Читать книгу El Amo de los Miedos 1 - Malvina Soledad Pereira - Страница 10

Оглавление

No era una buena noche para Zarúhil. Por más vueltas que diera en la cama no lograba conciliar el sueño. Había tenido una horrible pesadilla en la cual su hermana Koralhil era cruelmente perseguida por Quemadores y sus hambrientos canes, y una vez vista libre de semejante escolta lograba treparse a la enramada más alta de un árbol. Pero sin embargo resbalaba, y en su caída observaba con espanto a un ser oscuro con la infame insignia de la muerte colgando de su cuello que la aguardaba con dos majestuosas espadas en sus manos impuras. Sin que la mujer muriera en el impacto de dar contra la tierra, en un diabólico arrebato, aquel tomaba impulso y de un salto le salía al encuentro y le rebanaba la cabeza con ambos filos.

Al despertarse de tan horrible espanto, sin ánimos ya para seguir durmiendo, los pensamientos lo habían asaltado con mayor tenacidad que otras veces. Y en verdad no era esta la primera noche de insomnio. Hacía ya un tiempo que las preocupaciones, en especial las referidas al futuro próximo, ensombrecían sus momentos de calma convirtiéndolos en largas jornadas de cavilaciones.

Se puso de pie, dio algunas vueltas por la habitación hasta que finalmente se detuvo frente a la gran ventana que sin obstáculo alguno permitía el paso del fresco aire nocturno. Desde allí podía ver parte de las viviendas de su pueblo y observar el fuego de los centinelas junto a la Puerta Oculta. ¿Por cuánto tiempo más podría seguir llamándose así? Él no lo sabía.

Su postura inmóvil, su mirada fija, pensativa y distante reflejaban la noble sangre que corría por sus venas. Toda su fisonomía denotaba la magnífica fusión de dos pueblos muy fuertes en otro tiempo, aunque silenciado uno y maldecido el otro. Su estatura elevada y renegridos cabellos eran herencia de su padre, quien en vida había sido Señor de los Ocultos, un antiguo Imperio del Norte llamado Gydox, obligado a emigrar al sur por los Supremos y a ocultarse del mundo por los Quemadores. También a él debía su espíritu de lucha e inquebrantable fortaleza a prueba de toda adversidad.

Su madre había sido ermagaciana; de ella había adquirido la capacidad de amar a todos los seres y de aprender de cada uno de ellos. Así había acrecentado una sabiduría precoz pero no por eso menos profunda. Los finos rasgos de su rostro le pertenecían, porque la belleza sin igual de los ermagacianos era algo que ni el tiempo ni la Maldición que sobre ellos pesaba podían mancillar. Túkkehil, su padre, la había conocido en una de las expediciones de comercio, y aun siendo la joven Erma-A-Kora de las castas más bajas de su reino, no dudó en tomarla por esposa y convertirla así en Señora de un pueblo completamente distinto al de ella. Vinieron años muy felices luego (a pesar del continuo asedio de los Quemadores) porque la «Hermosa Señora» como era llamada por los Ocultos, no solo era amada por todos, sino que además les enseñaba sus conocimientos sobre las artes naturales. Y fue así como el árido suelo rocoso se transformó en poco tiempo en un fértil valle que ofrecía a sus moradores toda clase de vegetales comestibles, e incluso variados ejemplares de flores bellísimas que ningún gydox (ni siquiera en el esplendor del antiguo reino) había conocido. La hierba crecía aun en la roca desnuda, y por primera vez, desde que habitaran el Reino Oculto, pudieron criar animales, y ya no necesitaban intercambiar con otros pueblos sus preciosas piedras para abastecerse de alimentos.

Los días transcurrieron tan prósperos y afables que el mismo Rey de los Ocultos olvidó pronto que su querida esposa era del linaje ermagaciano y que sobre ella existía un Oráculo maligno; Oráculo que afloró cuando el Reino Oculto recuperaba lenta pero indeteniblemente la majestuosidad y esplendor de épocas pasadas; cuando su poderío competía con los Supremos.

