Читать книгу El Amo de los Miedos 1 - Malvina Soledad Pereira - Страница 14

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Los niños se encontraban tranquillos esa tarde, y eso era bueno. El pequeño Etinz estaba inmerso en un mágico mundo surgido de las narraciones fantásticas de la Erudita Adlow. Los mayorcitos Pastow y Rhumara se contentaban con vigilar las fronteras de la destruida ciudad, resguardados por un montón de ruinas, mientras cantaban en voz baja, algo muy raro en ellos. Koralhil sospechaba que esa forzada serenidad se debía (en mayor parte) a su repentino proceder, más temeroso, cauto y silencioso. Pero prefería que la duda los inquietara, en lugar de tener que contarles la verdad. Aunque si la ocasión se presentaba no estaba segura de qué les diría, porque ni siquiera ella sabía con certeza si en realidad había sucedido, o era parte de una pesadilla causada por algún encanto de ese bosque maldito.

Y es que lo que ella recordaba era de lo más inverosímil. Había estado frente al mismísimo demonio Atcuash, le había visto los ojos, uno a uno los rasgos de su rostro; había presenciado los destellos de Diamantina y Adagium, y seguía viva. El Tamtratcuash le había perdonado la vida. Y no solo eso, además, se había encargado de dejarla en el límite mismo de su ruinoso escondite, y lo más asombroso: le había cedido la presa causante de su desventura. ¿Podría eso asemejarse a los cuantiosos relatos referidos al Adalid del Mal?

Entrando en detalles, luego del desvanecimiento causado por el miedo extremo, sus pensamientos cobraron conciencia mientras se dirigía al refugio donde ella y sus niños convivían, a juzgar por el paisaje que se le hacía cada vez más familiar. Estaba viva pero, ¿en qué iba? Su cuerpo estaba sobre algo que se movía y avanzaba. Volvió su mirada al frente, y observó la parte trasera de la cabeza de un caballo de larga melena, un hermoso animal negro e imponente. Amanecía ya, podía ver con claridad. De pronto acomodó sus ideas al mismo tiempo de notar que estaba apoyada sobre el firme cuerpo de alguien y un fuerte brazo la sostenía. Sobrecogida de espanto repentinamente, se decidió al fin a mirar a su aprehensor, o salvador. Su rostro se descompuso de horror y de asombro; era Atcuash quien la llevaba, la luz del día le permitía reconocer los rasgos de su rostro, aunque gran parte era cubierto por la capucha.

La imagen que se había hecho de sus rasgos era la de un monstruo, pero en cambio lo que se le presentaba era algo completamente distinto; hasta podía afirmar que era bello, aunque la furia que proyectaban sus ojos inspiraba una horrible personalidad maligna. Era notablemente joven, tal vez de la edad de Zarúhil, y sus facciones eran similares a las de los ermagacianos, aunque más duras y castigadas. Su inmóvil mirada fija en el frente, apenas si pestañeaba. A la luz del día, sus ojos ya no eran rojos, sino de un oscuro azul insondable. «Los ojos del Amo de los Miedos eran azules», la Princesa se sorprendió ante este fútil pensamiento.

Entonces sintió su voz por primera vez, aunque no iba a ser la última; le habló en la Lengua Madre del Norte que ella bien conocía. Con tono bajo y grave, parecía un susurro que estremecía e intimidaba:

—Sé que me estás mirando, deja de hacerlo o te cortaré la cabeza.

Obedeció al instante, el Amo de los Miedos era muy cumplidor en promesas de ese tipo. Comenzó a darle vueltas un torbellino de dudas: ¿qué planeaba hacer con ella?, ¿por qué iban por ese camino?, ¿acaso sabía dónde vivía? Pensó en disuadirlo para que la dejara allí y no descubriera así su refugio, pero, ¿cómo dirigirle la palabra a quien ni siquiera podía mirar? Algo dentro le decía que dejara suceder los acontecimientos tal como se presentaban. ¿Qué debía hacer entonces?

