Читать книгу El Amo de los Miedos 1 - Malvina Soledad Pereira - Страница 12

Оглавление

El apacible sonido de las ramas de los árboles balanceándose en el viento y el alegre gorjeo de los pájaros, de pronto se vio turbado por un ensordecedor estruendo provocado por la caída de un montón de trastos en desuso volteados por una enorme roca.

—¡La próxima irá para ti si no me alimentas pronto, Rey despiadado y tirano! —gritó Radagash con las energías que aún le quedaban, quien mientras trabajaba practicaba puntería a la vez.

Desde que el Rey Túkkehil había muerto, el nuevo Rey del pueblo Oculto era Zarúhil. Él y su hermana Koralhil se habían propuesto apartar de la decadencia a su reino, y aunque los primeros años habían sido realmente duros y difíciles, la esperanza había renacido en todos los corazones.

Ahora no contaba con el fiel apoyo de su querida Koralhil y su ausencia se notaba sobremanera. Pero a su lado estaba el robusto Radagash, y mientras observaba Zarúhil al niño de enorme corpulencia, renegaba de su mala suerte. Mala en verdad, teniendo en cuenta el mal genio del pequeño, y el carácter de su tutor, el Rey.

Al regresar los herederos de Gydox a sus tierras se encontraron con situaciones devastadoras, como el gran número de niños huérfanos. Felizmente la mayoría fue encontrando familias que los acogieron con alegría y ternura; la Muerte Blanca se llevaba particularmente a los pequeños, y a ello se debía que muchas familias que habían perdido a sus hijos, los recibieran dispuestos a una nueva y esperanzadora oportunidad.

En el Palacio de Fuego vivían algunos huérfanos cuyos padres habían sido nobles y eruditos muy queridos en el recuerdo de los Señores de los Ocultos. De común acuerdo decidieron adoptarlos bajo su tutela. Eran cinco niños en cuyos ojos se reflejaba aún el duelo. Zarúhil, como era el mayor y el Rey se encargaría de la educación de tres, y Koralhil de los otros dos. Sin embargo la mayoría de los infantes quiso permanecer bajo la tutela de la Princesa, a la que veneraban como a una madre. El único «fiel a su Rey» (como solía declararlo él mismo) fue el gran Radagash. Pero irónicamente, protegido y tutor se llevaban peor que dos enemigos, ya que el niño carecía de buen humor y voluntad; solamente poniendo a prueba su estómago se aventuraba a realizar alguna actividad de provecho.

Esa mañana bajo pena de no recibir su opulento almuerzo, el fiel pequeño se vio obligado a encargarse del jardín del Palacio. Y aunque no había pasado más de una hora desde el desayuno y su arduo trabajo había consistido solamente en apartar algunas piedras, su orgullo y en especial su estómago, se sentían completamente ultrajados; estaba agotado y hambriento. Cuando Radagash se encontraba en estas condiciones se volvía completamente fastidioso e irrespetuoso; por eso mismo, Zarúhil creyó conveniente intervenir, y con el tono más amable de voz le reclamó pacientemente:

—¿Sabes, mi fiel amigo? Eres la única persona en toda la comarca que me trata de esa manera.

Radagash no esperó a que continuara. «Tan malvado era ese Rey que además de mortificarle el cuerpo privándole del alimento, también pretendía mortificar su conciencia».

—¡Porque a los demás no los torturas como a mí! —replicó con su acostumbrada voz ronca.

—¿Crees en verdad que te torturo? Pues estás muy equivocado, todo lo que hago es enseñarte a ser y sentirte útil —aclaró Zarúhil perdiendo bastante la paciencia.

—Ah sí... enseñarme... ¡Pues para que sepas me siento mucho más útil y contento cuando tengo enfrente un buen plato de comida!

—Sí sí sí, te advierto que si no has trasplantado esos arbustos para el mediodía, no será únicamente el almuerzo, sino todas tus comidas del día las que perderás, y sé que son muchas —añadió el joven Rey esforzándose por recuperar la calma, y tratando de ganar autoridad mientras aumentaba la pena.