Por ese entonces Túkkehil y Erma-A-Kora vivían con gozo al ver crecer a sus hijos Zarúhil, el primogénito y la pequeña Koralhil, además de un tercer vástago que se desarrollaba aún en el vientre de la Reina. En esos momentos de dicha, fue cuando la despiadada Muerte Blanca (llamada así por el singular tono que tomaban sus víctimas cuando morían), sorprendió al pueblo gydox a lo largo y a lo ancho de todo el imperio. Las construcciones se abandonaron, los animales al igual que las personas enfermaron y los sembrados y jardines se fueron marchitando. Era todo muy triste y confuso para los Reyes; veían día a día morir a su gente sin poder hacer algo para remediarlo. Las Inmortales, montañas que los resguardaron de los peligros del mundo exterior por siglos, se habían convertido en una prisión tan cruel como asesina.

En medio de tan caótica situación, el baluarte más sagrado del reino habló una vez más para materializar las palabras del Gran Hacedor. El Oráculo de Jexërien había hablado. Conocido como el Oráculo de la Cabeza era precisamente la cabeza incorrupta de quien en vida fuera la más venerada de las Princesas gydoxs. La palabra de Lhëunamen anunciaba la presencia en la tierra del Último de los Patriarcas, hecho muy conocido por los gydoxs, ya que su Reina era ermagaciana. Era un mensaje lleno de esperanza pero advertía de un inminente peligro para el Heredero Supremo. Nunca antes el Oráculo de la Cabeza había revelado un designio que tuviera que ver con otro pueblo que no fuera el de Gydox, y esto era algo que tenía a los eruditos del Palacio muy confundidos, aunque el hecho de que la Reina Erma-A-Kora fuera ermagaciana podía ser la clave. Urgía poner sobre aviso a las Majestades Supremas de la Gran Ermagacia.

La respuesta ermagaciana no se hizo esperar. En la Gran Ermagacia, el último de los lakkures, emblema de los antiguos Supremos, había materializado en su corteza milenaria un nuevo designio. Era el Oráculo del Árbol Dorado, que interpretado por los maestros y eruditos más renombrados de todos los reinos ermagacianos, demandaba la existencia de quien sería la salvación del Heredero Supremo. Y la salvación provenía precisamente del reino Gydox.

Muy pronto los Señores de los Ocultos y sus hijos, que con ellos eran llevados por resguardo de la peste, se encaminaron junto a una pequeña comitiva al reino ermagaciano de Xinär, donde Erma-A-Kora había vivido muchos años. Habían sido convocados a un Cónclave donde también estarían las Majestades Supremas. Tanto Túkkehil como Erma-A-Kora desconocían por completo el papel que jugaban en aquel Concilio ermagaciano, pero guardaban la secreta esperanza de encontrar consejo para combatir la peste. La Reina recordaba que cuando aún vivía en Xinär como una aldeana más, los Reyes impartían una cura muy efectiva a quienes enfermaban gravemente, con sorprendentes resultados favorables.

En Xinär fueron acogidos cálidamente, su esperada llegada fue bienvenida y agasajada con los honores que la ocasión demandaba. Hacía mucho tiempo ya que las antiguas rivalidades, odios y humillaciones habían sido olvidados; ni los gydoxs ni los ermagacianos eran los mismos de los siglos pasados. Las Majestades Supremas y sus herederos ya estaban allí.

Para Zarúhil y Koralhil, los Príncipes de Gydox, todo había sido maravilloso desde que abandonaran el Reino Oculto. Era la primera vez en sus cortas vidas que salían al exterior, y cada paso que daban en suelo libre era una invitación a la felicidad. La experiencia en Xinär no fue menos gratificante; todo era muy distinto al Reino Oculto, sin embargo había una característica que se les asemejaba mucho: la sencillez de sus habitantes. Extasiados contemplaban los rostros hermosos que los observaban con discreta curiosidad. No podían comprender los jóvenes por qué se les llamaba los Malditos, si aquellos ermagacianos, al igual que su madre, rebozaban de una feérica vitalidad.

