Читать книгу El Amo de los Miedos 1 - Malvina Soledad Pereira - Страница 4
Introducción
ОглавлениеEn los albores de la humanidad hubo una Edad que se perdió en el tiempo, porque hasta el mismo tiempo se enredó en sus desmanes.
Por aquel entonces se llevó a cabo una guerra entre Gendrüyof, a toda costa dispuesto a aniquilar de la tierra a la raza de los hombres, y quienes se unieron para enfrentarlo. Por intervención del Prístino, Gendrüyof, a quien llamaron el Desterrado, fue vencido. La raza de los hombres no tuvo certeza de cuándo ocurrió la cruenta guerra, pero sufrió las consecuencias por el resto de las Edades. Gendrüyof fue repudiado y castigado eternamente, sin embargo el daño y el odio diseminados por el mundo fueron suficientes para mantener su oscura esencia con vida a través de los tiempos. La mancha del mal se impregnó en la tierra para quedarse.
Y en torno al triste evento que fue llamado la Guerra sin Tiempo o la Edad Perdida, hubieron acciones y consecuencias que marcaron el transcurso de la historia para siempre.
Hubo una trampa y hubo un castigo; un sacrificio y una promesa.
El Desterrado había escondido en el lugar más recóndito un poderoso y maligno secreto, una bestia feroz de su propia ralea, que aguardaría el momento propicio para terminar lo comenzado por su padre. Era un hijo no nacido, una semilla del mal. Algo que iba a ser, pero aún no era…
Pero alguien hecho de la misma sustancia del Desterrado, uno de sus hermanos, uno de los Primeros Hijos del Prístino, preservó también un vástago de su linaje para que, llegado el día, liderara a la raza de los hombres e hiciera frente a la simiente de Gendrüyof. El que realizó el gran sacrificio fue Schor, a quien los hombres amaron y llamaron el Dios Sol. Y desde entonces en la tierra se aguardó la llegada del portador de su estirpe.
Cuando los Primeros Hijos del Prístino y su descendencia abandonaron la tierra, los hombres solos y desorientados sin la guía de sus líderes, clamaron al cielo por una luz que les ayudara a continuar su breve peregrinaje de existencia.
Lhëunamen, llamado el Prístino en la Primera Edad, el Dios Blanco en la Segunda, el Poderoso en la Tercera, y el Gran Hacedor en la Cuarta, no pudo desoír lo que su creación le pedía. Fue entonces cuando decidió obsequiarles el prodigio de los Oráculos. Por medio de ellos podría seguir iluminando a los hombres con su sabiduría y consejo.
A través de las Edades, los pueblos contaron con esas profecías para discernir sus destinos. Pero poco a poco la humanidad fue desoyéndolas, cambiando los designios de Lhëunamen por otros que consideraron más convenientes.
Los Oráculos fueron olvidados, y solo dos sobrevivieron al paso del tiempo.
Uno rezaba sobre la abominación que acaecería en la tierra protagonizada por un líder oscuro al que llamarían el Tamtratcuash, quien montado en una bestia legendaria, diseminaría muerte y devastación. Sin dudas, se trataba de la trampa escondida por Gendrüyof en la Edad Perdida. El otro Oráculo anunciaba su figura antagónica, un héroe portador de esperanza y luz, capaz de liberar a los pueblos de la amenaza del Tamtratcuash. Ese fiero guerrero sería descendiente directo de Îredimor el Bendecido, primer hombre que caminó sobre la tierra, y nacería en el último eclipse fecundo de Schor y Kohrim, por lo que lo llamarían el Último de los Patriarcas, y sería nada más ni nada menos que el Hijo del Sol.
Los dos Oráculos daban a entender que tanto el Tamtratcuash como el descendiente de Îredimor, serían coetáneos, y se enfrentarían en algún momento.