Por supuesto que esto solo enfureció más al gran Radagash y, cavando como un loco, atento a la terrible amenaza continuó con su justificada defensa:

—¡Sigue... sigue con tus amenazas! ¡Ya lo decía yo, que mejor me hubiese ido si estuviera con Koralhil!

—Solo le causarías problemas.

—¡No, Señor! ¡Yo no causo problemas si no me los causan a mí!

—¿Crees, Radagash, que si tus padres te vieran sin hacer nada se sentirían orgullosos?

—¿Y tú qué crees que pensarían los tu...? —Y aquí el niño se detuvo, porque a pesar de su mal genio tenía buen corazón, y comprendía muy bien que Zarúhil, aunque de un modo extraño para él, lo quería y se preocupaba mucho por convertirlo en alguien de provecho. Por eso hubiera preferido quedarse sin lengua antes que haber dicho sus últimas palabras, porque si primero encontraba placer en hacerlo enojar, algo muy distinto era herirlo, y mucho menos con un tema tan delicado como ese. Sus pensamientos se nublaron aún más al ver cómo se ensombrecía el semblante de su Rey, pero este en lugar de reprenderlo por su atrevimiento, le dijo con la más dulce de sus sonrisas:

—Si en verdad lo quieres puedes alimentarte ahora. ¿Crees que puedes terminar con esto para la tarde?

—¡Sí! ¡No tiene por qué preocuparse, mi Rey! ¡Ahora mismo lo termino! —exclamó el niño olvidándose del hambre por un momento, reconfortado por las palabras y la sonrisa de su Señor.

Pero a Zarúhil las palabras de Radagash le habían tocado muy profundo en sus recuerdos, y aprovechando el entusiasmo de su rebelde protegido se alejó del jardín y se dirigió al huerto. Allí, podía meditar sin interferencia y evitar que alguien advirtiera su solitaria tristeza. Buscó su árbol preferido, aquel bajo el cual su madre solía pasar largas horas con un intenso brillo en los ojos y hablando en un idioma desconocido y extraño.

Los pensamientos no vinieron tranquilos, sino que como un violento torbellino arribaron a su cabeza. Esta vez, a pesar de que hacía mucho tiempo no sucedía, el rostro hermoso del Príncipe Mindylaisïr se le presentaba una y otra vez, con sus enormes ojos llenos de esperanza y su encantadora sonrisa. ¿Cuán horrible habría sido su muerte? ¿Qué le habrían hecho a su inocente cuerpo las brutales bestias? ¿Había muerto como su madre, a pesar de todo con una sonrisa? Si él viviera, ¿qué haría en su lugar el Portador de la Hermosa Esperanza? ¿Cómo viviría ahora el pueblo de los ermagacianos? Luego de la muerte de las Majestades Supremas y de su heredero, también su pueblo se había hundido en la decadencia, y Zarúhil bien sabía que no era el único Rey joven que daba todo de sí, para sacar adelante a un pueblo.

Pero sus esfuerzos, ¿estaban bien encaminados? ¿Qué harían sus padres si estuvieran allí? ¿Qué opinarían sobre la misión de Koralhil? Hacía ya mucho tiempo que la había visto partir con dirección a parajes tan bellos como peligrosos, y aún no había tenido noticias de ella.

Ambos hermanos estuvieron de acuerdo en que uno de los dos debía realizar la audaz e importante empresa, pero como Zarúhil no podía desatender las demandas del reino, y además no era mujer (algo imprescindible para la misión), la responsabilidad recayó sobre la Princesa. No se amedrentó esta, todo lo contrario; sin embargo él hubiera preferido mil veces hacerlo en su lugar, aunque confiaba en la intrepidez de Koralhil y en la valentía de los hombres de su mayor estima que guardarían con su vida la misión y a la Princesa. Entre ellos se contaban sus tres primos, hijos de Túzzahil: los imponentes gemelos Malonhil e Ïnlonhil, y el menor de ellos llamado Zaulonhil, fieles exponentes del noble linaje de Gydox.