De todos los acontecimientos extraordinarios que habían experimentado en aquel viaje, dos fueron los que más se destacaron. Uno era el increíble parecido que había entre Erma-A-Kohrim Reina de la Gran Ermagacia, y su madre Erma-A-Kora Reina de los Ocultos. Este parecido llamó la atención de todos, porque si bien ambas soberanas eran ermagacianas, no tenían parentesco alguno. Sus cuerpos, sus rostros, parecían dos gotas de agua. Solo el color de ojos las diferenciaba, eran verdes los de la Reina gydox, y celestes los de la Reina ermagaciana. Tan hermosas habían sido ambas desde su nacimiento que se las había llamado con nombres que se utilizaban por primera vez en la historia del reino. La Reina ermagaciana pertenecía a un ininterrumpido linaje de nobles de la Gran Ermagacia; Erma-A-Kohrim la habían nombrado, y significaba la Luna Hermosa, porque al no encontrar un referente de belleza que se le pareciera en la tierra, sus padres osaron llamarla como la Princesa Kohrim, única mortal que había sido capaz de enamorar a un dios. La Señora de los Ocultos había nacido en Xinär, en el seno de una humilde familia de aldeanos que la llamaron Erma-A-Kora: la Luz Hermosa. Dos Reinas idénticas, de belleza inconmensurable, con dos hijos cada una. Juntas irradiaban un aura tan prodigiosa que era imposible verlas sin conmoverse. Los eruditos y maestros asociaron este casual suceso con una señal del Gran Hacedor; las interpretaciones de los Oráculos eran las correctas. Ambas Reinas jugaban un papel indispensable en la vida del Último de los Patriarcas, una era su madre terrenal, la otra sería la luz que lo guiaría y protegería en la concreción de su extraordinario destino.

El otro acontecimiento destacado en aquella aventura de los Príncipes gydoxs, sería sin dudas, el que marcaría un antes y un después en sus vidas. Porque jamás, ni antes ni después, tendrían la oportunidad de conocer a un ser tan singularmente extraordinario como el Príncipe Erma-Mindylaisïr. Nunca más pudieron olvidarse de aquel encuentro, porque el Príncipe era sin lugar a dudas el predestinado de las profecías. Sus gestos y miradas irradiaban una paz infinita, sus palabras estaban tan llenas de sabiduría que cuantos lo oían, no podían creer que se tratara tan solo de un niño. Era bello, sin duda, pero su personalidad no lo era menos, y los hermanos gydoxs hubieran deseado compartir un día más de sus vidas en compañía de tan hermosa criatura.

Catorce años contaba el Heredero de la Corona de la Gran Ermagacia. En su espalda cargaba el peso del mundo entero. Era el Último de los Patriarcas, simiente viva del Dios Schor. El Elegido de Lhëunamen. El Hijo del Eclipse. El milagro reservado en la Edad Perdida, prometido en la Tercera y esperado ardientemente en la Cuarta.

Todos los de buena voluntad esperaban que los salvara del inminente peligro del Tamtratcuash. Su propia gente aguardaba esperanzada que los liberara de la milenaria maldición que los diezmaba desde la Edad de los Primeros Padres, y del terrible Juramento que los obligaba a ser un pueblo débil y reducido. Un Oráculo reciente había vaticinado un acechante peligro para su vida. El mal sembrado en la tierra por Gendrüyof estaría reuniendo sus huestes para arremeterlo. Incontables serían sus enemigos. Sin embargo su mirada serena, de celestes ojos de cielo como la de su madre, no denotaban angustia o ansiedad alguna. No era alto, ni robusto, pero incluso así irradiaba fortaleza. Sus rubios cabellos estaban prolijamente peinados en torzales, como era la costumbre de la realeza de Ermagacia. Y a pesar de que sus vestimentas eran tan sencillas que se parecían a la de cualquier plebeyo, todo su porte reflejaba el real linaje que por sus venas corría. Solo una sonrisa y una mirada suya bastaron para atar para siempre, con magnéticos lazos de simpatía y lealtad, los corazones de los Príncipes de Gydox.

