Читать книгу El Amo de los Miedos 1 - Malvina Soledad Pereira - Страница 18

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La Bella Esperanza había emprendido un pequeño proyecto junto con los niños. Entre todos construían una balsa, que les sería muy útil para explorar Xinär del Norte. Algunas partes conocía ya Koralhil, porque había cruzado el Lyeguron a nado muchas veces. Pero los pequeños tenían curiosidad por ver cómo era del otro lado, y la joven sentía mucha pena por ellos, porque el ánimo de las criaturas por lo general, variaba del miedo al aburrimiento y viceversa. Pensaba que si hubiera sido más firme negándoles el permiso para acompañarla, ellos no estarían sufriendo tantas limitaciones y penurias en Xinär. El cruzar al norte sería una distracción y una oportunidad única y original de divertirse, aunque significara para ella más trabajo.

Cuando la balsa estuvo lista se le concedió al pequeño Etinz el honor de ponerle un nombre.

—¡Se llamará Kohrim! —afirmó resueltamente el niño, con la seguridad propia de las personas de su edad—. Como la Princesa Luna que enamoró al Dios Sol —agregó.

A Koralhil esas últimas palabras de Etinz le habían provocado un leve escalofrío, indicio y prueba de un extraño presentimiento. La historia del Sol y la Luna era la más bella de todas las que se conocían, y de ella habían surgido innumerables poemas y cantos. Tal vez la más larga y hermosa de todas era la Canción del Surgimiento, que se encontraba en el Lynshäreth, conocido como el «Libro de Plata y Oro», un antiquísimo ejemplar de tapas doradas y hojas de árbol de lakkur, perdido junto a otros tesoros ermagacianos luego de la Maldición de los Ghaodrwins.

El reino de Gydox, después de la Batalla de los Tres Reyes, había prohibido a sus pobladores cualquier canto que perteneciera a sus entonces enemigos ermagacianos. Y aunque el origen del Lynshäreth era dudoso, la mayoría le atribuía el honor a los Supremos por ser ellos los hacedores de las más maravillosas canciones. Fue gracias al hecho de ser su madre ermagaciana, que la Bella Esperanza tuvo el privilegio de conocer la leyenda de Schor y Kohrim. La Reina Erma-A-Kora se la había enseñado a Foadlow, el Erudito, padre de Adlow y Pastow, que había perecido al igual que su esposa durante la Muerte Blanca. Adlow lo había aprendido de un manuscrito que él había dejado.

Muchas veces en Xinär, cuando la invadían ciertos arrebatos de alegría y se sentía aún felizmente protegida y a salvo, Koralhil la había cantado con la hermosa voz heredada de su madre, y con el melancólico tono que la bella pero triste historia merecía. Sin embargo hacía tiempo que la había invadido una tenaz incertidumbre cada vez que pensaba en aquel canto y no entendía por qué. ¿Acaso encontraba alguna similitud entre su anónima vida y la de la Princesa Kohrim? De todas maneras no debía inquietarse por eso. No era el tiempo propicio para andar divagando en pensamientos fantasiosos.

—¿Estás de acuerdo, Koral? —preguntó Etinz preocupado por el silencio y el gesto pensativo de la Princesa.

Koralhil volvió de súbito a la realidad, y con una sonrisa tan espontánea como tranquilizadora para los niños respondió:

—Desde luego, otro mejor no se me hubiera ocurrido.

—¡Ya tiene un nombre! —gritó Rhumara ni bien Koralhil terminó de hablar.

Y al instante cinco voces se unieron en una exclamación de júbilo total.

Los niños comenzaron a dar vueltas alrededor de la balsa dando saltos y cantando alegremente, mientras la joven no paraba de reír. Era en esos momentos cuando se esfumaban como por arte de magia los temores y preocupaciones.

De repente el más pequeño se detuvo, y luego de meditar un momento efectuó una preocupada pregunta:

—Pero, Koral, ¿no se va a hundir, verdad?