Las distancias se acortaban a la vez que su dolor de cabeza se hacía más intenso. Al pasar la mano por su cara notó varios rasguños, provocados por espinas y broza. De sus despeinados cabellos aún pendían las pequeñas ramas que la habían aprisionado a la traicionera planta. Sin duda, ellas habían sido el blanco de las majestuosas espadas, y no (como lo había pensado) su cabeza.

El Bosque de los Encantos había quedado atrás hacía rato, las fronteras mismas de la extinguida Xinär estaban delante. Koralhil se encontraba como en un trance, del que salió ni bien se detuvo el siniestro corcel. Recién en ese momento observó que el animal no llevaba riendas, Atcuash con un brazo la sostenía y con el otro acariciaba la brillante melena de su caballo.

—¡Bájate! —ordenó.

Koralhil así lo hizo, y una vez en el suelo buscó en sus ropas la afilada daga, única y eficaz defensa ante los peligros, pero no estaba allí. Instintivamente quiso mirar al oscuro jinete, pero desvió su atención algo que se clavó en el suelo arrojado por él; era Mahilán, su daga. La tomó con la mano derecha y se incorporó, fijó sus ojos en los de Atcuash que la miraba desafiante, pero al ver que ella solo atinaba a guardarla, dio media vuelta en su caballo, y emprendió el regreso con el mismo paso tranquilo de la venida. Koralhil lo observaba mientras, acortando distancia se acercaba un venado, el mismo que la había conducido hacia el Amo de los Miedos. La criatura se detuvo para esperar a Atcuash, y luego comenzó a seguirlo, pero este musitó una frase extraña, apenas audible, y el venado se volvió al sitio en donde estaba de pie Koralhil para sorpresa y asombro de ella, y allí se detuvo.

Miles de interrogantes se agolpaban entre las ideas de la Bella Esperanza. Quería preguntar muchas cosas: «¿por qué me ayudas, por qué me permites vivir, por qué me has traído hasta aquí, por qué te obedece el venado, por qué?».

Pero ninguna palabra se animaba a escapar de los labios de la impetuosa Princesa. Pudo más el coraje y entre sorprendida y asustada gritó:

—¡¿Por qué…?! —Pero hasta allí llegó su coraje, nada más pudo decir.

El Amo giró su rostro, mostrándole un perfecto perfil ermagaciano, y apenas movió los labios para decir algo inaudible para Koralhil. Entonces, caballo y jinete tomaron tal velocidad que en cuestión de instantes se perdieron en la espesura del bosque, dejando una sombría ráfaga de intriga y poder.

Solamente en ese momento Koralhil tuvo plena conciencia del extraño y poco creíble suceso del cual ella había sido protagonista. ¿Qué era lo que pensaba y planeaba ese sujeto? La Princesa lo ignoraba y optó por continuar sus días como si aquello hubiera sido solamente una pesadilla con un final bastante extraño. A sus niños no les referiría absolutamente nada, ya que solo conseguiría aumentar el angustioso miedo con el que día a día se enfrentaban, lejos de sus tierras y hogares, incomunicados con su gente, en una ciudad tristemente destruida, y con la única protección de la audacia y el silencio.

Y allí vivía ella: hermana del Rey Zarúhil; hija de los grandes Túkkehil y Erma-A-Kora, Princesa del pueblo gydox; hermosa doncella fusión de dos razas. Y así vivía ella; despojada de cualquier lujo, luchando por sobrevivir; completamente desprotegida y librada a cualquier peligro.

Pero a nada de esto último rehusaba, por el contrario, estaba feliz de ser ella la que llevara semejante carga. Porque creía tener la suficiente fortaleza y paciencia, a pesar de no ser dueña de gran tamaño, ya que de su padre solo había heredado el color negro del cabello, su valentía y determinación. Todo lo demás era un fiel reflejo de su madre: de complexión pequeña, largos y ondulados cabellos llegaban a su cintura, ojos grandes, verdes y su tez pálida como la blanca nieve del Monte Henkor.

Fue de niña obligada a dejar su amado pueblo a causa de la Muerte Blanca. Pero cuando regresó junto a su hermano, siendo ya una joven bella y delicada, el pueblo entero que tanto había llorado la pérdida de la Hermosa Señora, supo que lo que tan cruelmente se les había quitado, volvía ahora de manera no menos maravillosa. Y es que en el decir de los Verdes Cazadores y los Ocultos, Koralhil tenía de gydox nada más que el color de los cabellos, porque todo lo demás pertenecía a la melancólica raza de la Gente Hermosa, tan privilegiadamente dotada en los primeros tiempos y tan castigada por los dioses luego, por su terrible soberbia.