Luego de la bienvenida, y sin mediar demoras, Reyes y Príncipes se reunieron en conferencia. Los eruditos de cada pueblo expusieron los Oráculos revelados en sus reinos. Cuando fue el turno de los gydoxs aprovecharon el momento para obsequiarle al Príncipe Erma-Mindylaisïr una capa realizada con las últimas escamas de dragón que se atesoraban en el reino. El regalo fue bien recibido, pues todos conocían las maravillosas propiedades de las escamas de dragón, así como también su escasez en toda la Tierra Conocida. A los Reyes de Xinär les obsequiaron un cofre decorado con gemas y zafiros de exquisita confección. Las Majestades Supremas también traían un gran regalo para los gydoxs, el milagro que los salvaría de la Muerte Blanca. Fue entonces cuando conocieron la planta «Sarillus Trïmo». Explicaron cómo se debía cuidar y cómo prepararla para obtener la medicina. Así como también dejaron en claro que el milagroso vegetal solo prosperaba en manos ermagacianas, pero no solo ermagacianas, sino manos ermagacianas reales.

Las Majestades Supremas traían medicina Sarillus suficiente como para auxiliar a un reino numeroso. Además de ejemplares de la planta para que los reinos Gydox y Xinär realizaran plantaciones experimentales de Sarillus Trïmo en sus territorios, pero sin ninguna garantía de éxito.

El origen de la Sarillus Trïmo se remontaba a la Segunda Edad, había sido entregada por la diosa Trïmo a Îredimor, primer Señor de los ermagacianos. Según la leyenda que corría de boca en boca de la Gente Hermosa (porque la existencia de la planta era un secreto exclusivo de su raza), cuando la diosa descubrió el engaño y la devastación que Gendrüyof y sus huestes habían causado a los pueblos humanos, lloró sin consuelo, y en su lamento pensó en cómo ayudar a los hombres a reponerse de tanta pérdida cuando ya le habían sido arrebatados la mayoría de sus poderes. Fue cuando la Gran Trïmo, llamada la Poderosa en la Primera Edad, ahora mancillada y reducida por la maldad sin límites de Gendrüyof, sacrificó la última reserva de poder divino que le quedaba para crear el arma más poderosa en toda la tierra, un vegetal capaz de curar todos los males. «Sarillus Trïmo» la llamó el Pueblo de Îredimor, el Lamento de Trïmo en la Antigua Lengua. Y como la diosa bien conocía la codicia de la raza humana, y también el daño que los hombres eran capaces de infligir en pos de una ambición, dispuso que solo la realeza femenina ermagaciana sería quién tuviera el exclusivo privilegio de manipular la milagrosa planta. En manos equivocadas la Sarillus solo se marchitaba y moría. De esta manera se aseguraba la diosa que su nuevo tesoro no fuera utilizado para la destrucción masiva, como ella misma lo había sido. Al entregar su majestuosa creación a manos humanas, Trïmo, la creadora del Primer Lenguaje y los Antiguos Poderes, quien había sido la hija predilecta de Lhëunamen en el principio de todo, antes del tiempo, engañada, manipulada y devastada por el ser más oscuro y despiadado que hubiera existido a lo largo de las Edades, se alejó para siempre de los humanos, y no se volvió a escuchar de ella hasta el Llamado de Lhëunamen. Îredimor el Bendecido, fue el primer y último hombre en tocar la Sarillus Trïmo, una vez que la entregó al cuidado de su Reina, nunca más pudo volver a hacerlo. Y a lo largo de los siglos y las Edades fueron las reinas y princesas del Pueblo de Ermagacia quienes se encargaron estoicamente del cuidado y proliferación del regalo de la Diosa.

Los Reyes de Gydox no salían de su incredulidad y asombro. Erma-A-Kora tenía una vaga idea de la cura a la Muerte Blanca, pero nunca hubieran imaginado que existiera una hierba con semejantes cualidades. Además la generosidad de las Majestades Supremas al obsequiarles y revelarles tan grandioso secreto los tenía alarmantemente confundidos. Sin embargo pronto les fue revelado el interés subyacente a tanta generosidad. Necesitaban que el Heredero Supremo se refugiara por algún tiempo detrás de las Inmortales, y para ello, el Reino Oculto debía verse sin rastros de la Muerte Blanca. Aunque la Sarillus Trïmo curaba la peste, no se iban a arriesgar a que Erma-Mindylaisïr sufriera alguna de sus innumerables secuelas.