—No seas tonto, Etinziamol —lo regañó Adlow, llamándolo por su nombre completo como lo hacía cuando estaba enojada.

—¡No le digas así! Él es más pequeño, pero sabe más que tú, que te la das de erudita y solo dices cosas estúpidas —retrucó su hermano Pastow, que sentía un especial cariño por el diminuto huerfanito de siete años.

—Shhh —chistó el mayor de los cuatro—. Yo sé lo que haremos, la probaremos. ¡Y ya!

—¡Sí! —gritaron los niños al unísono, olvidando en el momento las ofensas recibidas.

—Un momento —interrumpió su protectora con voz de enojo, pero muy divertida por dentro por la rapidez con que sus niños se ponían de acuerdo cuando algo realmente les interesaba—. Para empezar —continuó— probaremos la balsa mañana, como habíamos quedado. Hoy se ha hecho tarde, muy pronto caerá la noche y estamos todos cansados. Si la balsa no funciona una vez en el agua, no tendríamos las fuerzas necesarias tal vez para salir adelante en el apuro. ¿De acuerdo, Rhu?

—Sí, Koral.

—Y para continuar, Past, lo que le dijiste a tu hermana no está nada bien. Ella es muy inteligente y sabe muchísimas cosas que tú ni siquiera te imaginas. Tendrás que pedirle disculpas y...

—Pero, Koral... —protestó el niño, imaginando las burlas que le haría Adlow cuando Koralhil no estuviera presente.

—¿Pastow? —interrogó la Princesa que sabía muy bien el efecto que causaba el llamar a sus niños por el nombre completo.

—De acuerdo, discúlpame —dijo el niño mirando a su hermana y poniendo la mano derecha en el corazón.

—Quedas disculpado —le contestó la chiquilla con una sonrisa maliciosa y repitiendo el gesto que había hecho su hermano aparatosamente.

—Muy bien... pero ahora es tu turno, Adlow, de pedir disculpas, porque no trataste bien a Etinz. No es ningún tonto, y hace muy bien en preocuparse. Deberías ser más comprensiva con él, porque es el más pequeño.

—Tienes razón, Koral —admitió muy avergonzada la niña.

Luego de que ambos se hubieran disculpado, decidió la Princesa aclarar la duda de Etinz:

—Escucha, Etinz, realizamos la balsa de la manera más segura que pudimos. Aun así cabe la posibilidad de que sufra algún percance, y por esa razón mañana la probaremos primero quienes sabemos nadar bien. Pero por hoy hemos terminado, mejor volvamos a la Ciudadela antes de que nos sorprenda la noche, no olvidemos que Ïnlonhil necesita nuestras atenciones. Mañana será un gran día, con todas las bendiciones del Gran Hacedor podremos divertirnos a lo grande, pero necesitamos guardar nuestras energías para entonces. ¿Verdad?

—¡Sí! —exclamaron todos juntos nuevamente.

De inmediato ocultaron en una montaña de hierba seca su pequeña obra «por si acaso», recordando que la emoción no debe anular la precaución. Una vez que todo estuvo disimuladamente escondido se dispusieron a regresar. Los cinco caminaban felices y sus pensamientos solo giraban en las probables y apasionantes aventuras que los esperarían al día siguiente.

—Koral, hoy ha sido un día grandioso —interrumpió el silencio el pequeño Etinz, que caminaba siempre de la mano de Koralhil—, y sería aún mejor si nos cantaras algo bonito. ¿Qué dices?

En verdad la Princesa se sentía bastante más cansada de lo habitual, pero siempre encontraba ánimos para complacer al niño, cuando lo que pedía estaba a su alcance.

—De acuerdo. ¿Qué canto les gustaría?

—¡La del Dragón Konquier! —exclamó entusiasmado el más pequeño.

—¡No! Esa es muy corta, mejor cántanos la de Los Guerreros de Fuego. ¡Esa es muy buena! —opinó Rhumara que prefería las canciones en donde imperaban batallas, guerreros y victorias.

