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Las sensaciones y la intensidad del dolor

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A continuación viene el análisis de las sensaciones que “nos aparecen como estados simples” (E, p. 70), sin que, por ello, dejen de relacionarse con su causa exterior. La pregunta por su magnitud descubre un problema claro: “¿cómo explicar la invasión de la cantidad en un efecto inextensivo, y esta vez indivisible?” (E, p. 70-71). Las sensaciones no son estados complejos como el esfuerzo muscular o las emociones fundamentales que involucran una multiplicidad de elementos, determinando de forma muy precisa su intensidad. Las sensaciones parecen ser de orden puramente inextensivo y simples, pero tienen una causa, la mayoría de las veces exterior y de orden cuantitativo. En este momento, Bergson distingue en teoría entre sensaciones afectivas y sensaciones representativas, porque en la mayoría de nuestras sensaciones representativas entra un elemento afectivo.

A continuación, en dos páginas apretadas y difíciles, que muestran las sensaciones afectivas como factor importante para prever la acción futura, Bergson formula de manera muy tímida su tesis sobre el carácter utilitario y no especulativo de la conciencia y, de improviso, enuncia la relación de la sensación con la libertad. En el Ensayo se pretende resolver o disolver el problema de la libertad a la luz de la duración, lo cual supone la crítica previa de la confusión entre duración y extensión, sucesión y simultaneidad, cualidad y cantidad (cf. E, p. 49). Por lo tanto, no es de extrañar que, intentando resolver la cuestión de la intensidad de la sensación, Bergson establezca una relación muy estrecha entre sensación y libertad.

El autor comienza por examinar cómo se ha identificado el estado afectivo con la “conmoción orgánica” de la cual este provendría, como si fuera la “expresión consciente” de esta última. No se establece, por lo común, con claridad cómo las “excitaciones nerviosas” podrían transmitir algo de su propia magnitud a la sensación. De acuerdo con Bergson, esas conmociones permanecen en estado inconsciente en cuanto movimientos, pues apenas se parecen la intensidad de las sensaciones, que no ocupan espacio, y las excitaciones que las suscitarían, por ejemplo, las “amplitudes de vibración”. Aquí enuncia su tesis a este respecto: en tales circunstancias, la sensación no puede ser, sin más, una traducción “consciente” de las conmociones nerviosas, “pues precisamente porque este movimiento se traduce en sensación de placer o de dolor, se mantiene [demeure] inconsciente en cuanto que movimiento molecular” (E, p. 71). La sensación, al ser de otro orden que el de las causas externas, no ocupa lugar, sin embargo, sí es una especie de traducción de ellas, eso sí, en otro orden, es decir, no consciente. Aquí se da una suerte de continuidad, que va de la conmoción exterior a la sensación: al profundizarse la conmoción, se produce un cambio cualitativo en la sensación, por lo cual no es simplemente una traducción consciente, en términos de magnitud, de la causa externa.

Ahora, placer y dolor son dos sensaciones simples. ¿Cómo intervienen en la acción? Este interrogante es consecuencia de pensar que estarían solo implicadas dentro de una contemplación del pasado, como si solo expresaran aquello que acaba de pasar. ¿Y si tuvieran que ver con lo que vendrá? Para Bergson, no es tan verosímil pensar que “la naturaleza, tan profundamente utilitaria, haya asignado aquí a la conciencia la tarea puramente científica de informarnos sobre el pasado y el presente, que no dependen ya de nosotros” (E, pp. 71-72). El pasado, por haber dejado de ser, y el presente, por estar dejando de ser, serían ya, en cierta forma, inservibles para la acción. Placer y dolor, sensaciones afectivas por excelencia, vendrían a intercalarse entre los movimientos automáticos, por decirlo así, incorporados, que obedecen a los requerimientos del presente, y la acción libre, que emanaría, ya lo veremos, de lo más profundo de nuestro ser:

Hay que hacer notar además que nos elevamos por grados insensibles desde los movimientos automáticos hasta los movimientos libres, y que estos últimos difieren sobre todo de los precedentes en que ellos nos presentan, entre la acción exterior que es su ocasión y la reacción querida que se sigue, una sensación afectiva intercalada. (E, p. 72)

En una acción libre, por lo tanto, interviene un estado afectivo que esboza la reacción que tomará el organismo; así, la sensación afectiva es un signo que indica y, por qué no, prepara una acción querida. Esa acción es libre, por lo mismo, porque se origina en nuestro interior. Lo afectivo aquí nos señala el carácter interno de la sensación afectiva. No es solo expresión de lo que acaba de suceder. Lo que caracteriza a ciertos seres orgánicos es el hecho de resistirse a la acción automática, y hay algunos “privilegiados”, nos dice Bergson, donde el placer y el dolor autorizan, en cierta forma, la resistencia a la reacción puramente automática. En tal sentido, la conciencia estaría vinculada a una sensación afectiva, por eso, “o la sensación no tiene razón de ser, o es un comienzo de libertad” (E, p. 72). He ahí la fuerza de la hipótesis bergsoniana en el presente caso: la sensación no es sin más un simple efecto de un estímulo recibido, como tampoco es pura contemplación de lo apenas sucedido; por ser afectiva, la sensación nos hace conocer, por algún “signo preciso”, la reacción que se prepara. Ello se da en el interior de la sensación experimentada. Bergson lo formula así: “¿y cuál puede ser ese signo, si no el esbozo o como la preformación de los movimientos automáticos futuros en el seno mismo de la sensación experimentada?” (E, p. 72). Placer o dolor esbozan y preparan, es decir, prefiguran, en cierto sentido, la reacción automática apropiada a un estímulo recibido. Pero, al preparar la acción futura, son principio de libertad porque esa preparación se inicia como resistencia a una reacción meramente automática, por no decir retardo de esta.

En cierta manera, con esta hipótesis ya se anticipan en el Ensayo problemas que lograrán mayor claridad en Materia y memoria. Cuando Bergson señala la prefiguración de la reacción venidera en el seno mismo de la sensación, el carácter afectivo de esta, en la forma de placer y dolor, nos interpela sobre lo que pasa en el cuerpo para que, a partir de la sensación experimentada, se prepare una reacción querida y surgida desde el interior. Si el exterior con sus estímulos muestra su diferencia con el interior –aquí bajo la forma de la diferencia entre lo cuantitativo y lo cualitativo–, nos surge la pregunta por el tipo de cuerpo que es o, como se formulará en Materia y memoria, por el papel del cuerpo en la acción.

Por lo pronto, el estado afectivo no es sin más una representación; lo cierto es que las sensaciones afectivas se ligan a las sensaciones representativas y no hay representación sin un estado afectivo. Así diferenciemos, en teoría, entre los dos tipos de sensación, el estado afectivo debe corresponder no solo a las conmociones provocadas por los fenómenos físicos acabados de experimentar, sino además y “sobre todo a los que se preparan, a los que querrían ser” (E, p. 72). “Es verdad que no se ve cómo esta hipótesis simplifica el problema” (E, p. 72) de la invasión de la cantidad en el momento de determinar el cambio de la sensación inextensiva e indivisible. En la investigación se busca si hay algo común entre estos dos órdenes. Ahora nos damos cuenta, en realidad, de que existen dos hipótesis muy diferentes entre ellas: una es la de la “traducción psíquica de la excitación pasada” (E, p. 72), donde no se ve claro qué subsiste en dicha traducción de las conmociones moleculares, puesto que permanecen inconscientes; la otra es la hipótesis de que los movimientos automáticos “tienden a seguir la excitación sufrida, y que constituirían su prolongación natural” (E, p. 72), movimientos que, sobre todo, “son verosímilmente conscientes”, en caso contrario, la sensación no tendría razón de ser como tendencia a elegir otros movimientos posibles. En esta última hipótesis se juegan nuestro ser conscientes y el papel de los estados afectivos en nosotros:

La intensidad de las sensaciones afectivas no sería más que la conciencia que tomamos de los movimientos involuntarios que comienzan, que se perfilan en cierta forma en esos estados, y que habrían seguido su libre curso si la naturaleza hubiera hecho de nosotros autómatas, y no seres conscientes. (E, p. 73)

En este caso, hay conciencia de los movimientos automáticos y existe la posibilidad de prefigurar otros posibles, de preparar la acción libre concreta, para lo cual es imprescindible la intervención de los estados afectivos. Es de señalar, además, que la resistencia a las respuestas automáticas conlleva un elemento temporal que aquí no subraya Bergson, pero lo sugiere: esa, en cierta medida, oposición es, digámoslo así, un retardo de la reacción, una escogencia que requiere tiempo. Sin la afección no se entiende el proceso dinámico de la acción: su función no es solo cognoscitivo-contemplativa; si hay conocimiento, es el de la inserción en lo experimentado para descubrir o perfilar, por medio del afecto (placer o dolor), los movimientos que habrán de seguir y escoger el más conveniente de acuerdo con la situación planteada. Los movimientos posibles y no automáticos se perfilan como movimientos que comienzan. Tal vez ahí radica la intensidad de las sensaciones afectivas, gracias a ellas el organismo se toma su tiempo para responder al estímulo externo, para actuar con cierto grado de libertad.

Luego de esta exposición, Bergson presenta dos estudios pequeños sobre el dolor y el placer, que serán motivo para mostrar el papel de la multiplicidad en las sensaciones afectivas. Bergson comienza con una comparación muy interesante de orden musical. Cuando un dolor crece en intensidad, está más cerca de “una sinfonía, donde un número creciente de instrumentos se harían oír” (E, p. 73), que de una nota musical de sonido creciente. En presencia de una nueva situación propuesta al organismo, de su periferia emana un “concierto” de estados psíquicos “elementales”, expresión de las nuevas exigencias. Se trata de una multiplicidad de elementos, “contracciones musculares, movimientos orgánicos de todo género” (E, p. 73); es decir, múltiples sensaciones “emanan” desde diversos puntos de la periferia del cuerpo y son distinguidas por la conciencia “en el seno de la sensación característica, que da el tono a las otras” (E, p. 73). Aquí el concurso creciente de elementos y sensaciones, a la manera de una sinfonía, modifica la sensación característica y, por lo mismo, se produce un cambio de naturaleza. La multiplicidad creciente, en ese sentido, modifica la emoción fundamental.

Visto así el dolor, sabemos de su intensidad por la mayor o menor parte del organismo que se interesa en él. Retomando unas observaciones de Richet, Bergson las invierte y establece que la intensidad de un dolor se define por el número y la extensión de las partes del organismo que “simpatizan” con él y “reaccionan”, pero esto no sucede de forma inconsciente, sino “a la vista y conocimiento de la conciencia” (E, p. 73). Los órganos se comprometen en una atracción hacia lo que Bergson denomina ‘sensación característica’, la que colorea, mientras el dolor varía de intensidad. Al contrario de lo que piensa Richet, según Bergson, la modificación de los órganos comprometidos no se limita a ser una mera expresión de la fuerza del dolor. El conjunto de los órganos se ordena como una sinfonía, el dolor intenso no es una mera suma de estos, el conjunto se forma por atracción o empatía entre las diversas sensaciones provenientes de ellos, las cuales vienen a añadirse de forma creciente a lo ya percibido. Con ayuda de una observación de Darwin sobre el crecimiento de un dolor agudo, Bergson señala que se mide la intensidad del dolor por la contracción de los músculos interesados, que sucede con el fin de escapar de ese sufrimiento insoportable. De esta forma puntualiza nuestro filósofo el origen de la medida de un dolor intenso:

Se concibe que un nervio transmite un dolor independiente de toda reacción automática; se concibe también que excitaciones más o menos fuertes influencian ese nervio diversamente. Pero esas diferencias de excitaciones no serían de ninguna manera interpretadas por vuestra conciencia como diferencias de cantidad, si no referís a ellas las reacciones más o menos extensas, más o menos graves, que suelen acompañarlas. Sin estas reacciones consecutivas, la intensidad del dolor sería una cualidad, y no una magnitud. (E, p. 74)

De donde se deduce que una multiplicidad de estímulos y de movimientos musculares interviene en la llamada intensidad de un dolor y en su crecimiento; desde un punto de vista, puede ser una cualidad; desde el otro, una cantidad. Ello se debe a la intervención de la multiplicidad a la cual está ligado, porque cuando va creciendo, más órganos del cuerpo confluyen en la resistencia. Como la conciencia se da cuenta de las partes del organismo que se van sumando al modificarse el dolor, lo interpreta como una cantidad en aumento; si no lo hiciera, el dolor podría experimentarse como cualidad y se percibirían los cambios de naturaleza propios de la intensidad. ¿Qué pasa con el placer?

En una comparación entre placeres simultáneos “a nuestro espíritu”, el que preferimos está vinculado a una cierta disposición de los órganos que hace que nuestro cuerpo se incline hacia él. Y esta inclinación consiste en miles de “pequeños movimientos que comienzan”, y hace como si el cuerpo se moviera hacia “el placer representado”. Dice Bergson que el cuerpo se “orienta” hacia el que se prefiere de forma espontánea, a partir del movimiento iniciado, “como por una acción refleja” –“fuerza de inercia”, la llama–, sumiéndose en dicho placer hasta el punto de no querer otra sensación. Ahora bien, sin esa fuerza, el placer sería un “estado”, pero no una magnitud. La cuestión reside en que la conciencia se da cuenta de esa fuerza “por la resistencia que oponemos a lo que nos podría distraer”, de lo cual deduce que aquí ‘fuerza’ “sirve para explicar el movimiento más que para producirlo” (E, p. 75). Igual cosa sucederá en la moral.

A continuación, se examinan las sensaciones representativas. Estas no están desligadas de las afectivas, pero intentemos observarlas sin mezcla de estas últimas, como se hizo en el anterior caso. Se tiende a evaluar la intensidad de las sensaciones afectivas como una magnitud, a causa de su relación con los distintos órganos que simpatizan en, por ejemplo, un dolor que crece cuando el organismo busca resistirse, ya lo vimos. Por el contrario, de las sensaciones representativas se tiende a medir su intensidad por su relación con el objeto exterior que las causa. Estas últimas vienen a ser, también, la forma interna que toman las sensaciones una vez la conciencia fija su atención en ellas tan pronto pierden su carácter afectivo. En estado de representación, ya no cuenta tanto el movimiento de reacción, pues se las evalúa como magnitudes por el hábito de poner la causa en el efecto, sino que se fija en el objeto causante de la sensación. “Esta causa es extensiva y por consiguiente mensurable” (E, p. 77). Desde “los primeros destellos de la conciencia” hemos observado una relación entre “un valor determinado de la excitación” y “un matiz”, también determinado, de sensación. Ahora bien, por la experiencia adquirida tendemos a cambiar el efecto por la causa. El matiz determinado de la sensación se reduce así a la magnitud de la causa. Bergson examina en este rango las sensaciones de sonido, frío y calor, peso y luz.

Nos detendremos aquí en el significado de dos sensaciones representativas: el dolor causado por un pinchazo y por la presión y el acto de levantar un peso. Buscaremos entender cómo se sustituye la intensidad del efecto por la magnitud de la causa.

