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El carácter personal de la enfermedad y el pensamiento
ОглавлениеNietzsche, por motivos personales, se ha entregado a una larga investigación sobre el tema, y en textos muy claros y retrospectivos, como el prólogo escrito en el otoño de 1886 para la segunda edición La ciencia jovial, llega a indicar la dirección de sus búsquedas. Este libro, de acuerdo con nuestro autor, procede del estado corporal de un convaleciente que, de nuevo, ha recobrado su salud después de un largo periodo de enfermedad. “Pero [dice] dejemos a un lado al señor Nietzsche, ¿qué nos importa que el señor Nietzsche esté nuevamente sano?…” (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2). Claro, en el filósofo nada es impersonal. Lo personal, no obstante, corresponde a aquello de lo que procede su filosofía, no a los datos particulares de su biografía. Porque una filosofía es, de acuerdo con la hipótesis, una interpretación del cuerpo, una autoconfesión de los estados del filósofo. Sin embargo, esta hipótesis adquiere el carácter dinámico propio del pensamiento nietzscheano, sobre todo en la forma de introducir el ‘signo de interrogación’, para usar una expresión cara a nuestro pensador.
Cuando las condiciones de penuria hacen filosofía, como acontece con todos los pensadores enfermos – y tal vez predominan en la historia de la filosofía los pensadores enfermos –: ¿qué sucederá propiamente con aquel pensamiento producido bajo la presión de la enfermedad? Esta es la pregunta que concierne al psicólogo: y aquí es posible el experimento. (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2)
Ahora bien, se trata de la enfermedad como la vivencia más íntima y personal, pero también como la oportunidad de la experimentación. El cuerpo bajo las condiciones más adversas, bajo la presión de una larga enfermedad, se convierte, para el filósofo, en un campo de experimentación. En tales condiciones, el hilo conductor del cuerpo nos lleva por el camino del conocimiento.
En el mismo prólogo, Nietzsche señala la vía a tomar en este proceso de experimentación con la enfermedad. Si a menudo la filosofía no ha sido más que una mala comprensión del cuerpo, no se debe a que haya una correcta interpretación. El problema radica en la forma como se han sacado consecuencias de ese estado de presión. La mayoría de los filósofos enfermos ha buscado el camino del escape, el ideal o, para usar una expresión del Zaratustra, la huida hacia trasmundos. Pero la enfermedad y la presión ejercidas sobre el cuerpo tienen otro aspecto más interesante para el filósofo: pueden ser también una oportunidad para conocer, gracias a la diversidad de matices sobre los estados fisiológicos que brinda la situación de enfermedad; lo cual se debe a que en esas condiciones es posible un alto grado de atención sobre el cuerpo y sus distintos estados, lo mismo que sobre los cambios experimentados en él. Por ello, continúa nuestro filósofo, en donde lo habíamos dejado,
nada distinto a lo que hace un viajero que se propone despertar a una hora determinada, y que luego tranquilamente se abandona al sueño: así nos entregamos los filósofos, supuesto el caso de que caigamos enfermos, temporalmente, con cuerpo y alma a la enfermedad – cerramos los ojos ante nosotros, por decirlo así. Y así como aquel sabe que hay algo que no duerme, algo que cuenta las horas y lo despertará, así sabemos nosotros también que el instante decisivo nos encontrará despiertos – que entonces algo brinca hacia adelante y sorprende al espíritu en el acto, quiero decir, en la debilidad o marcha atrás o resignación o endurecimiento u oscurecimiento, y como quiera que se llamen todos los estados enfermizos del espíritu, que tienen en contra suya al orgullo del espíritu [den Stolz des Geistes] en los días saludables (pues sigue siendo verdadero el viejo dicho: “el espíritu orgulloso, el pavo real y el caballo son los tres animales más orgullosos sobre la tierra”). (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2)