Al oír la posibilidad de que Erma-Mindylaisïr pasara una temporada en el Reino Oculto, el corazón de los Príncipes gydoxs dio un vuelco de alegría. Y a juzgar por la cómplice mirada que les hizo el Heredero de los Supremos, la alegría era compartida. Y es que a pesar de haber convivido solo unas horas, los tres Príncipes parecían conocerse de toda la vida.

Los que no estaban muy convencidos con la idea de los ermagacianos, eran los Señores de Gydox. Que el Hijo del Eclipse permaneciera una temporada en el reino Gydox hacía peligrar la seguridad de su secular anonimato. Todos los ojos codiciosos de la Tierra Conocida estarían puestos en las Inmortales. Necesitaban la cura para su gente, ¿pero qué precio estaban dispuestos a pagar para obtenerla?

Al ver la conmoción en los gydoxs, los maestros y eruditos ermagacianos se apresuraron a realizar las interpretaciones pertinentes de los Oráculos, comenzando por el que más atemorizaba, el Oráculo del Agua, que hablaba del inminente surgimiento del Tamtratcuash. La profecía comenzaba haciendo alusión a la descendencia maldita, que no podía ser otra que la ermagaciana, maldecida por los de su propia raza. El Tamtratcuash al igual que el Hijo del Eclipse sería sangre de los antiguos Supremos. Y eso era algo que desvelaba a las Majestades Supremas, porque el enemigo se podía encontrar en la misma Gran Ermagacia. Otro dato alarmante era la sentencia: «Es la hora». Claramente establecía que era el presente, en coincidencia con los Antiguos Oráculos. Tanto el Tamtratcuash como el Hijo del Eclipse compartirían el mismo tiempo. Lo demás no lo consideraban de difícil interpretación; junto a la Mano de Gendrüyof, como se le decía al vástago oculto del Desterrado, sobrevendría una época de muerte, derramamiento de sangre y devastación. El sembrador de tantas calamidades sería como una reencarnación de los Siete Tamtratcuash. Lo que demostraba el poderío con el que iba a contar el enemigo, un único ser con las magníficas cualidades de los Siete y la sangre del Desterrado corriendo por sus venas, lo que justificaba la descripción de la bestia de los ojos de fuego, pues todos conocían la manera en que los Siete aterrorizaban a las naciones con sus refulgentes ojos que brillaban en la oscuridad. Y como no podía ser de otra manera a cualquier representante del mal en el mundo, su poder residiría en la magia de sangre, tan antigua como oscura.

Después fue el turno de deshilvanar el Oráculo de la Cabeza, el que anunciaba la esperada llegada del Hijo del Eclipse. Era una afirmación que todos los ermagacianos sabían; ya estaba en la tierra el Elegido de Lhëunamen, el Hijo de la Luna y el Sol. Un descendiente de Îredimor el Primer Hombre, capaz de despertar a su paso los Antiguos Poderes que dominaban antaño la tierra, y librar al pueblo ermagaciano del Juramento y del Tamtratcuash. Solo él podía reinar en paz sobre todos los pueblos de la Tierra Conocida.

Pero el Oráculo también anunciaba un peligro oculto que haría vacilar sus pasos, segura alusión a la trampa escondida de Gendrüyof: el Tamtratcuash. Por lo que el Elegido necesitaba de una Luz que le guiara hasta que alcanzase la Revelación, en la que se despertarían los poderes necesarios para enfrentar al enemigo. Y tal vez de esa Luz dependerían su victoria o su derrota; si la guía resultaba correcta, la derrota del Tamtratcuash se consumaría, pero si en cambio la guía era insuficiente, la derrota sería la del Último de los Patriarcas. Los eruditos continuaron revelando el Tercer Oráculo, habían cambiado el orden de la explicación en el Oráculo de la Cabeza para enlazarla con la del Oráculo del Árbol. Ellos afirmaban que la Luz nombrada en ambos Oráculos era nada más ni nada menos que la Reina Erma-A-Kora.

