Читать книгу El Amo de los Miedos 1 - Malvina Soledad Pereira - Страница 8
ОглавлениеPodía sentir su agitada respiración y cada uno de los latidos de su corazón. Los desesperados intentos por recuperar la entereza que en otros momentos difíciles solía acompañarla eran inútiles. No huía esta vez de una fiera hambrienta o de algún grupo de enfurecidos Quemadores. Un frío sudor recorría su cuerpo y el terror dominaba completamente sus pensamientos.
Recordaba innumerables historias escuchadas sobre él, las cuales competían por ser más crueles y sangrientas. Se contaba que muy pocos habían sobrevivido a la malignidad de sus ojos (exceptuando su infernal ejército), por eso nadie sabía decir con precisión cómo era su rostro. Se creía que era el vástago escondido del Desterrado, si no era la reencarnación misma de Gendrüyof. Se desconocían su historia y origen pero corría la voz de que siendo aún niño había presenciado la muerte de sus padres en medio de atroces tormentos, y muchos aventuraban que él mismo los había ejecutado. Era un ser despiadado, sin sentimientos, incapaz de demostrar alguna emoción.
Se decía que por sus venas corría la sangre del indómito pueblo de los Quemadores, y que a ello se debía su feroz espíritu guerrero. Otros afirmaban que pertenecía a las pacíficas gentes de Ermagacia y que solo se habían despertado en él las habilidades e instintos de los legendarios guerreros de antaño.
Su visión era tan aguda que podía divisar largas distancias, e incluso ver en la oscuridad. Sus demás sentidos no eran menos desarrollados; no había olor o sonido que le pasaran desapercibidos y su pulso no vacilaba a la hora de matar; un animal o un ser humano. Tampoco fallaba.
Eran suyas las dos espadas más temidas y poderosas de la tierra; la terrible Adagium, paradójicamente cruel como hermosa; y la legendaria Diamantina, nacida en magnánimas épocas olvidadas de la Primera Edad, cuando dioses y hombres caminaban por el mismo suelo, y los ermagacianos o «Supremos» como se los llamaba entonces, dominaban grandes potestades conservando todavía los dones extraordinarios de los Primeros Padres. Además de inimitable cazador era hechicero y sus eficaces encantamientos lo habían sacado de apuros anteriores. Algunos afirmaban que su cuerpo era inmune al dolor y que incluso gozaba de inmortalidad.
Se sabía que en el cielo, en el agua y en la tierra, en bosques, llanuras o desiertos, sus aliados se contaban por miles. No solamente humanos; sus hordas eran tan variadas como numerosas y la vegetación misma parecía susurrarle los movimientos de su presa. Él era Atcuash, el Amo de los Miedos, y ahora venía en busca de ella.
¿Por qué? ¿Por qué el pequeño venado había huido tan veloz y seguro hacia aquel sitio del bosque donde se encontraba el mismísimo demonio con iguales intenciones de caza? ¿Cómo iba ella a imaginar que siguiendo tan sutil criatura se toparía con tan oscuro Señor y su ejército?
Quería pensar por un instante que todo lo oído no era verdad, pero hasta si fuese Atcuash un hombre sin facultad extraordinaria alguna, venía en su busca y con un innumerable escuadrón de hombres con su mismo sentir y pensar despiadado.
¿La encontrarían? ¿Sería su fin? Esa enmarañada mata que le servía como escondite de un momento a otro podía traicionarla. Y así fue. Tal vez alguna rama obligada a una tensa presión que ella misma ejercía, se había quebrado; tal vez fue un involuntario movimiento provocado por su continuo temblar; o en verdad alguien la había encontrado y estaba allí detrás de ella. Lo cierto es que en medio del perturbador silencio que dominaba la noche en aquel recóndito lugar del Bosque de los Encantos, la pequeña mujer oyó a sus espaldas un ruido similar al crujido de una hoja de árbol seca. Del mismo modo como el ave emprende vuelo al sentir la presencia de algún enemigo, ella giró su cabeza. Pero no había allí nada más que sombras mezcladas con maleza, y más allá la oscuridad.
En medio de su agonía sintió un alivio, dejó escapar un leve suspiro al mismo tiempo que volvía su mirada hacia el frente. La breve calma se esfumó tan pronto como sus ojos se posaron en otros, enormes, brillantes, furiosos y malignos. Allí, a agobiante corta distancia, se encontraba un hombre de pie. Era Atcuash sin lugar a dudas, ya que solamente sus ojos en toda la Tierra Conocida refulgían como dos llamaradas rojas en medio de la oscuridad. Además, únicamente él a diferencia de sus súbditos, utilizaba una prenda que lo cubría de pies a cabeza. Y sobre el pecho pendiente de una cadena sujeta a su cuello dejaba ver el símbolo de la muerte, representado por una negra calavera de horribles ojos rojos.
Alto, soberbio; su vestimenta tenebrosa como su persona, solo dejaba ver los enormes ojos y las manos, ya que al resto del cuerpo lo cubría la túnica, o bien las sombras que esta proyectaba.
Tal como si su cabeza hubiera sido atravesada por un puñal, la acorralada mujercita lanzó un horroroso grito de terror. Quería convertirse en brisa, o hacerse savia y correr libre por el tallo de cualquiera de los arbustos que la rodeaban. Pero nada le era posible inmovilizada por el miedo y por el enredo de sus cabellos entre las ramas. En sus pensamientos desfilaban sin descanso los rostros de los pobres inocentes que después de su muerte quedarían sin protección ni sustento. Entonces, y solo por pensar en ellos, sus ojos se nublaron y sus desesperados sollozos irrumpieron en un triste lamento en el enmudecido bosque acostumbrado ya a similares sucesos. Por sus seres queridos recobró la fortaleza y se dispuso a entregar cara su vida. Pero al secar sus ojos con las manos y aclarar la mirada, observó con espanto que los pocos pasos que la separaban del cazador ya no existían, porque él estaba tan cerca que podía sentir su fría respiración. Sus ojos inmóviles y fijos en los de ella lanzaron tan furiosa mirada, que al igual a una ráfaga mortal fueron helando cada uno de sus miembros. Nada. Nada sentía ni veía ya, solo sus terribles ojos y el implacable miedo.
De pronto dos relámpagos interrumpieron la triste escena, eran Diamantina y Adagium, que una vez más obedecían la voluntad del Amo. Irremediablemente los filos impactaron con su destino... y esto fue lo último.