La Bella Esperanza la llamaron, a pesar de su firme negación de ser nombrada como aquel hermoso niño que terminó sus días de manera tan cruel. Pero se acostumbró con el tiempo, porque entendió que su gente así lo creía. Aunque nunca dejó de ver, cuando así la llamaban, el rostro de Mindylaisïr.

Al regresar al Reino Oculto, Koralhil llevó consigo algunos ejemplares de Sarillus Trïmo que había podido conservar a duras penas de la excursión que hiciera junto a su hermano a Xinär; sus hojas se iban marchitando, lento pero sin detenerse. En vano fueron los intentos por querer revivirlas. Ni trasplantadas, ni en macetas, ni siquiera en los alrededores de las Inmortales perduraban, todas se extinguían. Parecía ser que el clima del sur no le era suficiente a la milagrosa planta para sobrevivir, ni mucho menos para multiplicarse.

Desde que los Señores de Gydox supieron de la existencia del Amo de los Miedos, consideraron fundamental contar con un arma tan poderosa como el Lamento de Trïmo, en esos tiempos inciertos que les tocaba vivir. Y como en la devastada Xinär crecía la Sarillus, pero por falta de cuidados de a poco se iba extinguiendo, convinieron que era necesario hacer algo para evitar su desaparición. Y es que la supervivencia del arbusto era algo vital para hacer frente a futuras desgracias. Porque si el pueblo gydox era abatido en los días venideros por enfermedades o guerras, la Sarillus Trïmo evitaría muchísimas muertes debido a su colosal potencial curativo.

Bien sabido resultaba que quien debería ir a Xinär era la Princesa, ya que solo en sus manos el cultivo de Sarillus prosperaría. Por lo que muy a pesar de Zarúhil quedó decidido que Koralhil sería la responsable de la misión, y el Rey mismo se encargó de elegir a los veinte guerreros que la acompañarían y guardarían, aun a costa de sus vidas.

La mayoría de los acompañantes eran del rango de los Expedicionarios, por lo que contaban con amplia experiencia en combates. El único principiante era Zaulonhil, que solo tenía quince años, a quien se le había aceptado la petición de ser parte de la comitiva por su profunda amistad con Koralhil. Zarúhil pensaba que su joven primo sería una gran compañía para la Princesa. Además significaba una deshonra para él que sus hermanos fueran elegidos exclusivamente, mientras que su petición era rechazada. También se pensó en dos damas de compañía, las más preciadas por Koralhil: Haldryar y Ekool eran sus nombres.

Y así quedó convenida la misión. Secreta debía ser, y todos sus cometidos se realizarían con la mayor precaución posible. Era de esperar que el pueblo entero se agolpara para despedir a los valientes héroes, que se prestaban al exilio para salvaguardarlos de futuras y probables calamidades. Sus miradas se dirigían con predilección a la pequeña dama, su amada Princesa que tan decididamente se alejaba de toda protección y comodidad. Muchos de ellos se habían opuesto con fuerza a su partida, e incluso habían armado una revuelta para ser escuchados por la realeza. Pero finalmente fueron convencidos por Koralhil, y ahora resignados veían alejarse a la Bella Esperanza, la más hermosa de las Hijas de Gydox.

Los viajeros secretos cruzaron la Puerta Oculta una noche sin luna. De noche precisamente avanzarían, y durante el día permanecían escondidos recobrando fuerzas. Para esconderse, los Ocultos eran grandes maestros. Marcharían a pie, sin llevar caballos con ellos; solo unos pocos animales de carga para alivianar el camino de los viajeros. La noche en que abandonaron las Inmortales, entre el tumulto de los preparativos y la ansiedad por hacer todo tal cual lo planificado, nadie notó que algunos animales llevaban más peso del estipulado.