Ante las exclamaciones de desconcierto y desazón de los gydoxs, fueron las mismas Majestades Supremas quienes poniéndose de pie tomaron la palabra, y dirigiendo la mirada puramente a la Reina de Gydox expusieron cada una de las razones que los llevaron a tomar esas conclusiones.

—«Del Eclipse y del Fuego será la Luz cuyo fulgor inmanente iluminará el sendero del Elegido» reveló Erma-Lubrandaisïr—. Desde el comienzo el Oráculo te señala, Erma-A-Kora, quien fuiste una más de nuestro pueblo, representado desde antaño por el símbolo del Eclipse y por cuyas venas corre sangre ermagaciana. Pero hoy te presentas como la Reina de un pueblo extranjero, enarbolado con el estandarte del Fuego. El Eclipse y el Fuego son los sagrados símbolos que enmarcan tu vida, gloriosa Erma-A-Kora. ¿De quién más con tus características se podría decir lo mismo en toda la Tierra Conocida?

El Rey Túkkehil se levantó impaciente; ya vislumbraba el papel que los gydoxs, más específicamente su esposa, cumplían en ese Concilio, y no era de su agrado, por lo que intervino de inmediato con voz potente:

—¿Y quién dice que el Oráculo habla de una persona? ¿Por qué no podría tratarse de una luz tal y como es nombrada en el Oráculo? ¿Quién les dice que por el solo hecho de que su nombre signifique la Luz Hermosa, es ella la protagonista de la profecía?

Erma-A-Kora también se puso de pie y tomando la mano de su esposo abrió la boca para hablar. Pero no alcanzó a emitir palabra porque fue Erma-A-Kohrim quien lo hizo primero:

—Así sería, sin dudas, mis estimados. —La Reina ermagaciana miró a los ojos al Señor de los Ocultos—. ¿Pero acaso no es también un indicio el haber recibido un Oráculo para nuestro pueblo en el suyo? ¿Por qué habría de hacerlo el Gran Hacedor si en ello no enviara un mensaje de comunión entre los Sagrados Oráculos? Pero sin embargo hay una prueba más —Erma-A-Kohrim dirigió su mirada hacia Erma-A-Kora diciendo—: «Y en sus manos prodigiosas germinará el Lamento de Trïmo».

A una señal de la Majestad Suprema tres eruditos se acercaron con un recipiente de cristal cada uno. En las fuentes había una pequeña planta poblada de hojas tan simples como verdes. Erma-A-Kohrim tomó entre sus manos una de ellas.

—Esta es la Sarillus Trïmo, el Lamento de Trïmo, la planta más milagrosa que haya existido sobre la tierra, y a la que solo podemos tocar las Reinas y Princesas de sangre ermagaciana. —La Monarca tocó con sus dedos una hoja y luego la ofreció al Soberano gydox.

Túkkehil la tomó torpemente, y para sorpresa de los gydoxs presentes, la planta se marchitó por completo y se deshizo al instante. Erma-Lubrandaisïr tocó otra y sucedió lo mismo que con la que tocó Túkkehil. Entonces la Reina ermagaciana acercó el tercer ejemplar a la Reina de Gydox.

—Si el Gran Hacedor no te escogió a ti, Erma-A-Kora la Luz Hermosa, para ser la guía del Último de los Patriarcas, esta planta de Sarillus se desvanecerá como las otras. Eres ermagaciana, pero no naciste en la realeza, sin embargo ahora eres Reina, pero no de un reino ermagaciano. ¿Por qué el Lamento de Trïmo germinaría en tus manos si no fuera por los sagrados designios de Lhëunamen?

Erma-A-Kora acercó su mano a la Sarillus. Un silencio expectante invadió el recinto donde se llevaba a cabo el extraño Concilio. Zarúhil recordaba cómo todos se olvidaron de respirar en esos momentos. Los ermagacianos estaban ansiosos. Los gydoxs temían que la planta se deshiciera… y también que no.

