Читать книгу El Amo de los Miedos 1 - Malvina Soledad Pereira - Страница 16
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No era muy extenso el reino de Xinär, con las características propias de una aldea pequeña. Sin embargo años atrás, cuando sus pobladores aún recorrían sus calles y moraban en sus hogares, es decir antes del devastador ataque que lo redujo a ruinas, Xinär tenía sus propios reyes. Existían aún poblados ermagacianos, algunos sedentarios como lo había sido Xinär, otros todavía nómades como Phirgacia, con sus gobiernos internos, pero atados a un poder único proveniente de la Majestad Suprema, en la Gran Ermagacia.
Estos reinos ermagacianos dispersos eran una de las consecuencias de las crueles y desmedidas ansias de poder de los antiguos Supremos. Xinär había tenido un comienzo venturoso; su fundador y primer Rey fue uno de los Tamtratcuash de antaño. Ermalaho había sido su nombre y era uno de los sobrevivientes de la Batalla de los Tres Reyes, en el Monte Henkor, el más ambicioso de los Siete. Por ello mismo había denominado al reino como Xinär, es decir «Poder».
En sus primeros tiempos, el General Laho había pensado establecer su reino en el centro mismo del Bosque de los Encantos, en donde se creía que se refugiaban los Ghaodrwins, para acabar hasta con el último vástago de ese linaje terrible que, según palabras del Supremo, había resultado su ruina. Porque aún en ese entonces, y a pesar de todo, Laho era el único que conservaba todavía el espíritu guerrero, y los Invocadores de Sombra que no se habían recuperado del todo de la expulsión de los Supremos, aún eran vulnerables.
Pero ni siquiera en los comienzos de su reinado cuando todavía era dueño de gran poder y contaba con el empuje de una empresa recién iniciada, Ermalaho encontró algún rastro de los hechiceros Ghaodrwins. El Bosque de los Encantos era inmenso, ni con todos los rastreadores disponibles podía abarcarlo completamente. Y muchas veces estos no regresaban de las expediciones. En poco tiempo los Invocadores de Sombra crecieron en poder y en número; en cambio en Xinär, y como un eco de la terrible maldición, sucedió todo lo contrario. Y a la muerte del Rey, el último de los Siete Tamtratcuash, toda expectativa o ilusión de acabar con el linaje de los hechiceros se había desvanecido.
El primer Rey de Xinär a duras penas había superado el centenar de años, la longevidad no les pertenecía ya, como tantos otros dones. Luego de Laho, fue muy difícil que un ermagaciano superara los cien años, y su expectativa de vida menguaba cada vez más con el correr del tiempo.
El heredero no contaba con experiencia en cuestiones de la administración de un reino, y no tardó este en sufrir un retroceso con respecto a sus primeros años. Las Majestades Supremas sugirieron a Xinär ligarse nuevamente a la Gran Ermagacia, pero sus habitantes eran muy orgullosos, y rehusaron ese como todos los demás consejos provenientes de los Reales Señores. Afortunadamente el pueblo que se había atrevido a anidar en el Bosque de los Encantos, supo sobreponerse a tiempo de la decadencia. A pesar del asedio Ghaodrwin y Quemador, y de haber perdido el primer empuje, el reino fundado por el General Ermalaho perduró siglos. De su gente surgieron hombres y mujeres tan hermosos, que muchos habitantes de otros pueblos visitaban con frecuencia sus tierras, por el solo hecho de contemplar esos bellos seres que de manera tan humilde y pacífica dejaban transcurrir sus felices vidas. Porque a Xinär de ambición solo le quedaba el nombre y sus moradores se habían acostumbrado a convivir con un desapego total al lujo y a la riqueza, como así también a encontrar paz y alegría en medio de las persecuciones y destrozos que a menudo sufrían.
Y fue en una florida y perfumada primavera, cuando pisó sus tierras un hombre que iba de paso y en son de comercio. El viajante era un joven Rey, alto y gallardo, de barba y cabellos oscuros. Túkkehil era su nombre y gobernaba el desconocido pueblo de los Ocultos. En Xinär conoció a la más bonita de las «flores ermagacianas», Erma-A-Kora, la Luz Hermosa, había sido nombrada por sus padres, porque su persona irradiaba tanto esplendor como luz el sol.
Se hicieron muchas canciones en las que se contaba la historia del Rey Oculto y la hermosa aldeana, de cómo el amor de ambos había sido tan poderoso hasta llegar a quebrantar los antiguos recelos de pueblos y clases. Porque el Gran Túkkehil no abandonó Xinär hasta obtener el permiso de llevar consigo a la bella doncella de dorados cabellos y ojos del color de las esmeraldas.
