Читать книгу El Amo de los Miedos 1 - Malvina Soledad Pereira - Страница 22

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En los tiempos en que sucedieron los episodios más desgraciados y tristes de la Tierra Conocida, tuvo lugar una Alianza que unió perpetuamente dos pueblos grandes y nobles. Un árbol flameaba en los estandartes de uno; el fuego caracterizaba los blasones del otro. Eran los reinos de Schor y Gydox, que se aliaban contra un enemigo común: el invencible reino de Ermagacia. Y a pesar de que el tiempo y las circunstancias los habían distanciado, la Alianza entre ellos jamás había sido violada.

Ahora, en los tiempos que corrían, una vez más se ponía a prueba ese pacto de sangre y honor. Estaba en las manos del Rey Oculto la decisión; era Schor quien requería su auxilio esta vez. ¿Pero cuál sería la respuesta de Zarúhil?

En las habitaciones y pasillos contiguos al gran salón del Palacio, la gente se apretujaba en torno a la enorme puerta. Entre ellos y en primera fila, se hallaba Radagash, quien no paraba de temblar de alegría ante la posibilidad latente de luchar al lado de su amado Rey. Por su parte Zarúhil hubiera querido que el muchacho estuviese a su lado en el momento de presidir la asamblea. Pero todo había sucedido de manera tan rápida y tumultuosa que, una vez perdido de vista su protegido, fue imposible volverlo a encontrar entre la incontable multitud que lo rodeaba. Y allí estaba el Rey gydox, con el bello semblante ensombrecido por la preocupación, pero firme y resuelto a tomar la decisión que llevaría a su pueblo tal vez a la luz, tal vez a la oscuridad. A su derecha se encontraba Livê-Frikêl, seguido por los Generales de su ejército. A su izquierda se alineaban los nobles y eruditos más destacados. Enfrente del Rey, y separado por una gigantesca mesa oval, estaba Dellsemoon, acompañado de su gran escolta. Era el hijo mayor y el heredero del Rey Semoon y la Reina Mirg, del pueblo de los Verdes Cazadores. Contaba más años que Zarúhil, de elevada estatura, ojos grises, cabellos rubios y largos. Utilizaba la barba corta y sus vestimentas eran de un verde pálido al igual que la de sus acompañantes. Su mirada era penetrante, y ahora estaba fija en la del Rey de Gydox, como si quisiera entrar en lo más profundo de sus pensamientos. Habían sido amigos en los primeros años que Zarúhil vivió en el reino de Schor, pero sucedió luego una etapa de dudas y rivalidades, porque el Príncipe schorano no estuvo dispuesto a admitir que Zarúhil apoyara a su hermana en la ruptura de su compromiso, así como tampoco el compromiso de este con la Princesa Samanantha. Y a la muerte de esta, esa apatía que existía entre ambos herederos dio lugar a una profunda enemistad por parte de Dellsemoon, agravada por el rotundo rechazo de Koralhil. En el último tiempo de la estancia de los Príncipes de Gydox en Schor, Dellsemoon se había encargado de hacerles la vida imposible, sobre todo al heredero. Pero ahora las circunstancias se daban de manera distinta; era su pueblo el que precisaba ayuda. Además Zarúhil era un Rey, y del reino al que él acudía en esa hora de necesidad. El Reino Oculto lo había deslumbrado, a pesar de que en donde su vista se posara veía huellas de la Muerte Blanca; jamás se había imaginado que detrás de esas grises montañas se hallara tan magnífica dominación. Por lo que su comportamiento había sido respetuoso y solemne, aunque todavía no se había presentado la oportunidad de encontrarse a solas, cara a cara, con el Señor de los Ocultos.

En el centro de la mesa, y acaparando la atención de todos (menos la del Príncipe que estaba presto a estudiar las miradas y gestos del Rey) se encontraban pedazos de lo que había sido una negra calavera de arcilla. Era precisamente ese, el modo en que el Amo de los Miedos avisaba a un reino que le declaraba la guerra. Nadie se explicaba cómo, pero lo cierto era que cualquier día, a la hora menos pensada, aparecía desafiante y tenebrosa, una calavera negra ubicada justo en el trono del Monarca. ¿Cómo llegaba hasta ahí? Ese era el mayor misterio, imposible de revelar.

—Los espías de ese demonio han llegado al Reino del Árbol Gigante —declaró por fin Zarúhil, rompiendo el silencio.