—Eres demasiado belicoso, Rhu —interrumpió la Erudita—, lo mejor para esta ocasión será la Leyenda Sin Fin, ¿no lo creen?

—Desde luego que no, hermana, yo estoy de acuerdo con Rhu, aunque me gustaría que le agregaras la historia de la Gran Diamantina, Koral. ¿Sí?

—¡No! Yo le pedí a Koral que cantara, y entonces cantará lo que yo quiero que cante. ¿Entienden?

—Claro que entienden, Etinz, y te complaceré a ti y a los demás. Como todos ya conocen las historias, no es necesario que se las cante enteras. Así que cantaré una parte de cada una. ¿Están de acuerdo? —preguntó la joven.

—¡Sí! —gritaron los niños.

Koralhil respiró hondo y abrió la boca para comenzar con el pedido del más pequeño. Todos esperaban impacientes, les fascinaba la voz de la Princesa, y aunque ya conocían los cantos, los escuchaban con tanta emoción como si fuera la primera vez.

Pero no emitió ningún sonido Koralhil, y se detuvo de pronto con la boca aún abierta y la vista fija en el frente. Los niños creyeron en un principio que les jugaba una broma, pero al observar con atención su rostro notaron que algo la había asustado. Sus miradas buscaron espantadas el objeto de aquel inminente terror, y lo encontraron.

A una prudente distancia había un grupo de hombres corpulentos que hablaban torpemente entre ellos en un dialecto extraño. En el medio se hallaban amontonados a modo de trofeo los cadáveres de distintas bestias y también para horror de los observadores, entre el montón de despojos de animales, yacía un cuerpo humano, un muchacho seguramente Ghaodrwin por su cabeza calva.

Así eran los Quemadores, a ellos les daba lo mismo alimentarse de animales o de humanos. Su gente se hallaba dispersa en pequeños grupos por muchos lugares, y preferían vivir errantes subsistiendo con lo que el camino y la suerte les proporcionaban, al sacrificio y esfuerzo de una vida sedentaria. Hombres y mujeres cazaban por su cuenta, y siempre iban acompañados por sus terribles perros. Por lo general cada cazador tenía uno o más, en este caso había siete hombres y diez canes. No era un número amenazante para cualquier guerrero, porque los Quemadores eran muy torpes en la lucha, y sus métodos brutales y primitivos; pero sí lo era para una doncella y cuatro niños.

Esta gente no tenía rey ni ley, se dividían en clanes liderados por un jefe, elegido por su fuerza, y por esto mismo los salvajes cambiaban tan pronto de jefes como de tierras. Su fama de sanguinarios destructores les había ganado el temor y el odio de los demás pueblos. El nombre de «Quemadores» les había sido impuesto por ser pirómanos por naturaleza. Nadie sabía a ciencia cierta de dónde provenía ese afán por incendiarlo todo, pero lo cierto era que seguirles el rastro resultaba muy fácil, a juzgar por las quemazones que iban dejando a su paso. Otro nombre con el que se los conocía era «los Aguanos», palabra que se formaba juntando la frase más repetida por ellos en su lengua, un extraño dialecto derivado de la «Driël», la antigua Lengua Madre: «u-lle», que traducido al lenguaje común significaba «agua no», ya que otra rareza que los caracterizaba era el terror incontrolable que le tenían a los grandes caudales de agua.

También se los llamaba de otras maneras, pero ninguna les favorecía. Les decían bárbaros, bestias y salvajes. Por supuesto que tenían un nombre, pero muy pocos lo conocían. Eran desde antaño los «Gydohenkorexes: los Adoradores del Fuego Blanco». Los pocos pueblos con los que habían entablado comunicación se quedaron intrigados por este grupo de nómades que recorrían la Tierra Conocida buscando una divinidad que se les manifestaría transfigurada en una flama blanca; de allí surgió el nombre que los identificaba como pueblo. Un nombre hermoso que contrastaba grandiosamente con quienes lo llevaban.