Túkkehil obtuvo el beneplácito, y los Señores ermagacianos vieron partir a una muchacha de su pueblo caminando junto a un Rey desconocido, gobernante de un reino también desconocido. Y la vieron regresar años más tarde convertida en una Reina del brazo de su esposo, con dos niños de entrañable y exótica belleza, y una tremenda preocupación de muerte en sus espaldas.
Delante de los Reyes de Gydox llegaron las Majestades Supremas, con planes de alianzas y con el alivio para el mal que aquejaba al Reino Oculto. Fue por ese hecho fortuito que Xinär, por una vez, y bajo el influjo de Tres Oráculos se convirtió en la morada de seis Reyes. Cinco de ellos eran ermagacianos, y esto fue suficiente para despertar una vez más la sombra que siglos atrás habían arrojado sobre ellos los Ghaodrwins. Todos murieron en poco tiempo. Y en Xinär, cuando los Reyes fueron asesinados, también lo fueron todos los pobladores del reino. Y en una sola noche la pequeña y bella Xinär se vio, junto a sus hermosas gentes, reducida a despojos y cenizas. Triste final para un reino tan esplendorosamente soñado.
Durante largos años solo el silencio moró en las ruinas. El silencio y una pequeña planta que no se resignaba a abandonar el suelo que tan fuertemente había tomado como propio, la milagrosa Sarillus Trïmo que jamás perdía su verdor. Tiempo después un joven Príncipe visitó sus tierras nuevamente, en busca de una cura para su amada. Tarde la encontró lamentablemente, pero su visita a la ruinosa nación no fue en vano, y pronto la devastada Xinär recibió nuevos moradores: una Princesa, hermosa como la gente que había caminado por sus tierras, junto a sus doncellas; cuatro niños de rostros rebosantes y alegres; y veinte guerreros de porte esbelto y alta talla. Eran los visitantes del destruido reino de Laho, pero no iban de paso, se quedarían largas temporadas allí. Tampoco reconstruirían, solamente reacomodarían sus costumbres para habitar en sus ruinas. El Reino Oculto era su pueblo, desde antiguo llamado «Gydox», y desde allí venían sorteando amenazas y peligros, para guardar un tesoro que en las tierras de Xinär nacía naturalmente. El cuadro que se les presentó no fue muy alentador, pero poco a poco fueron encontrando soluciones a los inconvenientes que iban surgiendo.
El pequeño reino estaba constituido por cuatro aldeas: Pequeña Xinär, Ermagorh, Lákont y Bettakora, ubicadas de tal manera que entre las cuatro formaban un gran círculo. Y en el centro de Pequeña Xinär y Ermagorh se encontraba la capital, Ciudad de Laho, rica y esplendorosa en su comienzo; humilde y bella en sus últimos años, antes de la invasión de los Quemadores. Allí se hallaba fuertemente cimentado el Palacio del Poder, a su izquierda el Templo donde se adoraba al Gran Hacedor. Enfrente del Palacio estaba el sitio destinado a los Grandes Jardines, y en el medio de ellos crecía la Sarillus Trïmo.
Era materia conocida por todos, que allí donde un Supremo se asentara, las plantas brotaban y florecían de manera extraordinaria. Y eran tan beneficiosamente cuidadas por estos que como un modo de agradecimiento, luego de la muerte o abandono de sus benefactores, seguían germinando y creciendo aun mucho tiempo después. A ello se debía que a la llegada de la Princesa gydox, hija de madre ermagaciana, con su comitiva del Reino Oculto, muchos ejemplares de las bellísimas plantas floridas continuaran en los Jardines de Xinär con sus procesos vitales. Y por eso, a quien se le ocurriera cruzar la ciudad, no le extrañaría ver los Jardines en flor, a pesar de estar todo alrededor devastado y destruido. Se podía afirmar que las plantas habían ayudado a su magnífica y a la vez humilde hermana Sarillus a pasar inadvertida a los ojos de quien la desconociese.
El río Lyeguron dividía el reino en dos: Xinär del Sur conformada por Pequeña Xinär, Ermagorh y Ciudad de Laho; y Xinär del Norte conformada por las aldeas restantes. El Lyeguron proveía de agua dulce a todo el reino, y alivianaba en gran medida la tarea de la Bella Esperanza.