Finalmente las temblorosas manos de la Reina gydox tocaron la Sarillus Trïmo. Y la Sarillus Trïmo no se deshizo.

A partir de ese momento todos los sucesos que vendrían, se agolpaban y confundían con violencia en la mente de Zarúhil. Y el heredero gydox no discernía con claridad si así habían acontecido o su memoria los transformaba de esa manera para que lo adverso no doliera tanto. Un recuerdo tras otro, todo se mezclaba y dolía.

Recordaba la celebración de una Alianza entre gydoxs y ermagacianos sellada con el compromiso de unión entre Erma-Mindylaisïr y su adorada hermana Koralhil. También el acuerdo de que mientras el Reino Oculto fuera saneado de la Muerte Blanca, la Reina Erma-A-Kora, su hermana y él aguardarían una temporada en la Gran Ermagacia, para luego regresar a las Inmortales junto al Heredero Supremo.

Recordaba Zarúhil un corto trecho de viaje hacia la Gran Ermagacia en la más completa felicidad. Luego todo se volvía oscuro, denso. El terror de un asedio de ojos invisibles. Un campamento en la noche, sangre humedeciendo un desierto, gritos de miedo, de dolor, de furia. Las Majestades Supremas despidiéndose, su amada madre despidiéndose, Erma-Mindylaisïr despidiéndose. Todos los hermosos rostros despidiéndose para jamás regresar. Una agónica espera bajo el amparo de una capa, el corazón palpitando de prisa y la respiración entrecortada de cuatro niños asustados y en duelo. Después se le presentaban los rostros de guerreros gydoxs conocidos, el rostro aliviado de su padre y las funestas noticias…

Porque cuando su padre, el Rey de Gydox y los guerreros de la caravana que regresaba al Reino Oculto, recibieron el pedido de auxilio por medio de las aves mensajeras, cabalgaron sin descanso a toda la velocidad que les permitió el anhelo de salvar a su esposa y a los príncipes. Pero el esfuerzo no alcanzó para salvar a la Reina. La Hermosa Señora fue encontrada casi en el último aliento, de rodillas, apoyada en la misma lanza que le iba quitando inexorablemente la vida. Quienes presenciaron la desgarradora escena afirmaron hasta el último día de sus vidas, que sintieron el golpe que dio contra el arenoso suelo, el alma del Señor de los Ocultos.

La rudimentaria confección de aquella lanza asesina, confirmaba las sospechas narradas en el pedido de auxilio recibido tres jornadas atrás:

«Nos acechan.

Ojos invisibles en el bosque.

Olor a Quemador.

Necesitamos espadas que nos defiendan»

Lanza de Quemador, olor a Quemador. Era conocido por todos el olor a Quemador; mezcla de cadáver, carroña putrefacta y excrementos humanos.

Lanza de Quemador, olor de Quemador, ataque de Quemador. Y un gran ataque debió ser, numeroso y organizado. De lo contrario jamás hubiera franqueado la escolta gydox en la que Túkkehil había depositado la seguridad de su Reina y sus Príncipes. La defensa de los ermagacianos era otra cosa, un grupo de pequeños hombres armados solo con dagas en cumplimiento de un lejano Juramento; no representaba un obstáculo en absoluto.

La Hermosa Señora tuvo tiempo y voluntad para dirigirles a todos, y especialmente a su querido esposo palabras de aliento y esperanza. Luego, encomendándole los niños a Túkkehil, murió con una sonrisa en el bello rostro, como lo hacían sus antepasados desde las épocas más remotas.

De la gran caravana de gydoxs y ermagacianos que se dirigía al noreste, rumbo a la Gran Ermagacia, solo cuatro almas sobrevivieron gracias al sacrificio de muchos, y a la protección de una capa de escamas de dragón providencialmente obsequiada. Dos eran los Príncipes gydoxs, y los otros, una niña y un niño ermagacianos. El Último de los Patriarcas no estaba entre ellos, pero sí su pequeño hermano Erma-Kaldylaisïr.