Y allí estaba su amada y bella hermana, apenas resguardada, rodeada de mortales peligros. Por un lado los Quemadores, brutos y perversos; y por el otro la amenaza latente de un demonio despiadado y oscuro que se hacía llamar «Atcuash».

En verdad sabía mucho sobre el tal Atcuash, porque se había dedicado los últimos años a investigar por todos los medios posibles sobre el «Adalid de las Tinieblas». Sabía que su poderío había surgido no más de cinco años atrás, no obstante la rapidez y magnitud obtenidas en tan poco tiempo bien le hacían sospechar de sus oscuros recursos. Conocía de qué modo intimidaba a los pueblos y sus tácticas ofensivas. Había logrado que reinos secularmente enemigos se le unieran para potenciar el alcance de sus endemoniadas garras. En sus filas se contaban guerreros de todos los pueblos de la Tierra Conocida; desde los salvajes Quemadores y Jürks, hasta los más disciplinados e inteligentes como lo eran los ribereños del Imperio del Mar y los temibles Hombres Pájaro. Había recapitulado cuatro grandes imperios, sin contar las pequeñas comarcas independientes. A cada uno lo había llamado con alguno de los nombres de los Siete Antiguos Generales de Ermagacia, aquellos poderosos y temidos a quienes las gentes denominaron en la antigua Lengua del Norte, «Tamtratcuash, los Miedos Supremos». Gélionth, Prönx, Pröntosh y Laho eran ahora los nombres de los pueblos conquistados, solo restaban Haragnam, Oshömon y Kázzulha, y el Rey Zarúhil creía adivinar cuales serían los próximos reinos a invadir. Estaba seguro de que muy pronto Semoon, el Rey de Schor le solicitaría responder a la Alianza secular que unía a sus pueblos. ¿Se encontraba el pueblo Oculto preparado para afrontar una guerra? Más aún, ¿se atreverían a enfrentar al Amo de los Miedos, quien se volvía cada vez más poderoso y jamás había sido vencido en batalla alguna?

Sin duda para Zarúhil, Atcuash era ermagaciano. Pero no obstante, hacía ya mucho tiempo que estos eran las personas más pacíficas y humildes de la tierra. ¿Por qué entonces surgía de su gente un ser tan ambicioso y batallador? ¿Sería Atcuash la semilla del mal escondida por Gendrüyof el Desterrado?

Todos estos interrogantes y preocupaciones turbaban sus pensamientos. Pero había otra cosa aún, una pena muy grande que no acababa de cicatrizar en el corazón del joven Rey.

De pronto se oyeron los peculiares ruidos de unos pasos conocidos, que a pesar del esfuerzo de su ejecutor para que no sean percibidos, se escuchaban desde lejos. Se detuvieron a prudente distancia, como para observar al triste meditabundo. Zarúhil sabía que se trataba de Radagash, sin duda venía a comprobar si sus palabras habían causado mucho daño o si se había preocupado más de la cuenta, por lo que sin inmutarse le dijo:

—Estoy bien, Radagash, solo te has preocupado.

—Me alegra escuchar eso, mi Señor, pero sin embargo su rostro no dice lo mismo —replicó el niño.

—El tronco de este árbol es muy grueso, suficiente para que dos espaldas se apoyen en él. ¿Quieres venir, Radagash? —invitó Zarúhil para demostrarle a su fiel protegido que podía dejar en paz su conciencia.

Al niño le agradó el ofrecimiento, hacía mucho que no tenían una conversación de «hombres». Había una idea dándole vueltas en la cabeza y creyó que era el momento oportuno para hacérsela saber a su Rey.

—Está pensando en los seres queridos que están lejos, ¿no es así, mi Señor?

—Sí, así es.

—¿En la Señora Koralhil?

—Sí, también en mis padres, aunque con ellos es distinto porque... porque sé que...

—Que ya no regresarán. Sé lo que se siente, porque me sucede lo mismo cuando pienso en los míos; los extraño mucho... y a veces también lloro. ¿Cree que eso me haga menos fuerte? —preguntó el niño con un tono melancólico.