El primer reto que debieron afrontar los visitantes fue el de encontrar un lugar adecuado para vivir durante el tiempo que estuvieran en Xinär, que por lo visto no sería muy corto. No querían ellos llamar la atención de cuantos pudieran incursionar por allí, y lo mejor sería habitar en las mismas ruinas, modificando únicamente lo necesario. Los gydoxs tampoco olvidaban la amenaza que representaba la proximidad del Bosque de los Encantos con sus sombríos moradores.
El Palacio del Poder por su fuerte construcción y cimiento, había resistido en gran parte a la destrucción de los Quemadores, al igual que el Templo del Gran Hacedor y la antigua Ciudadela, que llevaba siglos en desuso. Los que habían sido en su tiempo los mejores edificios de Xinär, eran ahora las mejores ruinas del reino, terrible paradoja del alcance del proceder humano.
Koralhil no quiso que se le diera al Templo otra función que no fuera esa, después de todo ermagacianos y gydoxs adoraban la misma divinidad. Ella misma se encargaba de mantenerlo limpio y en condiciones.
La Ciudadela se destinó para morada de la Princesa y los niños, y el Palacio para los guerreros. Ambos edificios aún conservaban su primera cámara intacta, por lo que no fue difícil disponer en ellos los elementos traídos desde Gydox, y transformarlos en edificios habitables. Todos, a pesar de las limitaciones, se sentían a gusto en el nuevo hogar. Cuando todo estuvo organizado se realizó la toma simbólica del reino, una ceremonia que consistía en la acción de desparramar tierra del pueblo al que se pertenecía en el nuevo territorio. Una vieja tradición heredada de los Primeros Padres, que cumplía la doble función de alejar a los espíritus errantes que pretendieran morar por aquellos parajes, a la vez que representar de alguna manera un enlace material y espiritual entre el pueblo propio y el extranjero. Quien realizara la ceremonia debía ser de procedencia noble, por lo que fue oficiada por Koralhil escoltada por sus tres primos. A la Erudita Adlow, la sola idea de tener como vecinos a los Invocadores de Sombra la había llenado de malos augurios, por lo que luego de la ceremonia se sintió más tranquila.
El Castillo donde se encontraba la Ciudadela se ubicaba a la derecha del Palacio, por lo que la proximidad con sus protectores tranquilizaba en gran medida a la Princesa y a los niños. Pero cuando los hombres comenzaron a no regresar de las expediciones las cosas cambiaron. Adlow volvió a inquietarse y Koralhil se veía cada vez más cavilosa. Xinär, que se había acostumbrado ya a los dulces y melancólicos cánticos de la Bella Esperanza, a los juegos y a las alegres risotadas infantiles, a las reuniones nocturnas de los hombres, a todo lo que fuera el cotidiano y armonioso convivir de los humanos, una vez más se sumió en el silencio. Pero era este un silencio forzado, misterioso, abrumador. Un silencio que de a poco iba absorbiendo los sueños y las esperanzas. Un silencio que inquietaba a la misma Koralhil.
Sin embargo, bien comprendió la Princesa que no era solución bajar los brazos, y día a día la veían los niños ir y venir por el Camino Principal, un amplio sendero realizado en piedra que comenzaba en la entrada misma del Palacio del Poder, recorría lo que restaba de la Ciudad de Laho, cruzaba y separaba a la vez las aldeas Pequeña Xinär y Ermagorh, y desembocaba finalmente en los límites mismos del reino. Su utilidad era indiscutida, pero no había sido este su fin primordial, sino el de ser un modo de intimidar y provocar a los moradores del bosque, otra fallida idea del ambicioso Rey Laho.
Koralhil prefería caminar por campos y ruinas cuando se dirigía al Bosque de los Encantos, o cuando buscaba frutos en los pocos y dispersos árboles que habían sobrevivido a los incendios de Ermagorh y Pequeña Xinär, para evitar así ser vista por alguna aguda mirada proveniente de esa espesura. Pero cuando se hallaba cansada por las innumerables tareas, que por lo general sucedía muy seguido, optaba por transitar el Camino Principal, que era el más corto.
Cada vez que caminaba por allí, no podía evitar la Princesa llenarse de recuerdos. Se veía a ella misma siendo una niña, de la mano del Gran Túkkehil y de la Hermosa Señora, avanzando el trayecto con las preocupaciones del viaje, pero con la alegría de estar todos juntos. También recordaba a la hermosa gente que se inclinaba ante sus pasos, a los Reyes de Xinär, a las Majestades Supremas, al Heredero de la Gran Ermagacia, el amado Erma-Mindylaisïr. Y sus pensamientos siempre se detenían allí, recordando una y otra vez el rostro más bello de todos los que en su vida había visto, las palabras llenas de sabiduría y esperanza de aquel que, de no ser por la muerte, sería su esposo.