Hubo rumores que unían en un mismo origen a gydoxs y Quemadores en épocas pretéritas a los Primeros Padres, afirmando que los Aguanos eran el linaje perdido de Hil-Palal. Rumores que los Ocultos negaban ciegamente y a los gydohenkorexes les eran indiferentes, si bien la historia de los Guerreros de Fuego hablaba de cómo por culpa del Dragón Ïggorg se habían dividido los hermanos, y por siglos y siglos habían dominado las tierras sin reconocerse e incluso enfrentándose cruentamente. Y aunque también algunos rasgos los unían como la gran altura y la piel morena, lo cierto era que los separaba una larga tradición de civilización en unos y barbarie en otros. Los gydoxs guardaban aún la esperanza de encontrar a sus hermanos perdidos, descartando por supuesto la posibilidad de que fueran los Quemadores, cuya forma de vida siempre había sido así; atacar, masacrar, robar, destruir, quemar.

—Oh, por el Gran Hacedor, son Quemadores —balbuceó la Princesa, que ya se había visto otras veces en las mismas condiciones, pero acompañada por su hermano Zarúhil y de los Príncipes schoranos Dellsemoon y Asmoon, y no por cuatro niños indefensos—. Son Quemadores —repitió Koralhil como hipnotizada y sin atinar a nada. Porque el miedo la tenía petrificada al igual que a los niños.

Más de pronto recuperó la sangre fría y recordó las estrategias pensadas que la habían ocupado noches enteras, por si alguna vez se presentaba una ocasión como esa. Después de todo corrían con la ventaja de que aún no habían sido vistos ni escuchados, por el mismo alboroto que los hombres causaban. Pero la Princesa cometía un error, porque si bien ellos habían pasado desapercibidos a la vista y al oído de los brutos gydohenkorexes, no había sucedido lo mismo con sus canes. Y ya dos de ellos dirigían sus horribles ojos brillantes y lanzaban gruñidos hacia el grupo.

No pasó mucho tiempo hasta que los Quemadores se dieran cuenta de su presencia, pero para entonces la joven y los niños corrían velozmente hacia el río, ganando la costa.

—¡Deprisa, empujemos la balsa al río! —gritó la Princesa, que ya empezaba a oír el conocido alarido de la caza.

Al instante la balsa se vio libre de su natural camuflaje, y era dirigida hacia el río, de donde afortunadamente no se encontraba muy lejos.

—Adl, tú y Etinz irán en la balsa. Los demás nadaremos —indicó Koralhil tomando aliento y tratando de mostrarse segura y tranquila ante los niños.

—¡Pero aún no hicimos las palas! —aclaró con gran pesar Rhumara, recordando el pequeño olvido que ahora les jugaba enormemente en contra.

—La empujaremos —dijo la Princesa sin pensarlo dos veces, y dando el último empujón a la balsa, que entraba completamente en el agua.

Al mismo tiempo un horrible y furioso perro les daba alcance. Koralhil arrojó su daga dándole certeramente entre los ojos. Rhumara y Pastow ya estaban nadando empujando como podían la balsa con los más pequeños arriba. La Princesa apenas si tuvo tiempo de recuperar a Mahilán y arrojarse al agua, porque ya la jauría llegaba a la costa, y detrás de ella los Quemadores. Era sabido por todos que los bárbaros odiaban y temían al agua. Pero Koralhil dudaba de que el río detuviera también a los perros. Comprobó muy pronto que no era así, al sentir varios chapuzones a sus espaldas. A pesar del cansancio empujó con más fuerza, pero los canes eran más livianos y veloces y rápidamente estuvieron nadándoles en los talones. La Bella Esperanza sintió unos agudos y afilados dientes que se clavaban en su tobillo. Instintivamente, con su pierna aún libre, lanzó tal golpe en el hocico del animal, que logró que la soltara en el acto aullando de dolor y volviéndose a la costa.

