Читать книгу El hospital del alma - Lourdes Cacho Escudero - Страница 46
ОглавлениеLas postales del verano
A Luciano y Paco.
Cuando el candil del río se apagaba y el alba se lavaba la cara junto a los chopos, el cartero cruzaba el puente hacia el empalme del pueblo en busca de la correspondencia. Con el macuto al hombro y el silencio del sueño, emprendía después su viaje de regreso dejando en el camino el olor de la tinta de los nombres que serían escucha. Las cartas de América tenían unos sellos nunca vistos que mirados con lupa agrandaban el hueco y la distancia de familias separadas por el ancho océano y que, probablemente, jamás volverían a abrazarse; y la cenefa azul y roja del correo aéreo, en el que yo imaginaba azafatas de cartas que en las bodegas del avión podían adaptarse al frío y cambiar las malas noticias por primaveras de palabras. Porque la muerte en tiempos del noviazgo de mis abuelos llegaba por escrito y sin censura y el amor se guardaba en los cajones de una mesa de roble que tenía el poder de crucificarlo. Cuando yo era muy niña, la boina y la gabardina del cartero en los días de lluvia me esperaban con carta de Bilbao o Madrid o de una Pontevedra donde mi corazón de dieciséis fue bruja y aquelarre de mariposas. Mi abuela se ponía las gafas y en la silla chica me leía en voz alta las noticias alegres y guardaba las tristes para la almohada con mi abuelo. A veces, una foto narraba la belleza del tiempo y el desembolso de unos ahorros, el esfuerzo inmaculado en el alquiler de un vestido de comunión o de la costura de noches sin descanso. Las fotos de familia llegaban en Navidad, con participaciones de lotería y postales de nieve que yo miraba durante largas horas y que se guardaban en cajas para las tardes largas de brasero. Pero era en el verano de camisetas blancas de tirantes y faja en los riñones y campo y criba de sol a sol cuando llegaban postales de alegría que anunciaban la playa y las palabras parecían desprenderse de la ropa de abrigo, tumbarse en la toalla y besar las mejillas del calor o el abanico de la siesta. Porque en invierno todas las despedidas acababan en un cordial saludo o un abrazo sin adyacente, ni adjetivo ni adverbio; y los besos de las postales del verano acababan en la piel.
La primera postal que envié desde una playa, en un aquelarre de gabardina y lluvia, sin amor censurado, ni roble, ni cajones en forma de cruz, terminaba con: “besos de cartero”.