Y es que la Princesa guardaba celosamente un secreto que ni siquiera a su hermano Zarúhil había confiado. Estaba enamorada del Hijo del Eclipse. Pero además de amar su recuerdo lo amaba a él, como si estuviera allí, junto a ella. La Bella Esperanza amaba a un muerto, y lo amaba como si aún viviese.
Cuando se conocieron él contaba catorce primaveras y ella doce, aún era una niña y en su inocencia lo honró como al mejor de los amigos. Por los designios de los tres Oráculos, sus mayores los unieron en compromiso, y por los designios del hado, la muerte los separó para toda la vida. Sin embargo, a medida que el tiempo transcurría y se iba transformando en una hermosa doncella en su estancia en el reino de Schor, ese respeto y cariño también iba sufriendo un inexorable cambio. Y aunque al principio su espíritu se opuso con todas sus fuerzas al extraño sentimiento, poco a poco fue cediendo hasta llegar a la conclusión férrea de que amaría a Erma-Mindylaisïr hasta el final de sus días. La Dama de los Cabellos de Fuego fue la única en conocer el secreto, pero su espíritu ya no se encontraba entre los vivos. Samanantha no había llegado a conocer la profundidad de aquella pura pasión, pero la entendía y la apoyaba. Gracias a su ayuda había podido desentenderse del compromiso que la ataba al Príncipe Heredero Dellsemoon desde su llegada a Schor. Ya que, ni bien enterados de la muerte del prometido ermagaciano de la Princesa, los Reyes de Schor pusieron como condición para la permanencia de ambos hermanos gydoxs entre los Verdes Cazadores, la unión de los reinos por medio de un matrimonio. Las prescripciones de los Primeros Padres prohibían estas uniones, pero los intereses de los Reyes de Schor iban más allá de aquellas, y fundamentaban además su petición en el hecho de que fuera el mismo Rey Túkkehil el primero en romper el precepto, al unirse con la aldeana ermagaciana Erma-A-Kora. Pero Koralhil no podía concebir la idea de atarse de por vida a un hombre que no amaba y jamás amaría. Porque ya su corazón estaba conjurado al del fallecido Mindylaisïr. Su amiga la entendió; afortunadamente ella y Zarúhil sí se amaban, y ese amor fue la llave que liberó a la Bella Esperanza del compromiso con el Príncipe Dellsemoon. Los Reyes de Schor estuvieron de acuerdo, y celebraron el hecho de convertir a su única hija mujer en Reina cuando Zarúhil asumiera la Corona en el Reino Oculto. Así Koralhil se desligó del compromiso con el heredero, pero no del reciente rencor del Príncipe, nacido del amor no correspondido. Pero ¿cómo corresponder a alguien tan diferente de quién había sido el Heredero Supremo de la Gran Ermagacia? ¿Cómo reemplazar a aquel que con su sola mirada era capaz de atar un corazón para siempre?
Pero su recorrido imaginario no terminaba allí. Al final siempre lo definía otro rostro; duro, sin emociones, implacable. El rostro del hombre más odiado y temido en esos tiempos, el despiadado y declarado enemigo de todos los pueblos libres de la Tierra Conocida. Ella lo había visto y escuchado. Él la había visto y ayudado... y la seguía ayudando. ¿Sería Atcuash en verdad la semilla de Gendrüyof el Desterrado? Tal vez no era tan malo después de todo. Pero sus historias eran terribles, y su fama de sanguinario guerrero corta cabezas le precedía. A lo mejor el Amo de los Miedos era como el Dios Schor, llamado el Furioso por el fuego interior que lo consumía y transformaba en el más impetuoso guerrero de los Primeros Hijos de Lhëunamen.
Es que en el corazón de la Princesa, joven y puro, no había lugar para comprender la maldad y el odio arraigados en otros. Si bien era Princesa, la desgracia la había golpeado ya de niña, y su vida no era distinta a la de cualquier muchacha de su pueblo, e incluso más dura. A pesar de todo eso su espíritu no se había manchado, y no se resignaba a creer que existieran personas completamente alejadas del amor, personas que solo vivían para sembrar la muerte y la destrucción. No podía ella creer que existiera el Tamtratcuash tal y cómo se lo describían. No podía creerlo. Pero muy pronto lo creería.