Las luces del día se extinguían ya, y todo comenzaba a confundirse con las sombras. A Koralhil algo le había producido gran alivio, y era el haber notado que sus perseguidores eran cazadores comunes, de hierro y garrote, a juzgar que no habían sido molestados por ninguna flecha o lanza, que hubiera resultado su fin. Pero era una gota de consuelo entre un mar de peligros, y el solo pensar que sus niños podían terminar sus inocentes vidas entre las fauces de tan horribles animales, le causaba inmenso pavor.

—¡Koral, nos alcanzan! —gritó Adlow con un hilo de voz.

—¡Yo tengo dardos ponzoñosos! ¡Les causarán gran daño a estos roñosos! —voceó Rhumara entre resoplidos y borbotones de agua.

—¡Y qué esperas para lanzárselos! —gruñó desesperado Pastow.

—¡Es que no puedo desde aquí!

—Sube a la balsa —indicó Koralhil.

El niño subió a la balsa, que se hundió un poco, y afirmándose lo mejor que pudo, comenzó a lanzarles dardos a los perros con la puntería digna de un gydox. Los canes soltaban un agudo y lastimero aullido y se hundían un momento para salir luego y volver a hundirse, pero incluso así persistían en la persecución, animados por los excitados gritos de sus amos.

—Yo también tengo algo para darles —masculló Pastow, que no estaba dispuesto a permitir que su amigo se llevara todo el crédito—. Aún tengo mis piedras —agregó, extrayendo de sus mojadas ropas una bolsita cargada de estas, que siempre llevaba consigo, por si surgía un juego de prendas. Nadando como podía, golpeaba con las piedras a los emponzoñados animales, obligándolos a regresar.

El pequeño Etinz dejó de llorar y suspiró hondamente, después de todo parecía que no iban a morir. Pero si para el niño la pesadilla estaba pasando, no sucedía lo mismo con Koralhil, que aún no había soportado lo peor.

—Ya estamos llegando, niños —les advirtió mirando hacia la costa cercana.

Una vez en tierra firme aseguraron bien la balsa, que había superado con éxito la prueba de fuego, y se dejaron caer al suelo, temblando por el miedo, el cansancio y el frío.

Observaban expectantes lo que sucedía del otro lado, los Quemadores no se iban a dar así como así por vencidos, y ya habían mandado de nuevo a los canes, que a duras penas les obedecían. Pero la mayoría entraba al agua y al instante salía, porque no estaban dispuestos a sufrir de nuevo los mismos suplicios. Solo dos llegaron a la otra orilla, y allí los aguardaba Mahilán y la certera puntería de la Princesa.

La joven se vendó la herida causada por el animal con un trozo de su vestido, ayudada por Adlow.

—Miren, intentan cruzar —apuntó en voz muy baja Rhumara, que estaba haciendo guardia con Pastow.

Un Aguano había arrojado algo en el agua, que por la oscuridad y la distancia no se podía distinguir, pero sí se notaba que podía flotar. El hombre subió en el objeto y comenzó a avanzar ayudándose con los brazos; enseguida un compañero se sumó a la precaria embarcación de un tremendo salto, y ambos se hundieron en el agua con gran aspaviento.

—Oh no... —gimió el más pequeño.

—No te preocupes, Etinz, ellos no llegarán porque... porque son realmente unos salvajes —tranquilizó Koralhil, observando el espectáculo, que si no fuera por la terrible situación en la que se encontraban le resultaría cómico. Efectivamente los hombres regresaron a su orilla como pudieron y bastante ahogados, y ni ellos ni los compañeros volvieron a intentar la travesía. Poco después se esfumaron en las sombras.

La Princesa suspiró hondamente. Aquel objeto sería una gran madera, tal vez alguna mesa. De pronto Koralhil contuvo la respiración; se había percatado de un terrible olvido:

—Oh, por la Hoja de Fuego... Ïnlonhil.

Los niños la miraron desesperados. Etinz lloriqueó de nuevo. Koralhil le acarició la cabecita, haciendo un tremendo esfuerzo por contener el propio llanto. No podía ni siquiera imaginarse a su querido y valiente primo, indefenso en manos de esos desalmados asesinos. Estaba verdaderamente confundida. ¿Qué podía hacer ella?