Pero como nadie a ciencia cierta sabía cuándo sucedería el último eclipse fecundo de la Luna y el Sol, y a través de los siglos ningún descendiente de Îredimor había nacido en el momento justo de tal majestuosa realización, los Oráculos se fueron perdiendo en la memoria de todos. Los pueblos de los hombres ya no temían al castigo y la trampa. Tampoco esperaban el sacrificio y la promesa.
Hasta que una clara mañana de la Cuarta Era, en el tercer ciclo de Schor, el día se hizo noche por unos instantes. Preciosos instantes en los que la Reina Erma-A-Kohrim daba a luz el hijo primogénito de Erma-Lubrandaisïr, Majestad Suprema de la Gran Ermagacia, último descendiente directo de Îredimor el Bendecido. El Último de los Patriarcas ya estaba en la tierra.
La noticia del nacimiento de un ermagaciano descendiente de Îredimor en el último eclipse ya había corrido a lo largo y a lo ancho de la Tierra Conocida. No existía reino ni aldea que ignorara el magnífico acontecimiento. Un terror oscuro y monstruoso se apoderó de los espíritus. Todos quienes tenían discernimiento, desde el más anciano al más joven se formulaban una pregunta. ¿Se acercaba la era sombría de caos y devastación en la que reinaría el Tamtratcuash?
En la Gran Ermagacia todo era regocijo desde el nacimiento del Príncipe. Erma-Mindylaisïr lo habían llamado, el Portador de la Hermosa Esperanza significaba en la antigua Lengua Madre del Norte. Y el niño crecía sano y feliz, lejos de las habladurías del gentío, desconocedor absoluto del gran peso que sobre su espalda cargaba, y de la siniestra jugada que el hado le tenía preparada.
Más temprano que tarde las naciones comenzaron a plantearse si verdaderamente Erma-Mindylaisïr era el salvador secularmente anhelado. Después de todo, más allá de su sangre real, era un ermagaciano común y corriente, de cuerpo menudo y gráciles facciones. Los pocos extranjeros que habían tenido el honor de conocerlo personalmente, no habían hallado en él alguna señal que lo distinguiera como el coloso que los liberaría del Tamtratcuash. Tal vez ni siquiera había nacido en el último eclipse, y todo fuera un invento de la diáspora ermagaciana, maldecida y disminuida, para recuperar algo de la honra perdida con el correr de los siglos. No, de ninguna manera ese vástago de Îredimor podía ser el Último de los Patriarcas. Por lo tanto, no había que temer la llegada del Tamtratcuash, porque el verdadero Hijo del Eclipse no había puesto aún sus pies sobre la Tierra Conocida, y según la palabra sagrada de Lhëunamen, ambos vendrían en el mismo tiempo.
Así de sencillo resultó para Erma-Mindylaisïr crecer lejos de la mirada crítica de las demás naciones. Al cumplir los doce años inició prematuramente su edad adulta en un largo y agobiante proceso, en el que los eruditos más destacados de la Gran Ermagacia se esforzaron en instruirlo para ser a futuro la Majestad Suprema. Su vida feliz y sencilla había cambiado drásticamente, y cambiaría aún más luego de que el Gran Hacedor hablara a través de tres Oráculos simultáneos. Y no solo la vida del Heredero de la Gran Ermagacia se vería conmocionada por los mencionados Oráculos, sino que cada habitante en la Tierra Conocida sería afectado por ellos.
Era una nueva historia la que comenzaba, una historia en la que surgirían héroes y villanos capaces de darlo todo por alcanzar sus propósitos. Historia en la que cada personaje que la forjara, debería enfrentar sus miedos más profundos y obligarse a resistir en pos de sus ideales. Cuando el completo caos reinara, la sangre correría como ríos por los valles, y desde los despojos de la tierra yerma la esperanza levitaría como un susurro. Una vez más, como en la Edad de los Primeros Padres, los Oráculos cobraban protagonismo. Una nueva Era se abría paso, en la cual se erigiría un Señor sin credo ni corona, tan poderoso como temido, quien con la voracidad de las bestias engulliría nación tras nación. Comenzaba la historia de Atcuash, el Amo de los Miedos.