—Los espías del Amo llegarán muy pronto al Reino Oculto si no lo detenemos —retrucó Dellsemoon, mientras sus acompañantes asentían con la cabeza.

—¿Y quién me asegura que no han llegado hoy infiltrados en tu embajada? —arremetió el Rey, escudriñando uno a uno los pálidos rostros schoranos.

Un leve murmullo comenzó a escucharse.

—¿Dudas de quienes no pusimos reparo a la hora de aceptarte como nuestro hermano? Estos hombres gozan de la mayor estima y confianza de mi padre. No estamos dispuestos a ser tomados como espías. ¡Solo reniega la Alianza y deja a tu pueblo exento de luchar junto a los schoranos! —respondió impetuoso el Príncipe de Schor.

El murmullo se convirtió en un tumulto general. Livê-Frikêl acercándose más al Rey, le dijo algo al oído.

Zarúhil puso en alto su mano derecha, cesó el barullo pero el silencio que le siguió fue aún más inquietante. Una vez lograda la calma y llevándose la diestra al corazón dijo:

—Si con mis palabras he ofendido a mis hermanos, los Hijos del Sol, pido disculpas. Y si tú, Dellsemoon, Príncipe del Libre Imperio de Schor, me aseguras que tu gente goza de la estima y confianza de mi protector y amigo, el Rey Semoon, yo les daré la mía. Pero no te escandalices, respetado Príncipe, si en estas horas inciertas y oscuras, me muestro reservado y precavido. Más bien alégrate, y asegúrate de hacer tú lo mismo. Sin embargo, es justo que te haga saber que el rigor con que han sido tratados al entrar en el Reino Oculto, ha sido considerablemente menor al que acostumbramos, en honor a nuestra amistad y los favores prodigados a mi hermana, la Luz del Fuerte —aquí el Rey se cuidó muy bien de no pronunciar el nombre de la Princesa, para evitar agravar más el ánimo del Príncipe, y continuó—, quien por amor a su pueblo se halla muy lejos de aquí cumpliendo una arriesgada misión, y a mí, y por la memoria inviolable de mi querida Samanantha. Y si tienes dudas con respecto a esto, puedes consultarle a quien se encuentra a mi derecha, representante de las aldeas exteriores, mi consejero y amigo, Livê-Frikêl. Él cruzó la Puerta Oculta hace poco tiempo, y sabe muy bien de lo que estoy hablando.

Dellsemoon dirigió curioso la mirada hacia Livê-Frikêl, aquel aldeano a quien Zarúhil había llamado «consejero y amigo». No tenía ánimos de hablar; más aún luego de escuchar que aquella a quien tanto deseaba ver no se encontraba en el Reino Oculto. Precisamente cuando él estaba decidido a humillarse y pedir disculpas por su mal trato. Y tal vez, a lo mejor después de tantos años sin verlo, ella... ¿Pero dónde estaba ella? ¿En alguna aldea gydox? ¿Qué había querido decir Zarúhil con eso de «arriesgada misión?» ¿Se habría vuelto loco el Señor de los Ocultos? Pues otra cosa no podía pensar, si era cierto al menos que había abandonado al exilio a criatura tan bella y delicada. El mundo en esos días era un caos, los reinos iban cayendo uno a uno, los bandidos y sabandijas pululaban por doquier, aquí y allá. Servidores del Amo de los Miedos, Quemadores sedientos de sangre, y como si fuera poco, los ambiciosos Jürks, que como buenas rapiñas aprovechaban mejor que nadie la situación. Realmente estas reflexiones lo habían turbado aún más que la acusación de espía recibida del Rey.

Una fingida tos proveniente de uno de sus hombres, le recordó al Príncipe que estaban esperando su respuesta. El Rey gydox había hablado con vehemencia y sabiduría. Le correspondía a él hacer otro tanto. Pero las palabras no le salían. Y a pesar de que era consciente del importantísimo asunto que estaban tratando, no podía sacarse de la mente el hermoso rostro, querido y odiado a la vez, de aquella a quien no iba a poder despedir, y a lo mejor nunca jamás volver a ver.

Zarúhil notó la perturbación del Príncipe, y sintiéndose escrupulosamente culpable por ello, decidió auxiliar a Dellsemoon tomando nuevamente la palabra:

—Dime, Dellsemoon, ¿cuántos escorpiones traía la calavera?

—Dos... solo dos —respondió el Príncipe con voz temblorosa.