Detengámonos en el significado de pinchar con un alfiler la mano derecha con la mano izquierda y de ejercer presión para profundizar ese pinchazo. Se pasará poco a poco del cosquilleo inicial al contacto del pinchazo, luego a un dolor localizado extendiéndose a toda la zona circundante del lugar del pinchazo. Se puede apreciar el fenómeno desde dos puntos de vista. Uno, en el que se intenta examinar los diferentes estadios de la sensación en crecimiento, sin que intervenga una consideración de su causa, entonces veremos que, unas veces, hablaremos de “sensaciones cualitativamente distintas”; otras, de “variedades de una misma especie”. El segundo punto de vista consiste en que estamos habituados a considerar ese cambio como si fuera una única sensación “que cada vez nos invade más”, aumentando su intensidad. Esta segunda perspectiva está marcada por la apreciación del esfuerzo propio de la mano derecha al pinchar cada vez más profundo. Así la intensidad de la sensación representativa toma la forma, para la conciencia reflexiva, de una magnitud con la cual ha sustituido la cualidad (cf. E, pp. 77-78). Más adelante retoma Bergson el ejemplo de la presión ejercida sobre una mano, y observa que también puede contar en la consideración de la intensidad la magnitud del “esfuerzo antagonista cada vez más intenso” que oponemos a la presión y que va ganando en extensión.

Es de gran interés el examen de Bergson a la evaluación que hace la conciencia reflexiva del fenómeno de levantar primero un peso ligero y después uno más pesado. La atención se centra en el brazo, pues, al levantar un peso ligero, solo él se mueve y el resto del cuerpo permanece inmóvil. No obstante, lo que se experimenta es una serie de movimientos musculares, cada uno con su propio matiz, pero la conciencia reflexiva “interpreta” esta serie como un movimiento continuo y homogéneo en el espacio. Si después se hace el ejercicio de levantar algo más pesado, a la misma altura y con la misma velocidad, se experimenta una serie distinta de movimientos musculares. Ahora bien, esto sería más claro si la conciencia reflexiva no dejara intervenir sus hábitos. Ella, más bien, sigue pensando que se da un movimiento continuo, ya que observa que tiene la misma dirección, la misma velocidad y la misma duración. Preguntemos: ¿dónde, pues, localiza la conciencia la diferencia entre las dos series? Bergson responde que no en el movimiento mismo, sino que materializa dicha diferencia “en la extremidad del brazo que se mueve”, es decir, que la diferencia está en la sensación de peso, pues se podría calcular el aumento de su magnitud. Así, se traslada la causa y la magnitud de esta al efecto. Hacer un cálculo de este estilo es no observar el cambio cualitativo de la sensación que, si bien ha sido efecto de la diferencia de peso, no puede medírselo como a su causa exterior. La diferencia entre movimiento del brazo y peso es establecida por la conciencia reflexiva. Las cosas son a otro precio con la denominada por Bergson “conciencia inmediata”, que no usaría esos hábitos espacializantes tan arraigados en la otra conciencia. La inmediata, en vez de plantearse un “aumento de la sensación”, experimenta una “sensación de aumento”, una cualidad: la “sensación de un movimiento pesado”. Señalemos además que los grados de ligereza y pesantez son otras tantas cualidades experimentables como sensación. Cada sensación, entonces, tendría su cualidad, en otras palabras, un matiz propio, o lo que, tomando la expresión de Rudolf Hermann Lotze, se podría llamar “signo local”.2 “Y esta sensación misma se resuelve en el análisis en una serie de sensaciones musculares, cada una de las cuales representa por su matiz el lugar donde ella se produce, y por su coloración el peso que se levanta” (E, p. 82). Así, el matiz o cualidad también se puede dar en cada parte del cuerpo y experimentarse internamente con su coloración propia. No obstante, cada parte del cuerpo puede dar lugar a una traducción ilegítima por parte de la conciencia reflexiva de la cualidad por la cantidad.