En el Palacio de Fuego cuatro de los protegidos de los Señores habían desaparecido. En vano los buscaron por días. Solo después de mucho buscarlos se encontró en una habitación en desuso un mensaje prolijamente escrito: «Nos marchamos con nuestra madre, la Princesa, nuestro destino está con el suyo».

En la misión, un animal se desplomó agobiado por el esfuerzo de una noche de viaje y el sobrepeso desmedido. Al caer un grito ahogado se oyó y puso en alerta a los guerreros. Cuál no sería su sorpresa al descubrir un magullado muchachito apretado entre los bultos del equipaje. Sorpresa que iría en aumento a medida que más polizones aparecían. Todo salió a la luz entre sollozos y explicaciones. Ekool, complotada con los niños, los había ayudado en la difícil empresa, alimentándolos y atendiendo a sus necesidades más básicas cuando la oportunidad se lo permitía.

Zarúhil confió en el buen juicio de su hermana, y no mandó a nadie a buscarlos. Lo más probable, pensaba, era que alguien de la misión acompañara a los fugitivos de regreso a las Inmortales. Pero no fue así. Koralhil perdonó las disculpas desesperadas, se conmovió ante las miradas suplicantes de sus protegidos, observó el estado demacrado que tenían por ir tras sus pasos, se imaginó una a una las penurias pasadas por esos cuerpos pequeñitos para no ser descubiertos, y no tuvo corazón para mandarlos al Reino Oculto. Los guerreros no estaban de acuerdo con la decisión de la Princesa, pero nadie se atrevió a contrariarla. Y así, a la misión de la Sarillus, además de los veinte guerreros y las tres doncellas, se le sumaron cuatro niños famélicos que de a poco iban recobrando lozanía.

Los primeros tiempos en Xinär fueron tranquilos y pacíficos. Los hombres gydoxs se dividían en grupos repartiéndose las distintas obligaciones; vigilaban, cazaban por las noches y habían comenzado el sembrado de una pequeña huerta. Koralhil además del cuidado de la Sarillus Trïmo se encargaba de las actividades domésticas junto a las dos jóvenes acompañantes, y los niños las ayudaban. Los días transcurrían tan sosegados que no era difícil pensar en el éxito de la empresa. Los hombres hacían pequeños festejos por las noches, y hasta la precavida Koralhil había bajado la guardia, permitiendo a los pequeños jugar durante el día, y algunas veces animada por las esperanzas, entonaba bellísimos cantos de su tierra.

Un año duraría la estancia de los gydoxs en las ruinas de Xinär. Tiempo necesario para que la Princesa produjera la suficiente cantidad de medicina Sarillus para auxiliar a su pueblo dentro de las Inmortales, a los de las aldeas exteriores, e incluso a algún pueblo aliado que estuviera en problemas. Si las cosas marchaban como lo habían planeado, la misión sería más que exitosa. Si en cambio se ponía difícil, con lograr la medicina suficiente para el reino Gydox bastaba. Y todo demostraba que la suerte los acompañaba y sería un gran año, que pasaría más que rápido.

Pero pronto sobrevinieron los tiempos oscuros; durante las noches se veían luces a lo lejos, y grandes nubes de humo negro y hediondo opacaban los días. Cada tanto se escuchaban alaridos estremecedores, que descorazonaban a todos y los consumía en un terror constante. Después de los alaridos las ruinas se llenaban de susurros siniestros que nublaban las mentes y debilitaban los cuerpos. Solo la Princesa guardaba ánimos y esperanza para ella y los demás.

Un atardecer, en el que los ponzoñosos susurros se oían más intensos que otras veces, Ekool y Haldryar salieron a caminar lindando el bosque; llevaban una mirada extraña y durante el día no habían actuado con normalidad. La Princesa las vio alejarse, confiaba plenamente en sus damas y amigas, pero esa vez la invadió un mal presentimiento. Nunca más las volvieron a ver. Las buscaron por días y noches sin resultado, sin siquiera un indicio que les diera luz sobre lo que les había ocurrido.