—Dos... —repitió Zarúhil, acentuando aún más las arrugas que se hacían en su frente ante la preocupación.

¿Solo dos? Ese dato lo había desconcertado totalmente. Eso quería decir que el Amo estaba cambiando las reglas del juego. Era bien sabido que la calavera no venía sola, dentro de ella se habían encontrado hasta diez terribles escorpiones, que habían dado muerte al primer Monarca escogido por Atcuash para aniquilar y usurpar su reino. Y así sucesivamente el número alternaba, pero nunca había sido menor a cinco.

Diez en el antiguo reino de Taring, actual Gélionth; diez en War; seis en Goar; cinco en el antiguo reino de Luckackohonte, actual Prönx; seis en el Imperio del Mar, actual Pröntosh; cinco en Kâliv; seis en Oxcöngolob, cinco en la Comarca Roja; y cinco en el reino de Guirkalh, actual Imperio de Laho.

El número de escorpiones representaba la cantidad de meses que el pueblo en cuestión tenía como plazo para entregarse libremente. O de lo contrario, al término del mismo, el Amo de los Miedos lo arrasaba con su ejército, adueñándose luego de lo que quedara en pie, junto a los sobrevivientes, a quienes el Tamtratcuash esclavizaba desalmadamente, llevándolos a otras tierras, y trayendo a su vez a las suyas esclavos de estas. Ese había sido siempre su proceder, ya sea con grandes reinos, como con la más pequeña de las comarcas, y eso era precisamente lo único rescatable de ese demonio: jugaba limpio. Aceptaba de buena gana la entrega pacífica de sus enemigos, como en el caso de Goar, de la Comarca Roja, de Guirkalh y de su aldea independiente de Oxcöngolob. Y con aquellos que se atrevían a enfrentarlo, jamás se adelantaba al plazo fijado, como tampoco se excedía del mismo. En las batallas, siempre iba al frente, aunque esto en realidad representaba una desventaja para su oponente, y si en medio de la batalla le presentaban rendición, esta se detenía de inmediato, sin demoras ni excesos. Pero ahora las cosas estaban cambiando: según lo referido por Livê-Frikêl, Gydokal había sido atacada sin aviso previo, y todos sus habitantes trasladados a uno de los reinos del Amo, dejando en sus tierras nada más que la desolación. ¿Y cuál era el plazo para Schor? Dos meses, ni más ni menos. Dos meses. ¿Podría organizar a su gente en tan poco tiempo? ¿Llegaría a movilizar las aldeas exteriores? ¿Pero qué era lo que llevaba al Tamtratcuash a actuar así? ¿Acaso temía a los Hijos del Sol y a los Guerreros de Fuego? No, Zarúhil no creía que fuera esa la razón. Sin embargo, se daba cuenta de que, al actuar de esa manera, el Amo de los Miedos les dejaba en claro que no los consideraba del mismo modo que a los otros pueblos. Por alguna razón sus estrategias se habían vuelto más viles y menos pacientes. Tal vez dudaba del alcance del poder de quienes, en otros tiempos, fueran los Señores del Norte.

Él mejor que nadie se había abocado a estudiar los movimientos del Amo, previendo esta hora. Aquí y allí había rastreado junto a los Expedicionarios el sendero de sangre y muerte que dejaba tras de sí el Adalid del Mal. Y aunque la mayoría de las expediciones resultaron vanas, algunas de ellas acarrearon tan valiosa información, que nadie reparó en el fracaso de las demás. Una vez había sido un aterrorizado y enfermo niño Quemador; otra un famélico grupo de desertores que huía de una muerte segura. Pero tal vez el más importante y triste de todos los hallazgos era el de Ifirgen, la Doncella del Túmulo, aquella que con su lenta agonía y su preciosa sangre redimía ante los dioses, el paso hacia la eternidad de los desdichados, que acusados de conspirar contra Atcuash, habían sido espantosamente asesinados por los servidores del Amo.