El pedido de ayuda también había sido enviado al reino de Xinär, y no tardó en llegar una comitiva de pequeños hombres con el semblante irremediablemente transformado por la tristeza y la desesperanza. Quién hubiese dicho que eran de la misma raza que en otros tiempos hacía temblar la tierra con su avance.

Los ermagacianos se dividieron en dos grupos; uno se encargó de llevar a salvo hasta Xinär al único heredero de la sangre de Îredimor encontrado hasta el momento, el pequeño Kaldylaisïr. Los demás se lanzaron en la búsqueda de posibles sobrevivientes, ansiando en cuerpo y alma que entre ellos se encontrara el venerado Hijo del Eclipse. Zarúhil y su hermana también lo ansiaban, ya tenían el alma ensombrecida por la muerte de su madre, y no querían más dolor. Al Rey Túkkehil en cambio, ya no le importaba más nada de aquella gente, maldecía la hora de haber acudido al llamado del Cónclave ermagaciano. En su corazón abatido comenzaba a anidar la sombra del rencor. Pero aún con la mente enturbiada por el dolor de la desgracia, tuvo el claro discernimiento de pensar el mejor y más seguro futuro para sus hijos. No volverían al Reino Oculto hasta que se encontrara totalmente libre de la Muerte Blanca.

Entonces la caravana gydox se desvió al noroeste; los Ocultos entraron en las tierras de Schor, el majestuoso reino de los Verdes Cazadores. Fuera cual fuese la suerte que les esperaba en el futuro, sus hijos no sufrirían la tragedia de la Hermosa Señora ni de Mindylaisïr. Y aunque el trato entre Cazadores y Ocultos se había enfriado, existía antiguamente una Alianza entre ellos, y en honor a ella el pueblo de Schor acogería a los Príncipes gydoxs por el tiempo que fuera necesario.

Fue en Schor que supieron que los cuerpos de las Majestades Supremas y su Primogénito habían sido encontrados. Los habían torturado hasta acabar con sus vidas y con la última esperanza de redención de un pueblo que empezaba a desaparecer de la faz de la tierra. La luz del Hijo del Eclipse se había apagado para siempre.

También en Schor recibieron la terrible noticia de la muerte de Túzzahil, único hermano del Rey de Gydox, quien se encontraba a cargo del reino en su ausencia. La peste se había encargado de dar la última estocada al Soberano de los Ocultos, quien perdido entre la ira y la desesperación, emprendió el regreso a las Inmortales.

La cura por fin había llegado al pueblo Oculto, pero demasiado tarde. La decadencia material era avasalladora, mucho más lo era el abismo en el que se habían sumido los espíritus, ya no se oían canciones ni rezos; solo gemidos y lamentos. El Rey Túkkehil como Señor de su pueblo, hizo todo lo que estuvo a su alcance recordando las dulces palabras de su amada Erma-A-Kora, para levantar a su reino de la terrible caída. Pero al ver inútiles todos sus esfuerzos por revertir la situación, él mismo cayó en la desesperanza, sus cabellos se volvieron blancos y su imponente figura se fue derrumbando.

Una fría mañana de la estación invernal, las campanas resonaron tristemente y las banderas del Palacio flamearon oscuras en el cielo grisáceo que anunciaba tormenta. Una vez más la realeza estaba de duelo...

En el verde reino de los Cazadores, los Príncipes gydoxs recibieron la terrible noticia de la muerte de su padre. Urgía la presencia dentro de las Inmortales de los nuevos Señores de Gydox. Zarúhil y Koralhil no dudaron en regresar de inmediato al Reino Oculto. Cinco años habían transcurrido desde que traspasaran la Puerta Oculta por primera vez.

Y cinco más pasarían hasta la noche en que Zarúhil soñara que un demonio con la insignia de la muerte colgando de su cuello le cercenaba la cabeza a su hermana.

Nadie supo qué era lo que en verdad había acabado con el Gran Túkkehil, pero bien se lo prefiguró Zarúhil, y pronto comprendió el joven heredero que el destino le presentaba ahora un negro desafío tan tremendo como cruel: la suerte del pueblo de Gydox estaba en sus manos.

El Amo de los Miedos 1

Подняться наверх