Desde la desaparición tan misteriosa y dolorosa de las damas de compañía de la Princesa, la misión se cerró en un hermetismo de temores y sospechas. Se redujeron las salidas de caza a lo justo y necesario. Y todos en las ruinas se movían con la más absoluta discreción. Los mitos que estaban acostumbrados a escuchar en el Reino Oculto sobre los brujos del bosque, sus encantos que no eran otra cosa que trampas mortales, sus venenosos susurros para atraer doncellas, todo ahora cobraba nuevas dimensiones en su nueva realidad. La Princesa amasó pequeños cilindros de cera y ordenó que todos los usaran en sus oídos cuando se levantaran los murmullos, no deseaba perder a nadie más.

Entre las ruinas se habían rescatado muchos escritos en la Lengua Madre del Norte. Koralhil y Adlow leyeron con avidez la mayor parte de ellos.

«Desde los inicios del reino los moradores de Xinär, habían sufrido el asedio de los brujos del bosque. Entonces los Korakals hicieron un ritual de protección en los límites del reino y la magia oscura de los Ghaodrwins perdía todo poder al traspasarlos. Por ello era que los brujos se mantenían en el bosque, y entre las ruinas del destruido reino de Xinär estaban a salvo. Pero los siglos transcurridos y la ausencia de los Korakals habían debilitado la mágica protección que los rodeaba, y de a poco los Ghaodrwins iban recuperando lo perdido».

Cierto día el grupo de cazadores no regresó; la noche anterior se habían oído infinidad de gritos en la oscuridad del Bosque de los Encantos. En vano los esperaron en Xinär, no regresaron ellos ni los que fueron en su busca, ni tampoco quienes más adelante por necesidad se aventuraron en procura de alguna presa para cazar. Y así de la manera más inesperada posible, los veinte guerreros se redujeron a un puñado de seis; los tres primos de la Bella Esperanza se contaban entre ellos. Malonhil e Ïnlonhil trataron de persuadir a la Princesa de dar la misión por fracasada y regresar al pueblo Oculto, pero Koralhil se negó rotundamente. No era el orgullo el que la movía a tal obstinación, sino el cariño que tenía a su hermano y a su gente. Presentía muy bien los enfrentamientos que vendrían, y la importancia que cobraría el contar con la ayuda de la poderosa planta. Además el regresar era tanto o más peligroso que el permanecer en la ruinosa y olvidada Xinär.

La Princesa tenía el alma partida y lloraba en silencio la pérdida de sus amigas. Ya no cantaba Koralhil, todo lo contrario, ella creía que su voz había despertado o atraído algún encanto del bosque. Sabía que allí se encontraba la estancia de los Ghaodrwins, y en torno a ella todas las maldiciones. Recordaba haber visto algunas veces mientras cantaba, una oscura sombra a lo lejos, muy a lo lejos, tanto que se confundía entre el follaje del bosque, no pudiendo identificarse como persona, animal o simplemente un poco de humo. Y a ello atribuía la pequeña dama sus conclusiones.

Lamentablemente, por más reducido que fuera el grupo, necesitaba alimentarse, y los frutos de la huerta eran muy inmaduros para ser cosechados. Entonces se organizó una nueva expedición de caza, integrada por los primos gemelos y dos guerreros más. El joven Zaulonhil junto al Veterano Torzzol se encargarían de guardar el asentamiento. Habían convenido no alejarse mucho y regresar antes de la medianoche. Pero llegó la madrugada y los cuatro cazadores no habían regresado aún.

Zaulonhil trató de ir en busca de sus hermanos, pero Koralhil le negó el permiso terminantemente, ya que era demasiado arriesgado y solo pondría en peligro su vida. Sin embargo el dolor y la impotencia habían cegado al inexperto guerrero, y desobedeciendo la real autoridad de su prima se lanzó a plena luz del día en la búsqueda desesperada de sus hermanos. Al saberlo la Princesa, le suplicó a Torzzol que fuera tras sus pasos, y le trajera de vuelta a aquel amigo y pariente que tan imprudentemente le había desobedecido. Ella conocía muy bien cuánto amaba y admiraba el joven a sus hermanos mayores. Y a pesar de que con aquella súplica se privaba de la última mano fuerte que la protegía a ella y a sus niños, jamás dudó en hacerla, ni tampoco se arrepintió.