Era una aldea entera la que yacía en el gran Túmulo de Kruw-Guhor, hombres, mujeres, niños. Muchos de ellos tan mutilados que resultaban irreconocibles. Ni los niños de pecho habían sido perdonados; únicamente la virgen, para su desdichado destino. Algunas versiones afirmaban que Atcuash no había ordenado la ejecución, pero otras tantas declaraban que había presenciado las muertes y hasta las había llevado a cabo, cosa que no era de dudar. Pero más allá del telón de esta horrible historia, cabía rescatar que la Doncella del Túmulo había estado con el Amo de los Miedos. Y al igual que los otros testigos había presenciado el rostro de la muerte, personificado en el Tamtratcuash. Y todos coincidían en los mismos rasgos: un rostro hermoso y terrible, pálido y sin barba, bajo una tétrica y negra capucha, con ojos de bestia que brillaban en la oscuridad. Su aliento era de fuego, pero helaba a quien lo percibía, y sus labios lanzaban tan tremenda locuacidad, que la más cierta de las verdades se falseaba y la más vil mentira se hacía verdadera. Su altura enorme no se comparaba a la de ningún otro hombre. Sus oídos, siempre alertas, podían escuchar los sonidos más imperceptibles.

Y los detalles seguían, pero a Zarúhil le bastaban estos para concluir que el Adalid del Mal tenía algo de sangre ermagaciana en sus venas, si es que no era un ermagaciano puro. Porque si bien la Gente Hermosa se veía muy empequeñecida por esos tiempos, y sin ningún talento en especial más que su paciencia, sabiduría y extraordinaria belleza, en otras épocas habían sido muy poderosos, tanto que fueron llamados los Supremos. Pero como una abominación de los poderes que tan generosamente se les había otorgado, surgieron Ermaghorderar y sus Siete Generales, los Miedos Supremos. Altos, hermosos, con los sentidos perfectos, fuertes, invencibles. Terribles y perversos. Y precisamente a ellos se comparaba Atcuash, sus desgraciadas víctimas lo habían atestiguado, cada mínimo detalle coincidía, hasta el del rostro imberbe.

Para el pueblo de Schor, para Gydox, para los Luckos, y para la mayoría de los pueblos de la Tierra Conocida, era un signo de madurez y virilidad la barba en los hombres. Sin embargo, existía un pueblo que desde el principio había sido escogido por el Gran Hacedor para que hombres y mujeres permanecieran con el rostro inmaculado toda la vida, sin que ello influyera en sus espíritus. Era el pueblo de Ermagacia, y el Señor de los Ocultos lo tenía muy presente, porque todos los hombres gydoxs eran barbados. Como lo había sido el Gran Túkkehil, como estaba comenzando a serlo su querido Radagash, y como él no lo era. Porque su madre había sido Erma-A-Kora, la Luz Hermosa, aldeana de Xinär, reino de la Gran Ermagacia.

Sí, el Amo de los Miedos era un ermagaciano, que por alguna razón que Zarúhil creía conocer muy bien, había recuperado las antiguas cualidades de los Primeros Padres. Y teniendo en sus manos todas las facilidades para ser el ejemplo de la perfección, se había corrompido de tal manera que solo la perversión dominaba sus acciones.

Dos meses. Era muy poco tiempo, pero...

¿En qué estaba pensando? Ya no contaba con dos meses enteros.

—¿Hace cuánto llegó el aviso al reino de Schor? —preguntó impaciente el Rey, prefigurándose la respuesta.

Dellsemoon, como esperando la pregunta, le respondió de inmediato:

—Hace dos semanas, exactamente. La embajada partió enseguida —se apuró a aclarar al ver la cara de desconcierto de Zarúhil—. Pero nos llevó mucho tiempo dar con la Puerta Oculta.

—De modo que… solo contamos con un mes y medio. Ya veo.

—De modo que… ¿tendremos el apoyo de los Ocultos? —preguntó el Príncipe, valiéndose de lo expresado por el Rey para cerciorarse de lo que aún no había obtenido respuesta alguna.

A sus palabras siguió un insoportable silencio expectante. Todas las miradas gydoxs y schoranas, se posaron en la esbelta figura del joven Señor de los Ocultos. Zarúhil solo observaba los trozos de arcilla negra que se encontraban en el centro de la mesa, como esperando hallar inspiración en tan tétrica musa. Luego fijó su vista en la de Dellsemoon y dijo al fin:

—Tal vez tu interrogante sea innecesario, Príncipe Dellsemoon. Desde la Edad de los Primeros Padres, nuestros pueblos lucharon juntos. Y cuando la Gente Hermosa urdió la más terrible de las traiciones, se realizó una Noble Alianza entre Schor y Gydox, una Alianza que ligó nuestros reinos para siempre. Desde entonces, allí donde combatan los Verdes Cazadores, allí combatirán también los Guerreros de Fuego. Pero para que tú y tu gente queden con la tranquilidad y certeza de ver cumplido su cometido te digo, hermano mío, que siendo contra un puñado de brutos Aguanos, o contra los ejércitos del mismísimo Amo de los Miedos, el reino Gydox irá a la guerra junto a Schor.