Todo este pasaje tiene el tono del entregarse al viaje y de la atención a uno mismo, en especial a los estados valetudinarios del cuerpo, por ser un fenómeno muy rico en matices. Es decir, atención y conocimiento suponen experiencia y experimentación con el cuerpo. ¿Qué hace el cuerpo en un estado de presión permanente? El estado enfermizo del espíritu toma las riendas de sí mismo, experimenta los contrastes del entregarse y seguir enfermo; experimenta la voluptuosidad de la enfermedad, por decirlo así, y el espíritu, queriendo huir, oscurece la vida misma del cuerpo –este espíritu contrasta con el ‘orgullo del espíritu’ de los días sanos que, al parecer, no tiene la capacidad de apreciar los matices de los estados corporales. No obstante, en el aforismo 114 de Aurora Nietzsche observa un orgullo del espíritu diferente que se manifiesta en los momentos de enfermedad y que en nosotros se rebela contra el tirano sufrimiento, “para defender la causa de la vida” contra este (cf. A, §114). Así pues, dos estados corporales, salud y enfermedad, se manifiestan apoderándose del mismo pensador enfermo, al tiempo que lo hacen dos formas de orgullo del espíritu, correspondientes a estos estados. El estado de orgullo, producto de la enfermedad que se experimenta en estas condiciones, es un fenómeno digno de consideración, por cuanto la enfermedad no es un estado fisiológico permanente; más bien, en dicho estado se experimentan contrastes y matices, en él afloran las fuerzas y se manifiestan las formas y contrastes antes mencionados como espíritu orgulloso. Aquí se nos da la medida de una pregunta: ¿cómo se ordenan los impulsos? Es la pregunta por la forma como se construyen los valores y las prioridades a los que responde un cuerpo en determinadas condiciones.1 Un estado no es sin más un estado, este puede ser interpretado de acuerdo con la disposición del cuerpo, de ahí la pregunta nietzscheana por la jerarquía de los valores a los que responden las interpretaciones del filósofo enfermo. Dependiendo del orden de prioridades, se interpreta la fisiología de acuerdo con él y surge el concepto apropiado a semejante interpretación. He ahí el experimento: “Luego de interrogarse y probarse uno a sí mismo de esa manera, se aprende a mirar con ojos más sutiles hacia todo lo que, en general, ha filosofado hasta ahora” (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2). Es la aventura del afinar los sentidos y la atención a uno mismo, el viaje interior y el descenso a los estados de enfermedad detonantes o motivos de conocimiento. Sobre todo, es el camino de búsqueda de comprensión de los diferentes estados, sus contrastes y su devenir propio.
[En la enfermedad] uno adivina mejor que antes los desvíos involuntarios, las callejuelas laterales, los lugares de descanso, los lugares soleados del pensamiento, a que son conducidos y seducidos los pensadores que sufren y, precisamente, en tanto sufrientes; uno sabe ahora hacia dónde apremia, empuja, atrae inconscientemente el cuerpo enfermo y sus necesidades al espíritu – hacia el sol, lo plácido, lo suave, la paciencia, el medicamento, el solaz en cualquier sentido. (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2)
Pero aquí viene otra sospecha típicamente nietzscheana. Esta búsqueda de tranquilidad y de solaz, lo que llama nuestro autor “una comprensión negativa del concepto felicidad” y las éticas, las metafísicas y las físicas que se siguen de ella y que apuntan a un estar fuera, a un más allá, permiten hacer la pregunta “de si no ha sido acaso la enfermedad lo que ha inspirado al filósofo” (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2), y no en escasos momentos de la historia. Aquí se abre un campo muy grande de investigación, basado en la propia experiencia de la enfermedad. A partir de ella, no solo se comprenden los motivos no confesados de ciertas filosofías, sino que, para un filósofo “sano en el fondo”, su presión lleva por el camino de la experimentación y de la producción de pensamiento. Resulta de ello una filosofía de la atención y de la interpretación del cuerpo… Porque no se trata de nada más. A menudo “las necesidades fisiológicas” han actuado con el “disfraz inconsciente” de “lo objetivo”, el ideal, lo “puramente espiritual”. Ese proceso ha llegado a extenderse de manera preocupante. La mala comprensión del cuerpo ha predominado, hasta el punto de ser la nota preponderante en la historia de la filosofía. Está presente en las valoraciones más altas de los individuos o de los Estados, los malentendidos respecto de la constitución fisiológica han dirigido incluso las reflexiones metafísicas. Las evaluaciones y el pensamiento derivado de ellas vienen a ser síntomas de determinadas disposiciones fisiológicas y de prioridades o jerarquías de valor procedentes de estas, y con ello se han producido filosofías y formas de acción muy concretas, es decir, históricas; es posible concebir