En el caso de la intensidad de la luz, de la cual podríamos establecer su relación directa con la medida del espectro luminoso, es decir, la relación entre nuestra sensación y la causa externa, no observamos a menudo sino dos cosas: un color de los objetos (una hoja blanca, por ejemplo) y el efecto de las variaciones de luz que produce en nosotros una sensación diferente. Si vamos más allá de los hábitos reflexivos, observamos, por ejemplo, que cuando se apaga una vela, en la superficie blanca sobre la que daba su luz ahora se posa una capa de sombra, y en vez de decir que se ha producido una disminución de la iluminación, esa capa de sombra debería llevar otro nombre, “porque es otra cosa”, en cierta forma, “otro matiz de blanco”. El punto importante es que tanto el blanco primitivo como el nuevo matiz tienen realidad para nuestra conciencia. Al contrario del cambio continuo de la causa, la sensación “no parecerá cambiar, en efecto, más que cuando el aumento o la disminución de la luz exterior basten para la creación de una cualidad nueva” (E, p. 85) o, mejor, de una sensación nueva.

El físico va más allá y compara sensaciones distintas utilizando sensaciones idénticas –“intermediarias” entre cantidades físicas–, pero posteriormente no las incluye en los resultados, aunque las introduce subrepticiamente. El psicofísico sí pretende estudiar la sensación luminosa y medirla. Necesita encontrar un parámetro de medida para diferencias muy pequeñas, o pretenderá comparar diversas sensaciones y encontrar así una medida de la sensación. La psicofísica busca demostrar la relación entre el cuerpo y los estados profundos de la conciencia. Por ejemplo, intenta mostrar que el ojo es capaz de evaluar las intensidades de la luz, llegando a creer que es posible encontrar una fórmula para medir las sensaciones luminosas. Pretensión dudosa para Bergson, porque no ve cómo se igualarían dos sensaciones sin ser idénticas, a no ser que se elimine su carácter cualitativo. Del mismo modo, se buscó un parámetro de medida para los intervalos infinitamente pequeños entre las distintas sensaciones: se introdujo la diferencia matemática para así medir el intervalo, este último dado espacialmente y no por un paso intensivo.

Esta traducción está condenada a fracasar, pues no hay punto de contacto entre estos dos órdenes: lo intensivo y lo extensivo, la cualidad y la cantidad. Habrá que reconocer semejante interpretación en un momento dado como convencional. Bergson observa que la psicofísica se limita a formular una concepción del sentido común: nos interesan más los objetos y el lenguaje que los propios estados subjetivos y estamos acostumbrados a considerar estos últimos a través de los primeros, con lo que terminamos por objetivar dichos estados subjetivos por medio de “la representación de su causa exterior”.

Ahora llegamos a la parte central del Ensayo. En el capítulo segundo, según el testimonio de Bergson, está la génesis del libro y allí también se encuentra la tesis fundamental. Le cuenta a Charles Du Bos que, a pesar de habérselo identificado con las tesis de William James, su punto de partida es distinto:

Usted ve entonces que es de la noción científica de tiempo, y de ninguna manera de la psicología de lo que he partido… He llegado a la psicología, pero no he partido de ella. En suma, hasta el momento en que tomé conciencia de la duración, puedo decir que viví en el exterior de mí mismo… Me hicieron falta años para darme cuenta, después para admitir, que no todos experimentaban la misma facilidad que yo para vivir y sumergirme de nuevo [replonger] en la pura duración. Cuando esta idea de la duración me vino por primera vez estaba persuadido de que bastaba con enunciarla para que los velos cayesen y creía a este respecto que el hombre no tenía necesidad más que de ser advertido. Después, me di cuenta de que ello era de otra manera [qu’il en va bien autrement]. (En Robinet, “Notes historiques”, cit. en Bergson, 1959, pp. 1541-1543)

El cuerpo duradero

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