En el rostro del Príncipe se dibujó una marcada sonrisa. Después se inclinó reverencialmente, y fue imitado por todos sus hombres. Los gydoxs presentes trataron de mostrarse apacibles de la mejor manera, pero sus corazones latían con incontenible fiereza. Aunque su noble raza los hacía fuertes como el hierro, no podían evitar el sentimiento de temor e incertidumbre que se había apoderado de ellos; porque exceptuando a su Señor, a Livê-Frikêl, y al General de los Expedicionarios, ninguno había estado en un combate verdadero, más aún, no conocían siquiera el mundo del otro lado de la Puerta Oculta. Por otra parte, a Livê-Frikêl le brillaron intensamente los ojos, y su corazón también se inquietó, pero de sobrada dicha. Por fin se abría ante él la oportunidad que tanto había anhelado.

Zarúhil apoyó pesadamente sus puños en la fría y dura madera de la mesa. Se sentía tremendamente cansado; parecía que su último discurso había agotado violentamente sus fuerzas. El aldeano comprendió al instante el ánimo de su Rey, era muy joven, a sus maduros ojos casi un niño, y sobre su espalda se había cargado un peso que hasta el Monarca más experimentado hubiese preferido evitar. Había hecho lo correcto, pero ¿cómo no sentirse abatido ante el negro camino que se le presentaba? Livê-Frikêl apoyó su enorme mano en el hombro de Zarúhil, y se estremeció. El Rey estaba temblando.

Los dos Guardias Reales que custodiaban interiormente la gran puerta del salón, se habían quedado estupefactos, pero su General les lanzó tan severa mirada, que de inmediato recordaron el deber que les tocaba en tal ocasión. Ambos caminaron casi corriendo hacia el balcón que se encontraba justo en las espaldas de Zarúhil y su gente, y desaparecieron detrás de los cortinados. Luego de un momento se comenzó a oír el claro sonido de los cuernos de guerra. El balcón era el principal del Palacio de Fuego, y daba al centro del Reino Oculto. Ya debajo, en el patio real, había gente aguardando. Eran quienes intuyendo el desenlace de la asamblea se habían adelantado, ganando lugar. Pero los que permanecían junto a la puerta del salón (entre ellos Radagash) se vieron en una gran confusión. Porque al escuchar los cuernos, fue tal la histeria general por llegar a la salida que todos se convirtieron en una sola masa de gente, sin título ni clase social, era un único pueblo que quería saber qué sucedía. Y nadie reparó en los empujones y blasfemias que se recibían o se daban. Radagash junto a otros aprendices, ágiles y astutos como él, logró llegar a los primeros puestos, aunque para hacerlo debió dar varios codazos y fuertes empujones. Era muy cortés por lo general, pero en una ocasión como esa no medía recursos para lograr su propósito.

La mano del aldeano aún permanecía en el hombro de su Señor. Livê-Frikêl estaba muy alarmado; el temblor de Zarúhil se hacía cada vez más intenso. Acercándose a su oído le preguntó suavemente, de modo que nadie más escuchara, sobre todo el orgulloso Príncipe que se encontraba enfrente:

—¿Te encuentras bien, mi Señor?

—Desde luego, Frik, no debes preocuparte —contestó el Rey con la misma suavidad con que se le formuló la pregunta.

—Pero no estás obligado a hacer esto, puedes mandar un heraldo. Palanxtar lo haría de modo excelente —insistió.

Más Zarúhil lo miró con sus hermosos ojos. Parecía enfermo; su rostro había adquirido una palidez preocupante, enmarcada por negros mechones de cabello pegados a la corona y a la piel, debido al repentino sudor provocado por el agobio. No obstante, su mirada irradiaba firmeza y decisión. Y con ella, aunque no había pronunciado palabra alguna, le había dicho todo. Luego el Rey se incorporó y respiró profundo. Livê-Frikêl retiró su mano de inmediato, comprendió que en verdad su preocupación había sido inútil. Zarúhil se veía transfigurado ahora, demostrándole a todos que no solo era Rey de nombre, sino también de espíritu. Le hizo un ademán a Dellsemoon indicándole que se ubicara a su derecha, y después se dirigieron al balcón. Los demás se alinearon detrás, en semicírculo; los gydoxs a la derecha y los schoranos a la izquierda.