Meditó un momento con la mirada perdida en el inmenso cielo. Allí estaban las cistelinas, las estrellas, hechas por el Dios Schor para encontrar a Kohrim. Luego se puso de pie, sabía lo que debía hacer: lo mismo que haría Ïnlonhil si las cosas se desarrollaran a la inversa.

—Iré por Ïnlon —dijo por fin.

—Y yo iré contigo —intervino resuelto Rhumara, contagiado por la valentía de la Princesa.

—Y yo... —agregaron a la vez los otros tres.

—No, no es necesario que nos arriesguemos todos, lo mejor será que se queden los cuatro aquí, a salvo y en silencio, cuidándose mutuamente.

—Pero, Koral…

—No tienes por qué preocuparte, Adlow. Yo voy a regresar con Ïnlon, y para ese entonces quiero encontrarlos así: juntos y en guardia.

—Necesitarás mis dardos, no son muchos pero... —Rhumara extendió la mano con su preciado tesoro.

—Será mejor que los guardes, Rhumara, yo tengo a Mahilán —contestó la Princesa, mostrando su daga y esbozando una tenue sonrisa. Luego, tomó con ambas manos las mejillas de Etinziamol y le dijo—: Etinz, ¿ves aquella estrella? Es la Hermosa Señora, desde allí nos cuida y no permitirá que nos suceda algo malo. Y esa otra que está al lado, es el Gran Túkkehil, que también está protegiéndonos en los momentos más oscuros.

El pequeño asintió con la cabeza. Koralhil besó a los cuatro niños y observó con atención si en la costa contraria había algún intruso. No vio a nadie, o al menos eso parecía. Sigilosamente se internó en el río, era una experta nadadora, sin embargo no sabía cómo iba a arreglárselas para cruzar a su primo, de enorme tamaño y el doble de su peso. Pero trataba de no pensar en ello, así como tampoco en la posibilidad de no volver a ver a los pequeños, de no poder salvar a su primo y entonces... ¿podrían unos pocos dardos mojados salvarlos de siete hombres y siete perros salvajemente hambrientos?

Alejó los oscuros pensamientos de su mente elevando una plegaria. Mientras nadaba completamente sumergida; asomaba su cabeza muy de vez en cuando a la superficie para respirar. Los niños seguían con la mirada las pequeñas ondas que les indicaban por dónde iba su amada y joven protectora. Pero no eran los únicos que la observaban...

Otros ojos, nada puros, enteramente maliciosos, aguardaban ansiosos su llegada al sur. Koralhil lo había pensado, no liberarían tan fácilmente la costa, sobre todo sabiendo que del otro lado había cinco presas indefensas esperándolos. Pero estaba dispuesta a correr todos los riesgos, con tal de socorrer a su primo, que en esos momentos estaba más desprotegido que los mismos niños, quienes por lo menos podían correr para ponerse a salvo. Sin embargo sus agotados y enrojecidos ojos, no habían sido capaces de percibir la sombra de un Quemador que permanecía de guardia, agazapado entre un montón de escombros, desde donde la pudo divisar al zambullirse y al llegar. No estaba dispuesto a darle la oportunidad de esfumarse de nuevo por el Lyeguron, por lo que aguardó a que estuviera bien internada en las ruinas para atraparla.

Koralhil apenas si era una sombra que avanzaba entre malezas y escombros, casi imperceptible. El salvaje estuvo a punto de perderle el rastro, si no hubiera sido que la Princesa se detuvo para observar las luces de las antorchas; los hombres entraban en la Ciudadela. ¿Ya habrían estado en el Palacio? ¿Acaso habían descubierto al guerrero enfermo? Pero si no era así, era el siguiente paso que darían los bárbaros, debía darse prisa.