a todas esas audaces extravagancias de la metafísica, especialmente sus respuestas a la pregunta por el valor de la existencia, por lo pronto y siempre, como síntomas de determinados cuerpos; y aun cuando tales afirmaciones del mundo o negaciones del mundo hechas en bloque, evaluadas científicamente, carecen del más mínimo sentido, entregan sin embargo, al historiador y al psicólogo importantísimas señales en cuanto síntomas, según hemos dicho, del cuerpo, de sus aciertos y fracasos, de su plenitud, poderío, autoridad en la historia, o, por el contario, de sus represiones, cansancios, empobrecimientos, de su pensamiento del fin, de su voluntad de final. (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2)
La experiencia del cuerpo y la comprensión que brinda sobre su sintomatología nos sitúan frente a la diversidad de matices por los que pasa un cuerpo vivo. Esa sintomatología es lo que aprende el filósofo dispuesto a hacer la aventura del cuerpo y de sus diversos estados. Ahora bien, el historiador, el psicólogo, el filósofo, movidos por la pasión del conocimiento, están en capacidad de dirigir su atención hacia los concretos síntomas fisiológicos; sin embargo, solo los pensadores que hacen de los estados mórbidos del cuerpo una experimentación pueden aprender, a partir de las diferencias entre los altos y los bajos de la fisiología, las variaciones del cuerpo y su relación con el pensamiento. La multiplicidad de esos estados abre un amplio campo para el conocimiento y el pensamiento: lo que ha filosofado hasta el momento y lo que hará filosofía. La esperanza de Nietzsche es casi una convicción que espera un nuevo tipo de filósofo:
Todavía espero que un médico filósofo, en el sentido excepcional de la palabra – uno que haya de dedicarse al problema de la salud total del pueblo, del tiempo, de la raza, de la humanidad – tendrá alguna vez el valor de llevar mi sospecha hasta su extremo límite y atreverse a formular la proposición: en todo el filosofar nunca se ha tratado hasta ahora de la ‘verdad’, sino de algo diferente, digamos, de la salud, del futuro, del crecimiento, del poder, de la vida… (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2)
¿De dónde proviene este interés por la fisiología y por el carácter médico de la filosofía?2 No se trata simplemente de una opción caprichosa por una perspectiva del pensar. Una de esas respuestas que da nuestro filósofo es la de su personal procedencia. En un apartado de Ecce homo, explica que su personal “fatalidad” se debe a su padre muerto muy joven y a su madre viva aún:
Esta doble procedencia, por así decirlo, del vástago más alto y del más bajo en la escala de la vida, este ser décadent y a la vez comienzo – esto, si algo, es lo que explica aquella neutralidad, aquella ausencia de partidismo en relación con el problema global de la vida, que acaso sea lo que a mí me distingue. (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1)
La razón que da de su carácter filosófico no se refiere solo a esta procedencia. Ser a la vez decadente y comienzo no se debe únicamente a sus padres, sino también a su conocimiento de los estados de decadencia y de elevación propios de su constitución fisiológica enferma, la misma que lo lleva a transitar por esos diversos estados y a saber de su contraste. Para conocer semejantes estados, tiene un “olfato más fino” que otros hombres, ha experimentado tales estados y aprendido de ellos. “En este asunto soy el maestro par excellence – conozco ambas cosas, soy ambas cosas” (cf. EH, “Por qué soy tan sabio”, §1). Por constitución corporal lleva ambas cosas en sí mismo. El cuerpo no aparece, pues, como una metáfora en Nietzsche. La presión de la enfermedad se expresa en el filósofo de otra forma: en los momentos más fuertes de la enfermedad surgen libros con una gran exuberancia, que calan hondo en los problemas. En el momento más bajo, en su minimum, surge El viajero y su sombra, pues entonces sabía mucho de sombras. De la misma forma, la explicación que da del surgimiento de Aurora es fascinante. El influjo del invierno en la circulación de la sangre y en los músculos “casi” condiciona lo que aparece en el libro: “Al invierno siguiente [después de El viajero y su sombra], mi primer invierno genovés, aquella dulcificación y aquella espiritualización que están casi condicionadas por la extrema pobreza de sangre y de músculos produjeron Aurora” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1).