El aturdidor resonar de los tambores anunció al pueblo la salida del Rey. Palanxtar, el más estimado de los heraldos, gritó a viva voz las Tres Verdades Supremas, y luego proclamó:

—¡Salve, Zarúhil, Señor de Gydox!

El pueblo vitoreó enardecido:

—¡Salve el Señor de los Ocultos! ¡Salve el Guerrero del Fuerte! ¡Salve el Hijo de Jexërien!

Zarúhil levantó su mano derecha, con ese maravilloso poder de los reyes, capaz de realizar el prodigio de callar a todo un pueblo con tan solo un gesto. Todos guardaron silencio, incluso el excitadísimo Radagash, quien tragando saliva esperó la noticia que tanto ansiaba escuchar:

—¡Salve, amado pueblo!

Nuevamente sucedieron estallidos de aclamaciones tras el saludo del Rey. A Zarúhil le pareció escuchar la peculiar voz de su protegido, miró hacia abajo; y su aguda visión divisó al muchacho. Desde esa altura, su gente se veía muy pequeña. Por un momento se cruzó en su cabeza el recuerdo de su padre, el Gran Túkkehil, quien desde ese mismo balcón había proclamado alegrías y desgracias por igual: a la derecha del Rey, la Hermosa Señora, y a ambos lados de los Señores Ocultos se hallaban los Príncipes: Koralhil la Luz del Fuerte, y él mismo. También recordó la última vez que había visto a su pueblo desde allí, para anunciar la partida de Koralhil y su escolta. Aquella vez casi se había quebrado, y su voz tembló al mencionar el destino que el hado trazara para su hermana. Pero ahora no sucedería lo mismo, pues estaba completamente seguro de haber tomado la decisión correcta, y de su firme fortaleza dependería el grado de aceptación y de valor que adquiriría su pueblo. Otra vez prevaleció el silencio ante la diestra del Rey.

Seguramente, amado pueblo, se estarán preguntando por qué en lugar de las cantarinas trompetas, se los ha llamado con el esplendoroso clamor de los cuernos. Pues bien; como representante y Heredero de la Real Dinastía del Fuerte responderé a ese interrogante… —Zarúhil se volvió hacia Dellsemoon—. Este noble representante de la realeza de Schor, el Príncipe Dellsemoon, Heredero del trono…

Más el Rey no pudo continuar hablando, pues el pueblo Oculto llevaba siglos de silenciosa prisión, y no era muy común recibir allí visitantes tan nobles como el Príncipe Dellsemoon, por lo que también él fue aclamado vivamente. Zarúhil no se impacientó, más bien recibió aliviado esa cálida aceptación de su pueblo para con el Príncipe schorano. No quiso levantar su mano, para no parecer descortés a los Hijos del Sol, y esperó a que lentamente el bullicio se calmara solo. Entonces reanudó el discurso:

—El Príncipe Dellsemoon ha llegado al Reino Oculto junto a una comitiva, con el fin de llevar a cabo una legítima petición. La amenaza del Amo de los Miedos cruzó las fronteras del Imperio del Sol, los Verdes Cazadores han sido intimados e irán a la guerra contra el demonio del miedo y la destrucción. El Señor de Schor ha exhortado a nuestro pueblo a responder a la Yank, la Gran Alianza que realizaran nuestros padres en las tierras del norte. Sería una gran deshonra para los Ocultos desoír esta exhortación, rompiendo el pacto sellado con la sangre de nuestros antepasados...

A esta altura del discurso las murmuraciones no se hicieron esperar, pero era solo una minoría inquieta la murmurante. Los demás permanecían inmóviles, aunando sus corazones en un solo latir. En sus entrañas comenzaba a fluir un intenso calor, y aunque no podían evitar sentir miedo ante el espantoso desafiante de Schor, las firmes y sinceras palabras del Rey, unidas a su fuerte y noble naturaleza, iban inflamando en sus ánimos aquel ardiente fuego que tanto los caracterizaba.