La Princesa se dispuso a continuar la carrera. Sentía que todo le pesaba enormemente y la vista se le nublaba. De pronto algo la tomó por el cuello abruptamente y la obligó a detenerse de súbito. La presa había sido atrapada por el cazador.

La Bella Esperanza sentía que el aire le faltaba, las manos del Quemador parecían garras, pero ella estaba dispuesta a llegar a las últimas consecuencias. Buscó su daga y se la clavó en el antebrazo, el hombre la soltó con un horrible grito de dolor, y de un manotazo la mandó contra los cimientos en ruinas de lo que había sido una vivienda ermagaciana. Koralhil apenas si se quejó, por nada del mundo quería llamar la atención de los otros Aguanos, pero podía sentir el dolor en cada uno de sus huesos. ¿Qué podía hacer para poner fuera de combate a esa bestia? El hombre descolgó un rudimentario cuchillo de su cintura, pero la Princesa anticipándose, le arrojó a la mano un tremendo escombro que lo obligó a soltar el arma; con la otra tomó un garrote y furioso se abalanzó para embestirla. Koralhil intentó esquivarlo pero no fue lo suficientemente rápida y el grueso palo le dio de lleno en el mismo tobillo lastimado por el perro, y ya no pudo contener un lastimoso gemido. Debía hacer algo, aún tenía a Mahilán, pero todo le daba vueltas y no podía arriesgarse a perderla en un disparo fallido. El salvaje quiso golpearle la cabeza, y esta vez Koralhil sí pudo esquivarlo, haciendo un tremendo esfuerzo. Tuvo la habilidad de esquivar otro garrotazo, y cuando el palo impactó en el suelo, la Princesa inutilizó la mano de su agresor haciéndole un tremendo tajo. Esto lo enfureció aún más y desesperado se arrojó sobre ella. La Princesa aprovechó para herirlo gravemente en el estómago, antes de sentir todo el peso del enorme bárbaro sobre su diminuto cuerpo. Koralhil se apartó torpemente, había perdido a Mahilán cuando el Quemador le había caído encima y necesitaba encontrarla antes de que lo hiciera el enemigo, pero pronto se dio cuenta de que su daga podía continuar en el cuerpo de su agresor. Desesperada buscó con la mirada algún objeto que pudiera ayudarla y vio a una corta distancia el cuchillo del oponente. Quiso dar un salto pero no pudo, su fuerza no le respondía ya. Sintió entonces un fuerte tirón en sus cabellos; el atacante se había puesto de pie a pesar de las heridas recibidas, y la arrastraba hacia el sur creyéndola fuera de combate. ¡Hacia el sur! Con los otros Quemadores, era su fin. Al menos sabría qué había sucedido con su primo y moriría cerca de él. Pero ¿y los niños? ¿Los dejarían en paz? No. Se las ingeniarían para cruzar de algún modo y entonces... ¿Y entonces? ¡No! De ningún modo era ese el fin, tenía que haber alguna salida. ¿Pero cuál? Tal vez pedir ayuda. ¿A quién? ¿Acaso Zarúhil la oiría desde el lejano Reino Oculto? ¿Acaso los oscuros Ghaodrwins incapaces de ayudar al muchacho que yacía muerto entre las bestias, acudirían a socorrerla? Más de pronto sin pensarlo siquiera, sin titubeos ni dudas, sus labios pronunciaron el nombre más temido y repudiado, el nombre del ser que la había ayudado en un trance difícil, el nombre prohibido para cualquier persona de buena voluntad.

—¡Atcuash! —gritó. Y su voz resonó como un trueno que iba cobrando fuerza a medida que la palabra se formaba.

Koralhil se llevó ambas manos a la boca. ¿Por qué lo había nombrado? ¿Por qué justamente a él? De todas maneras ya lo había hecho, y el silencio que en ese momento solo era roto por gritos y quejidos humanos, se pobló de extrañas voces animales. Un murmullo que crecía y crecía hasta transformarse en un bullicio que estremecía de solo escucharlo. Parecía que las bestias y las aves querían decir algo, que elevaban un mensaje.