Rápido se internó Torzzol en el bosque, pero no regresó. Y pasaron tantos días que la muchacha y los niños se habían resignado ya a valerse por sus propios medios. Es que Koralhil no le daba la espalda a ningún desafío, y mucho menos cuando estaba en juego la suerte de sus seres queridos. Su razonamiento era simple: sus niños tenían hambre, la única que podía proporcionarles el alimento era ella, por lo tanto no quedaba otro camino que ir en procura del mismo. Por este motivo se internó en el Bosque de los Encantos las veces que fueron necesarias, pero nunca demasiado porque era muy oscuro, lleno de extraños y malignos rumores.

Cierta noche, cuando se disponía a recoger una pequeña víctima de su certera puntería, oyó cerca un lamento que le pareció conocido. Con la mayor ligereza y cautela posible, Koralhil buscó el sitio de dónde provenía, y allí mismo encontró a Ïnlonhil tirado en el suelo y gravemente herido. Parecía dormido, el gemido había sido solo una reacción de su inconciencia. Con la presa colgando del cuello, a duras penas logró Koralhil arrastrar a su primo a la ciudad; una vez allí fue ayudada por los niños, que jamás se acostaban antes de su regreso.

El estado del guerrero era deplorable, esa noche entre llantos y medicinas nadie durmió. No se podía establecer con certeza qué le había sucedido al imponente Ïnlonhil; su cuerpo, lleno de heridas y llagas no cesaba de temblar. Pero allí estaba su inquebrantable prima, pronta a los cuidados y a los desvelos. Y es que desde el rescate del guerrero, la Bella Esperanza descansaba muy poco; sus tiempos se dividían entre el cuidado de los niños, de su primo y de la Sarillus, además de encargarse del abastecimiento de alimento, y ello incluía la huerta y las pequeñas expediciones de caza.

No era el momento de lamentarse ni de mirar hacia atrás, sino de luchar cada día por la supervivencia dando lo mejor de sí misma, como seguro lo estaba haciendo Zarúhil en el lejano Reino Oculto. Y es que no había otra salida por más que quisiera encontrarla. No era prudente emprender un regreso con un herido y cuatro niños. Como tampoco lo era enviar mensajes al reino Gydox sabiendo que los secuaces del Amo de los Miedos los interceptaban a lo largo y a lo ancho de los vastos territorios.

Pero los esfuerzos de la Princesa no fueron en vano, el efecto que la Sarillus producía era veloz. Ïnlonhil se recuperaba rápido, aunque aún no recobraba la conciencia. La hermosa dama observaba con agrado su progreso, pero no dejaba de pensar en la suerte que habrían corrido los demás guerreros y sus preciadas amigas.

Cada día en Xinär amanecía cargado de sacrificios para Koralhil, y no había uno que fuera distinto al otro. Hasta que una noche en el Bosque de los Encantos, cuando se disponía a dar caza a una avecilla nocturna, se cruzó en su camino un venado. Era pequeño por cierto, pero el solo hecho de imaginar el rostro de alegría que pondrían los niños al verla llegar con tan apetitoso botín, la consumió en ganas de abandonar el ave e ir tras el ciervo. Pero el animal intuyó sus intenciones, y tan ligero como se lo permitía su condición, se internó aún más en el bosque. La Princesa titubeó un momento, más luego, considerando la oportunidad como un desafío, se aventuró en la persecución.

Tan entusiasmada estaba persiguiendo a la presa, que pronto perdió toda cautela, y comenzó a recordar tierras libres y lejanas, allá en los verdes bosquecillos de Schor, donde había adquirido destreza y agilidad junto a Samanantha, la alegre Dama de los Cabellos de Fuego.