—Pero además, pueblo mío, me he enterado de fuente segura que el Amo ha osado atacar a nuestros hermanos de las aldeas exteriores, sin aviso y de una manera tan cruel como destructora. Los gydoxs sabemos muy bien del tremendo poder del tirano, y de su incontable ejército. ¿Pero es que acaso Jexërien medió reparos a la hora de enfrentar a los Tamtratcuash? Y ahora pueblo mío; no son Siete los demonios, solo es Uno, y a pesar de ser tan fuerte, caerá. Porque no hay mal que dure para siempre, y tarde o temprano hasta lo más invencible se vence. ¡Si el Amo de los Miedos es tremendamente poderoso, los Guerreros de Fuego junto a los Hijos del Sol lo seremos más! ¿O es que abandonaremos a su suerte a nuestros hermanos de sangre, los gydoxs exteriores, y a los de honor, los Verdes Cazadores? Debemos unir nuestros pueblos, para multiplicar nuestras oportunidades. ¿Qué impediría al tirano encontrar nuestro reino y hacerlo su próximo objetivo…?

Y ante las voces de asombro de su gente, el Rey convino aclarar:

—Pues sepan que no es imposible, el Amo de los Miedos habla el Lenguaje Primero, el mismo que hablaron los hombres en el comienzo de las edades, capaz de comprender y utilizar la voz de los animales. ¿Y acaso las aves no surcan de lado a lado los cielos observándolo todo y hasta deteniéndose en el Reino Oculto, para continuar luego su vuelo? ¿No se valdría el Amo de este recurso…?

El asombro se hizo mayor. Zarúhil advirtió una imperceptible sonrisa en el rostro del heredero de Schor. Conocía muy bien el escepticismo de los Verdes Cazadores, y comprendía lo difícil que sería compartir las jornadas venideras con tan orgullosos y conservadores aliados. Pero ya llegaría el tiempo de ocuparse de ello, porque no estaba dispuesto a arriesgar su reino y su gente por las necias terquedades de los schoranos.

—También sabemos muy bien que sus espías se encuentran por doquier. Tal vez ya han divisado la Puerta Oculta. ¿Creen que las montañas nos protegerán siempre? Yo no lo creo; Atcuash no es un bruto Quemador, ni un rastrero Jürk. Es un descendiente de los Supremos, un ermagaciano de aquella terrible raza que nos expulsó una vez de las tierras del norte…

Dellsemoon no disimuló su maliciosa sonrisa, ni él ni su gente creían que Atcuash fuese del pueblo Maldito, tan disminuido y tan poca cosa en esos tiempos. Zarúhil ni siquiera le prestó atención, pues estaba seguro de no errar en sus palabras. Sabía que su gente creía en él, y no eran necesarias todas estas explicaciones. Más adelante se las expondría al Soberano de Schor, y allá él si las quisiera creer o no.

—Y como representante de los antiguos Supremos, Atcuash es poseedor de una gran inteligencia y audacia, además de ser un incomparable estratega militar. ¿O es que acaso perdió alguna de sus guerras? No, jamás fue disminuido en batalla alguna, aun cuando en sus comienzos se igualaba en número con el enemigo. Y ahora, con su ejército multiplicado, ¿no se las ingeniaría de alguna manera para entrar en el Reino Oculto, ya sea atravesando la Puerta Oculta o cruzando por las mismísimas Inmortales? Pues entonces, pueblo mío; es preciso detenerlo ahora que podemos, ahora que se nos presenta la oportunidad única de unirnos a un pueblo grande y poderoso como lo es el pueblo de los Verdes Cazadores. Debemos luchar, amado pueblo. ¿Por qué dejarnos abatir por el miedo? El temerle al Amo nos hace prudentes, pero la prudencia no nos alcanza en estas horas inciertas. Debemos ser fuertes, osados, valientes, como lo fueron los Guerreros de Fuego de antaño, cuando cazaban a los Dragones Negros, o cuando enfrentaron a los poderosos Supremos, o resistieran los embistes Quemadores.

»Es hoy, pueblo mío, es esta la hora en que les anuncio que el pueblo del Fuego honrará nuevamente la Yank. Es esta la hora en la que daremos el primer paso hacia la libertad del mundo exterior. ¡Es esta la hora en la que junto a los Hijos del Sol, el pueblo Oculto marchará hacia la guerra contra el Amo de los Miedos!

Había algo en las palabras y en la voz del Señor gydox, algo que hacía arder los espíritus en un incendio vivo de coraje. Todos comprendieron perfectamente que se venía la guerra, y contra el mismo Demonio del Miedo. Todos pensaron en los días de muerte, sangre y penurias que seguirían al anuncio real. Sin embargo no fueron llantos ni lamentos los que se escucharon cuando Zarúhil terminó de pronunciar la última frase del discurso, sino exclamaciones de aprobación y júbilo. Hombres, mujeres, aprendices y niños, demostraban a su Rey conformidad y apoyo con gritos, saltos y todo tipo de acciones.