El salvaje la soltó al instante, tal vez por miedo, tal vez porque se había dado cuenta de que ella aún estaba consciente. Koralhil se arrastró un poco, siempre mirando a su atacante, que la observaba con pequeños ojos malignos. Cualquiera que la viese en ese estado se apiadaría; se cortaría la propia mano con tal de no lastimar a esa criatura tan hermosa y tan castigada; cualquiera, menos un Quemador. La Princesa abrió aún más sus enormes ojos. ¿Qué tenía en la mano el Aguano? ¿Acaso era...? Sí; no había dudas, aquel hombre sostenía a Mahilán, y por lo visto tenía todas las intenciones de lanzársela. ¿Podría esquivarla? ¿Le respondería su cuerpo atormentado por el dolor? En esto se debatía la Bella Esperanza cuando detectó una sombra detrás del Quemador, una sombra que lo atacó por la espalda obligándolo a caer. Era un enorme mastín negro, mucho más grande que los perros de los bárbaros. Lucharon un momento hasta que por fin el hombre se deshizo del inesperado atacante, pero ya Koralhil había tenido tiempo de llegar a donde se encontraba el cuchillo. Controlando con un esfuerzo sobrehumano su tembloroso pulso lo arrojó justo en la frente de su agresor, poniendo fin a la lucha más horrible de su vida.

El escándalo sin embargo, ya había advertido a los demás, y la Princesa veía cómo hombres y perros corrían hacia ella entre gritos y gruñidos. De súbito e inesperadamente, dos salvajes se desplomaron en el suelo. Algo los había derribado. Al momento otros dos los siguieron, y cuando cayeron, Koralhil pudo saber que un audaz arquero los había alcanzado con sus flechas. ¿Quién?

Los hombres que aún quedaban en pie se volvieron sorprendidos, al mismo tiempo que dos seres emergían de las sombras y les caían encima para abatirlos. Tres de los canes se volvieron para defender a sus amos, pero cuatro seguían aún en carrera. Koralhil sin salir de su asombro, pero sin perder la noción del peligro, saltó hacia el agresor y recuperó su daga y el cuchillo, y con ellos derribó a dos animales. El mastín negro se abalanzó sobre otro, con gran ventaja por su tamaño. La Princesa trató de recuperar alguna de las armas, pero la fiera que aún quedaba no le dio tiempo y de un gran salto atrapó entre sus fauces el cuello de la joven. Koralhil perdió el equilibrio y cayó al suelo. Intentaba desesperada apartar al horrible animal, pero le flaqueaban las fuerzas, y podía sentir como la sangre le corría por el cuerpo.

—Voy a morir... —musitó, pero una vez más recibió la ayuda del enorme mastín, que tomando al otro por el lomo lo zarandeó por el aire, donde lo atravesaron al instante dos flechas, haciéndolo caer revolcándose en agonía.

Koralhil se cubrió con las manos pensando que el gran perro negro la iba a atacar, pero este en cambio, agachando la cabeza, se acercó para lamerle las heridas. Ese animal, los dos arqueros. ¿De dónde habían salido sus tres salvadores?

La Princesa aguardó expectante, quería conocer a sus defensores, quienes rápidamente iban acortando distancia y se acercaban a ella. Cuando estuvieron frente a frente los reconoció, eran su joven primo Zaulonhil y el Veterano Torzzol. Koralhil dibujó una sonrisa en su castigado rostro a la vez que rodeaba con un brazo al noble can que le había salvado la vida, para que no fueran a creer que era un asesino, en el caso de que no viniera con ellos. Zaulonhil se adelantó e inclinándose la levantó suavemente, y con los ojos llenos de lágrimas al ver a su querida prima tan despiadadamente lastimada, le dijo:

—Perdónanos, Koral, por llegar tan tarde.

—No es nada, Zaulon. Pero los niños, están del otro lado... —alcanzó a decir, y se desvaneció.

El Amo de los Miedos 1

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