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XVII

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Un lugar en las afueras. Ese era el espacio que debían ocupar. Aunque estuvieran en el interior de un territorio, su sitio permanecía a mucha distancia. Construyeron un país nuevo a partir de quien no tenía nación alguna. Con habitantes doblemente golpeados, porque eran percibidos como una amenaza y, precisamente por eso, estaban siendo amenazados. Desde fuera, no eran simples trabajadores, sino seres de otro mundo que practicaban una lenta e imparable invasión, como si su verdadero cometido fuera borrar del mapa las costumbres del país al que habían emigrado y no como reconstructores de un lugar que no era el suyo. O no era suyo todavía, porque tendrían que pasar muchos años para que alguien acabara reconociendo sus nombres en las capas subterráneas de una ciudad, en el alzado de sus ruinas.

Ese es el material del que se nutren los lugares. Ya deberíamos saber que una ciudad no es única, sino múltiple, y que está compuesta por tantos sedimentos que la sola idea de descifrarlos nos llevaría toda una vida. No hay una sola forma de narrar la ciudad, sino infinitas maneras de abordarla. La tierra que pisamos es un palimpsesto. Si escarbamos un poco, lograremos descifrar las huellas de los que pasaron por allí mucho antes que nosotros.

Por eso a menudo suelo preguntarme qué queda de mi abuelo en Bousbecque o qué queda de él en Barcelona. Qué señales perduran de todos los que fueron hasta allí y, pasado el tiempo, regresaron al lugar desde el que partieron. Si serán recordados al cabo de los años o se convertirán en una evocación imprecisa, cada vez más difuminada a medida que nos vayamos alejando.

Hago mía la sospecha que formulaba Luis Landero en El balcón de invierno: «los que nazcan dentro de veinte o treinta años no llegarán tampoco a saber nada de nosotros. No seremos ni siquiera fantasmas. Quizás ni siquiera un hombre flotando a la deriva de los tiempos».

Apariciones que lentamente se evaporan. Tal vez eso. Solo eso.

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