Estos pensamientos le habían despejado la mente de otras preocupaciones que no fuera dar alcance y cazar al venado. Por fin creyó que era el instante de efectuar el mortal lanzamiento de Mahilán, porque el animal entraba en un claro y perdía carrera; con un enorme salto avanzó todo lo que pudo y mientras caía en tierra descubría su daga. Pero al levantar la cabeza sus ojos se encontraron con un espectáculo aterrador e increíble: allí estaba un gran número de hombres enormes, vestidos de negro, de rostros torvos y malignos. El ciervo se había detenido delante de un encapuchado, más alto aún que los demás. Desgraciadamente el último salto la había hecho avanzar demasiado en el claro, y ya muchos habían notado su presencia. Koralhil supo al instante que no eran Ghaodrwins con sus cabezas rapadas, sino que se trataba de un escuadrón del infernal ejército de Atcuash por su caracterizada forma de vestir. Pero ligera como un rayo en noche tormentosa, no se amilanó por la desconcertante escena y con el impulso de un nuevo salto desapareció de la vista de todos, justo a tiempo para esquivar una decena de flechas que se clavaron en el sitio que acababa de abandonar.

Y así comenzó la terrible huida que desembocaría en el primer encuentro de la Bella Esperanza con el Amo de los Miedos.

Escapaba Koralhil, y por primera vez desde que estaba sobreviviendo en Xinär sintió miedo. Porque conocía muy bien de quién huía; ese hombre alto entre los altos que había intuido su presencia mucho antes que los otros, porque les daba la espalda, esperándola acechante con sus ojos escarlata.

Mientras corría y saltaba más veloz que las mismas liebres, el velo que le cubría la cabeza se deslizó a sus hombros, y las ramas de los arbustos se le enredaban en los cabellos produciéndole gran dolor. Pero Koralhil solo pensaba en el escape y en cómo iba a hacer para llegar al refugio sin ser descubierta, si es que podía llegar. ¿Qué rayos hacía el Tamtratcuash en ese bosque? ¿Acaso buscaba lograr algún pacto con los Ghaodrwins? Si así era, el tiempo de las demás civilizaciones había llegado a su fin, porque el poder material de uno y el espiritual de los otros era ilimitado. El funesto Oráculo del Agua se hacía tangible.

Más de pronto un tirón seco y doloroso la detuvo; a ella y a sus pensamientos. Había tratado de deslizarse por debajo de una mata espinosa y llena de ramas, y su larga cabellera se había enredado allí. Inútilmente trató de desenredarla, sus movimientos complicaban aún más la infernal situación. Entonces pensó que si seguía moviéndose efectuaría ruidos que atraerían a sus perseguidores. Quedó inmóvil un momento, esforzándose por dominar el miedo; allí permanecería agazapada hasta que dejaran de perseguirla, después de todo no había hecho nada malo, tan solo tratar de dar caza a un pequeño venado. O al menos que pensaran que ella era una espía, entonces estaba perdida, porque no dejarían de buscarla hasta alcanzarla.

Pero ninguna de las dos cosas sucedió, porque si bien Atcuash la había encontrado, ni siquiera la había lastimado, y hasta la había arrimado al refugio de Xinär. Y desde ese extraño encuentro los vientos cambiaron para ella y los demás sobrevivientes de la misión, para bien.

La Erudita Adlow y los otros niños asociaban la buena y nueva suerte a la llegada de la primavera, pero la Princesa intuía que había algo más detrás de ese rotundo cambio. Ya no necesitaba internarse en el Bosque de los Encantos para conseguir alguna presa, pues estas venían al refugio por sí solas, como lo hiciera el pequeño venado aquel amanecer. Además la huerta comenzaba a dar los primeros frutos maduros y el frío ya no era tan inclemente.

Sin embargo Koralhil estaba intranquila, porque solamente ella sabía que el Amo de los Miedos rondaba Xinär. Lo intrigante era que él también sabía de la presencia de ella, tal vez de la de los niños, la de su primo, y no hacía nada, o mejor dicho no les hacía nada. ¿Por qué? A lo mejor él conocía las plantaciones de Sarillus Trïmo que allí reverdecían, y solo estaba esperando a que progresaran lo suficiente para exterminarlos a ellos y quedarse con la planta. O tal vez sus existencias no estorbaban sus planes y por eso los ignoraba. Pero ¿por qué entonces la había ayudado? Eso no era ignorar…

Lo peor de todo era que no había ninguna respuesta, y ni siquiera podía hablarlo con alguien. No obstante estaba segura de que algún día tendría todas las certezas. Solo era cuestión de esperar, e inexplicablemente ya no sentía miedo.

El Amo de los Miedos 1

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