Читать книгу El hospital del alma - Lourdes Cacho Escudero - Страница 50

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Recaderos

Después de comer, cuando el calor se convertía en siesta y apresaba el deseo de los mayores, los recados eran la forma de alejarnos a mi primo y a mí de la calle, de las ruidosas fechorías de las que siempre algún vecino daba queja. Mi abuelo sacaba el caballo y daba el ramal a mi primo y había que ir hasta el pilón que hay debajo del cementerio para darle agua. Entonces, los sábados en la tele daban una serie sobre una niña pelirroja y con pecas, llamada Pipi, que vivía sola y hacía tortitas y tenía un mono, como uno de los hijos de los feriantes que llegaban en fiestas. También tenía un caballo al que pintaba de vez en cuando y dos trenzas que le daban un aire divertido. Si en una de esas tardes de pilón, mi madre me había hecho trenzas, al llegar al Arco de la Villa, camino de calmar la sed de Noble, el caballo de mi abuelo, éste se paraba porque ya se sabía de memoria el ritual: mi primo me daba el ramal y yo me quitaba las trenzas por si acaso aquel chico rubio que vivía en la plaza se asomaba a la puerta o estaba echando un “primi” en el frontón o jugando al “matarro” en la terraza del bar de la serrana. El pelo suelto parecía poner perfume a mis andares, las gomas recoger mi infancia en mis muñecas y el ramal poner años al ejercicio de un recado o a la vergüenza de mi primo. Al llegar al pilón, la gran lengua de Noble, sosegaba en el agua la sed y su paciencia y los “cucharones” llamaban al cristal de nuestros ojos. Una bolsa de plástico o un bote eran los enseres propios de una pesca de pilón que acunaba la siesta de los mayores. De regreso, el ramal de la incertidumbre aceleraba mis pulsaciones y mis mejillas se llenaban de pecas imaginarias que sonreían a un tiempo que todavía no había llegado. Ser recadero, aparte de ser casi un rey godo, te daba una recompensa: a mí la del sabor del vértigo, a mi primo una bolsa de renacuajos, a Noble la fresquera de la garganta y a los mayores… a los mayores la lectura desnuda de la siesta.

El hospital del alma

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