—No, no lo creo, mi fiel Radagash, el llanto no es signo de debilidad cuando es provocado por una causa justa, todo lo contrario. En la historia del pueblo gydox, grandes reyes derramaron lágrimas cuando fuertes dolores los abatieron. La redención está en no dejarse ganar por el dolor. La victoria significa salir adelante a pesar de que el dolor exista.

—Mi Señor, debe tener muchas penas. ¿Verdad? Yo tengo para usted una solución. O al menos creo tenerla. —Radagash aprovechó lo dicho por Zarúhil para traer a luz sus ideas.

—¿Tú? ¿Tienes una solución?

—Sí, sí, pero escucha —continuó el niño ganando confianza y perdiendo formalidad—. Tú sufres más las penas porque te sientes algo solo: Koralhil ya no está, y tus primos tampoco. Yo soy muy buen acompañante pero pronto cumpliré catorce años, es decir, que dejaré de ser un niño y pasaré a ser un adulto, tendré entonces que realizar la elección de estado y como ya te he comentado decidí ser un guerrero, comenzaré el entrenamiento y nos veremos muy poco. Pero dime ¿aún no te percatas de lo que intento decirte?

—No en realidad pero... ¿tiene que ver con tu futuro? —interrogó el Rey.

—¡No! Con el mío no, con el tuyo. Tendré que ir directo al grano. Verás, mi Rey, creo que la mejor manera de combatir las penas es… es encontrando con quién compartirlas. Quiero decir con alguien, con alguien como… ¡Una esposa!

Zarúhil no contuvo una risotada al conocer la ingenua idea de su protegido, pero Radagash siguió con su exposición atropelladamente como lo hacía cuando estaba nervioso.

—¡Sí, una esposa! Puede ser ermagaciana como tu madre, sí, en verdad son muy hermosas las mujeres de ese pueblo. Aunque no tienes por qué irte tan lejos, aquí las doncellas gydoxs no tienen nada que envidiarles a las del pueblo Maldito.

—Ya te he dicho muchas veces que no les llames así. ¿Acaso olvidas que la gran Erma-A-Kora era de esa gente?

—Oh no, claro que no lo olvido, pero ojalá que el Rey ermagaciano reprenda a sus súbditos cuando nos llamen «Vencidos».

—Ten por seguro que así lo hace.

—Hum... bueno. ¿Pero en qué estábamos? Ah sí ya sé: tal vez tu gusto sea intrépido, y aunque no lo creas he oído que entre los Quemadores existen mujeres excepcionalmente bellas, como la temeraria Axera, que cabalga junto al demonio Atcuash. Seguramente ellos se entiendan pero debe haber alguna otra, que no sea tan mala ni tan poco piadosa.

—Radagash, Radagash. Tu idea no está mal, pero no es necesario que te preocupes tanto por mí. Además, mi pensante amigo, y esto que te diré acabará dejándote la boca abierta, hace mucho que ya elegí a mi futura esposa.

Radagash se quedó mirando a Zarúhil tal como este se lo había predicho.

—Ah. Ya veo. ¡Tarde caí yo con mis soluciones! Mi Rey no pierde el tiempo. ¿Eh? ¡Ja! Debe ser bellísima. ¿Verdad?

—No sabes cuánto, su belleza opacaba las estrellas del cielo.

—Ah sí, pero te refieres a ella como si... dijiste «opacaba» parece que... ella...

—Hubiese muerto. —Zarúhil respiró hondo, sus ojos empezaron a brillar intensamente—. Pues verás, así es, ella falleció antes de que me hiciera cargo del reino.

—Lo siento tanto, Zarúhil, bien parece que hoy estoy obstinado a hacerte sentir mal.

—No lo creas, amiguito, me hace bien hablar de estas cosas contigo, ya que la única que lo sabía de este pueblo, no se encuentra en estos días por aquí, me refiero a Koralhil.

—Dime, Zarúhil, si la conociste antes de tu coronación, debe haber sido del pueblo de Schor, ¿cierto?