Dellsemoon estaba aturdido, inconscientemente había esperado con ansias el momento en que el noble pueblo del que tanto se jactara Zarúhil, le volviera la espalda ante la trágica noticia. ¡Y cómo no iba a estarlo si hasta el mismísimo Rey estaba sorprendido! Sabía que su gente era valerosa y fuerte, pero jamás se había esperado tan positiva respuesta.

Palanxtar estaba presto a cualquier gesto o seña que el Rey le hiciera. Tenía en sus manos algunos pergaminos de vieja y exquisita confección, que improvisadamente, como se realizara todo desde la llegada de la embajada, le habían alcanzado. El aviso llegó, pero no del modo gestual que él esperaba, sino que, de los mismos labios de Zarúhil se anunció que Palanxtar, el heraldo del Rey, manifestaría las Disposiciones de Guerra, tras lo cual se daría por terminada la audiencia y por la tarde se informarían nuevos avisos. El pueblo también vitoreó al apuesto heraldo, que felizmente orgulloso y aliviado a la vez, por saber con certeza cuál de todos los pergaminos debía exponer, alcanzó los que sobraban al guardián más cercano, y con su privilegiada voz anunció las Disposiciones.

El último tramo del pergamino aludía a las responsabilidades de los iniciados que habían elegido la milicia; también hacía referencia a la libertad que tenían aquellos del primer año de aceptar o no ir a la guerra. Terminadas las Disposiciones, Palanxtar proclamó a modo de despedida las Verdades Supremas. La gente gritó, reverenció, saludó y luego comenzó a desconcentrarse, absorta y plena de expectativas hacia lo que se vendría. Radagash junto a sus compañeros, aún permanecía en su lugar. De pronto el muchacho, rompiendo las cavilaciones del grupo exclamó:

—¡Supongo que se alistarán! ¿Verdad?

Los otros guardaron silencio, como si todavía lo estuviesen pensando. En realidad ninguno creía tener suficiente coraje y fuerza para enfrentar una guerra, eran muy jóvenes. No obstante, temían al gran Radagash, quien a pesar de tener la misma edad, los aventajaba en tamaño, destreza y mal genio, por lo que de la manera más sutil comenzaron a excusarse:

—Yo, como soy el mayor de los hijos me tendré que quedar, pues si nuestro padre va a la guerra, ¿quién se encargará de la casa?

—Y yo no tengo padres ni hermanos, pero si mi abuelita se queda sola se pondrá muy triste y…

—¡Ah, sí! Mi abuelo está muy enfermo, no me perdonaría si en mi ausencia…

—¡Cállense! ¡Son todos unos cobardes! —gritó indignado Radagash, mostrando sus temerarios puños.

—No te enojes, Rada; ya escuchaste que no estamos obligados a participar. —Trató de calmarlo Oglikalo, el mayor del clan.

—¡Por la cabeza de Jexërien! ¡Es su Rey y su pueblo el que los reclama! ¡Y sabes que odio que me llames de manera tan incompleta e indecorosa!

—¡Ya está bien, Radagash! —advirtió Oglikalo—. No te hagas el duro, pues todos sabemos que tú tampoco irás.

—¿Qué no voy a ir? ¡Seré el primero en peticionar el permiso!

—Pide todo lo que quieras. El Rey no te dará permiso, porque eres «su hijito» —concluyó el mayor, poniendo en la última palabra un claro tono burlón y haciendo señas a los otros, quienes echaron a reír descaradamente.

Radagash llevó mentalmente toda la fuerza a sus puños y se dispuso a dar el mejor golpe. Pero un pensamiento fugaz lo inquietó, instintivamente miró hacia el alto balcón. Zarúhil lo estaba observando de manera muy extraña, su mirada denotaba una mezcla de severidad y tristeza. Se calmó de inmediato, miró a sus compañeros de reojo y habló con melancolía:

—Tal vez tengas razón, Oglikalo, pero les juro por la Hoja de Fuego, que iré a esa guerra y arruinaré los planes de ese despreciable Tamtratcuash. —Tales fueron las palabras de Radagash. El muchacho no imaginaba que indirectamente su juramento se llevaría a cabo.

El Amo de los Miedos 1

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