Esa relación entre estado fisiológico y pensamiento se da en nuestro filósofo de una manera nada impersonal. En el fondo, Nietzsche perfila su pensamiento desde el punto de vista afirmativo de la existencia, aun conociendo y habiendo tenido la experiencia de los grados más bajos y decadentes de la fisiología. Incluso, si se ha dado en él, en algún momento, la tendencia dialéctica, se da de una forma muy particular:
En medio de los suplicios que trae consigo un dolor cerebral ininterrumpido durante tres días, acompañado de un penoso vómito mucoso, – poseía yo una claridad dialéctica par excellence y meditaba con gran sangre fría sobre cosas a propósito de las cuales no soy, en mejores condiciones de salud, bastante escalador, bastante refinado, bastante frío. Mis lectores tal vez sepan hasta qué punto considero yo la dialéctica como síntoma de décadence […]. (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1)
Por mucho que los estados más bajos de la enfermedad posean un carácter decadente y uno de sus frutos sea la dialéctica –“la perfecta luminosidad y la jovialidad, incluso la exuberancia de espíritu”, características de Aurora, surgen en antítesis con la debilidad fisiológica propia de esa época de su vida–, dicha dialéctica produce en Nietzsche, más bien, cierta agudeza y frialdad para la consideración de los particulares problemas filosóficos que le preocupan. El original examen de la moral, desarrollado por Nietzsche en Aurora, por ejemplo, lleva su impronta personal cuando aborda el tema desde el punto de vista de la experiencia propia de la enfermedad. Así pues, en ese libro asume una perspectiva histórico-psicológica, a partir de la cual critica el origen metafísico de la moral, valiéndose de hechos tomados de la biología y de la historia de la cultura; de este modo, el examen de los motivos humanos lleva a Nietzsche hacia la comprensión de cómo se configura el sentimiento de poder como motivo fundamental de las valoraciones y de la acción moral. Sin embargo, lo que nos interesa, por el momento, es que en los estados más decadentes del cuerpo enfermo, en su minimum, Nietzsche logra un aprendizaje para el conocimiento: afina sus sentidos para percibir matices. De ahí el estilo afiligranado en el análisis de la moral que se percibe en el libro. Por eso decíamos más arriba que la “claridad dialéctica” era muy particular en nuestro autor.
A los diagnósticos médicos sobre la posible existencia de cualquier degeneración fisiológica causante de las molestias en su mente, Nietzsche agrega una visión personal sobre sus estados. Según él, no pudo demostrarse ningún tipo de trastorno, ni fiebre, ni dolencias nerviosas o estomacales en su cuerpo que estuvieran produciendo perturbaciones en su mente: “imposible demostrar ninguna degeneración local en mí; ninguna dolencia estomacal de origen orgánico, aun cuando siempre padezco, como consecuencia del agotamiento general, la más profunda debilidad del sistema gástrico” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1). Su explicación se dirige a otra parte. Se trata del sistema entero, de los tránsitos de estados de debilidad a estados donde la fuerza aumenta. El conocimiento sobre sí mismo, proporcionado por los grados de atención a los cambios fisiológicos, lo lleva a percibir esos contrastes producidos por las altas y bajas de la fuerza corporal y a considerar con cuidado las diferencias de estados de vitalidad, con el fin de sacar conclusiones más allá de sus dolencias particulares. Busca consecuencias para la filosofía. Así, por ejemplo, en la explicación sobre su vista: “También la dolencia de la vista, que a veces se aproxima peligrosamente a la ceguera, es tan solo una consecuencia, no una causa: de tal manera que con todo incremento de fuerza vital se ha incrementado mi fuerza visual” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1).
No obstante, a renglón seguido puntualiza que esos contrastes no son estados absolutos y estables, sino subidas y bajadas, periodicidad, de la fuerza vital. Hundirse hasta el minimum da un conocimiento profundo y agudo de la periodicidad del cuerpo y de la vida. Este conocimiento de los contrastes, de esa periodicidad de la fisiología, lo lleva a no tomar partido por una vida enferma o saludable en absoluto. Esta experiencia da la medida de lo que llamamos el experimento de la enfermedad. Es una comprensión de la vida como experimento de quien conoce. Incluso, esta afirmación puede ser, también, la de la vida como devenir. La evolución del estado de enfermedad le da la pauta a su conocimiento, la decadencia es para el filósofo una experiencia en carne propia:
– Recobrar la salud significa en mí una serie larga, demasiado larga, de años, – también significa a la vez, por desgracia, recaída, hundimiento, periodicidad de una especie de décadence. Después de todo esto, ¿necesito decir que yo soy experto en cuestiones de décadence? La he deletreado hacia delante y hacia atrás. Incluso aquel afiligranado arte del captar y comprender en general, aquel tacto para percibir nuances, aquella psicología del ‘mirar por detrás de la esquina’ y todas las demás cosas que me son propias no las aprendí hasta entonces, son el auténtico regalo de aquella época, en la cual todo se refinó dentro de mí, la observación misma y los órganos de ella. (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1)
Como se observa aquí, el experimento es muy concreto. Ascender hasta los “conceptos y valores más sanos”, desde los momentos más bajos de la fisiología y de la existencia, eso sí, con la claridad dialéctica que brinda la enfermedad, y, desde la altura, “plenitud y autoseguridad de la vida más rica”, descender para comprender mejor “el secreto trabajo del instinto de décadence [Décadence-Instinkts]” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1). Obsérvese que lo llama ‘instinto’, lo cual se debe a ese conocimiento incorporado producto de la decadencia como experiencia vital. Eso es lo que vive en los momentos más bajos a los que lo lleva la enfermedad.