—Así es, era la hija del Rey Semoon, se llamaba Samanantha. Bella, bella en verdad, pero su corazón lo era más. El Rey consintió nuestro amor. Ni bien regresara a mi pueblo la convertiría en mi esposa y futura Señora del pueblo gydox. Lamentablemente, tiempo antes de recibir la noticia del deceso de mi padre, Samanantha cayó enferma.

—¡La Muerte Blanca! —gritó Radagash exaltado.

—No —dijo apenas Zarúhil—. Tú perteneces a un pueblo salvaguardado por estos enormes muros naturales —hizo un ademán señalando el horizonte montañoso—. La Muerte Blanca entró por voluntad del destino y por desgracia todos le conocimos la cara. Sin embargo, allá afuera, en el mundo hay fuerzas más malignas y terribles que la misma Muerte Blanca, así como otras extraordinariamente puras y hermosas, que la mayoría de los gydoxs desconocen. Mi bella Princesa fue víctima de una enfermedad extraña, que poco a poco le fue debilitando el cuerpo y el espíritu. Ninguna cura fue efectiva.

—Pero, ¿y la Sarillus Trïmo? Es muy poderosa, cura cualquier tipo de mal, incluso las heridas causadas, tú me lo dijiste. ¿Recuerdas?

—Sí, pero recuerda tú que la planta milagrosa es un secreto entre ermagacianos y gydoxs. En Schor no existía, ni siquiera la conocían. Yo estaba enterado que aquí las plantaciones no habían prosperado, por lo que mis esperanzas estuvieron en Xinär. Le dije a Semoon que allí podría haber una posible cura para su hija, y con su autorización me dirigí a toda prisa hacia ese reino junto a Asmoon, el más joven de los hermanos de Samanantha, y a Koralhil, que de los tres era quien tenía más posibilidades de conseguir la planta. El escenario que allí encontramos fue devastador, la aldea toda había sido reducida a ruinas, y tal vez hacía ya mucho tiempo por el estado en que se encontraba todo. Obra de los Quemadores sin duda, que por ese entonces se atrevían a atacar pequeños poblados.

»Por bendición del cielo la planta milagrosa eligió a Xinär como su morada, y encontramos algunos ejemplares, los Quemadores jamás pudieron imaginar el poder de la diminuta planta. Aunque por la falta de cuidado muchas se habían extinguido ya. Con la desesperación a cuestas me apresuré a tomar una de ellas, olvidando la regla de que solo las manos femeninas ermagacianas y reales podían hacerlo. La Sarillus se deshizo al instante. Entonces fue Koralhil quien se apresuró a tomarla; en sus manos la Sarillus Trïmo permanecía intacta. Y recordé una de las últimas frases que pronunciara Erma-Mindylaisïr antes de partir hacia su muerte: «Parte de tu sangre es ermagaciana, eso debe bastar». En aquel entonces él se refería a otro asunto, pero su razonamiento era acertado. No puedo describir la alegría que sentí, y plenos de nuevos ánimos regresamos lo más rápido que nos fue posible. Lamentablemente mi Samanantha ya…

—Ella ya había muerto —concluyó el niño.

—Sí. Y al inevitable dolor de su pérdida se sumó el dolor de no haber estado para despedirme, aunque ella ya no me reconociera.

Radagash evitó mirar a Zarúhil, por lo que no alcanzó a ver la transparente lágrima que haciendo eco a los recuerdos se deslizó por su rostro. Aunque percibía muy bien el dolor que aquellos relatos causaban a su querido Rey, dejó correr el tiempo con un respetuoso silencio, hasta que su protector se aventuró a interrumpirlo:

—¿No sientes hambre, Radagash?

—¡Por supuesto que sí! ¡Ah, ya lo olvidaba! ¿A que no adivinas? ¡Terminé con los arbustos! ¡Ja!

—¡Vaya! ¡Pero qué niño más obediente tengo! —exclamó Zarúhil al tiempo que abrazaba al enorme protegido. Ese niño que muy pronto dejaría de serlo y se volvería un guerrero más de su ejército, y tal vez participaría en las batallas venideras. Y tal vez...

El Amo de los Miedos 1

Подняться наверх