se me abre como un enorme laberinto. Un espacio inabarcable, casi infinito, con miles de callejones sin salida. Es una tarea demasiado compleja, porque estoy seguro de que, una vez dentro, me sería imposible salir ileso. Por eso prefiero reconstruir lo que sé de mi abuelo a partir de unos pocos datos: que nació en Belicena en 1927; que vivió en la calle del Horno, en Cúllar Vega, junto a su mujer y su hijo; que en la década de los sesenta emigró a un pequeño pueblo de la frontera francobelga; que pasó sus últimos once años en un piso del barrio de Sants, en Barcelona.

Esto era, aproximadamente, lo primero que supe. Unos pocos detalles que me ayudaban a comprender por qué pasábamos los veranos en Cúllar Vega o por qué Barcelona era una ciudad fundamental para mi familia. Incluso, si especulo un poco más, ese enigmático pueblo en la frontera entre Francia y Bélgica me serviría para activar cierta imaginación, a medio camino entre el mito y la memoria prestada.

Así fui reconstruyendo poco a poco a un ser ausente. Con el tiempo, he ido rellenando los huecos que quedaban en medio, sobre todo los que le empujaron a abandonar su pueblo para emigrar a Francia. En realidad, casi desde el comienzo supe que su historia era la historia de un pueblo de Granada, y la historia de un pueblo de Granada era, por extensión, la historia de un país que en un momento tuvo que emigrar hacia otra parte.

Quizás me equivoque, pero estoy casi seguro de que esa es la primera imagen que recuerdo de mi abuelo: la de un hombre cargado de maletas. La de un hombre que abandona su país y se va a trabajar a un lugar que aún quedaba a mucha distancia.

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