Читать книгу El Amo de los Miedos 1 - Malvina Soledad Pereira - Страница 20

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En el principio existió un Lenguaje Primero, un Idioma Único, hablado por todos los seres de la tierra. Un Lenguaje que los hombres luego olvidaron confundidos por sus egoísmos y ambiciones desmedidas.

Así como los vegetales en su comienzo no son más que una pequeña y simple semilla, pero cuando van creciendo comienzan a manifestar notables diferencias, y a medida que alcanzan la plenitud en su ciclo vital cada uno denota no solo una forma distinta, sino también adquiere un color y un aroma particular, sucedió con la raza humana. Cada pueblo tomó un camino distinto forjando un propio destino. Y un propio idioma.

Pero hubo un pueblo que no olvidó el Lenguaje Primero, aunque lo conservó casi como un don que se transmitía innatamente, en lugar de ser algo aprendido o enseñado. Y a pesar de haber adoptado idiomas extranjeros para poder comunicarse con otros pueblos, jamás pudieron transmitir el Lenguaje a otras gentes, por más dedicación y empeño que pusieran en el intento. Era el pueblo de la Gente Hermosa, Bendecida, que por siglos y siglos conservó el don de la Lengua Primera, conviviendo en armonía con la naturaleza, hasta que la sombra del mal anidó en sus ambiciones, y su destino cambió para siempre.

Ya no fueron los Bendecidos, sino los Malditos. No solo perdieron los dones recibidos, también las habilidades adquiridas. El don del Lenguaje que los había acompañado por todas las Edades los había abandonado. Y el pueblo tan favorecido antes, solo conservó la extraordinaria belleza de sus gentes, falso reflejo de glorias pasadas, que les cobró aun más resentimientos de sus enemigos.

Los ermagacianos ya no hablaban el Lenguaje Primero. En todos los reinos subordinados a la Gran Ermagacia no existía ningún individuo que pudiera hacerlo, ni siquiera la Majestad Suprema. Sin embargo hacía ya un tiempo que de sus gentes había surgido un ser capaz de manejarlo y utilizarlo a su favor, si por lo menos eran ciertos los rumores que corrían por todos lados. Y Zarúhil podía comprender por qué Atcuash dominaba a la perfección la Lengua de la Naturaleza. El Amo de los Miedos era algo así como un elegido, predestinado desde las primeras edades para impartir el mal en el mundo. ¡Y vaya si lo hacía bien! Si para lo único que podía ser elegido Atcuash era para ocupar el primer lugar en las huestes de Gendrüyof. Sus sangrientas batallas habían causado más muertes que los mismos Quemadores a lo largo de los siglos. Y sus crueles procedimientos eran dignos únicamente de un demonio.

A lo mejor la verdad era que los Supremos no habían perdido la Lengua Primera, no del todo. Quizá permanecía en ellos como una noción profundamente dormida, al igual que los otros poderes. ¿Pero por qué única y justamente en el peor gusano de su raza habían despertado? Él tenía el tamaño y el peso de los antiguos Supremos, parecía la mismísima reencarnación de uno de los Siete Tamtratcuash. Su fuerza y destreza se comparaba únicamente con la de ellos, y tal vez era aún mayor. Su pulso, su vista, su oído, todo era extraordinariamente perfecto. Incapaz de sentir piedad o miedo alguno, y la naturaleza le entendía. Y le obedecía. Cuán horrible y espantoso era pensar en todo ello, y el Rey gydox temblaba de furia y temor al imaginar un enemigo dotado con semejantes ventajas, y cada vez se convencía más de que era el engendro escondido de Gendrüyof; el Amo de los Miedos era el verdadero Tamtratcuash.

Había oído cómo el Rey de Luckackohonte, llamado Prönx luego de la conquista, habiendo luchado valientemente por la libertad de su reino, y llegándole el momento de enfrentarse al Amo de los Miedos, con solo mirarlo a los ojos había huido desesperadamente en una carrera de terror y locura para ser jamás encontrado, abandonando a su pueblo a la tiranía de un desalmado Señor llamado Atcuash.

Pero por más intimidado que se sintiera, Zarúhil no se acobardaba. ¿Cómo hacerlo cuando lo que estaba en juego era el destino de toda la Tierra Conocida? Además, después de largas noches de desvelos, había llegado a algo, había encontrado un diminuto hilillo de todo un género bien tramado. Pequeño logro, pero muy importante, y la clave era su madre; la Hermosa Señora. ¿Qué otro idioma podía ser aquel que la sumía en un trance capaz de alejarla del pequeño mundo de los hombres, para llevarla a otro ilimitado y perfecto? No era por cierto, la antigua Lengua del Norte, tampoco algún dialecto ermagaciano, ni mucho menos el idioma gydox. No; no podía ser otra que la mismísima Lengua Primera.

Allí, en ese enorme árbol, el mismo que ahora le servía de apoyo a él, su madre hacía no mucho tiempo había hablado en el Primer Idioma de la humanidad. Y ese murmullo que de niño lo estremecía de temor, recordándolo ahora lo transportaba a un universo mágico e infinito. ¿Cuál era el poder de aquella Lengua capaz de enloquecer a la más pacífica gacela y de calmar a la más feroz de las bestias? Sin duda uno enorme, un poder devastador, pero Zarúhil no recordaba ninguna palabra de ese Idioma. Ni la misma Erma-A-Kora, una vez salida de su trance, podía memorizar alguna frase, algún vestigio de su extraño hablar. Lo que hacía al joven Rey Oculto llegar a la conclusión de que cada descendiente Supremo era dueño, pero no señor del Lenguaje Primero. Porque si bien era cierto que lo llevaban muy dentro en su interior, también lo era el hecho de que no podían dominarlo, ni siquiera percibirlo. Pero entonces, ¿cuán enorme e ilimitado era el poder de aquel capaz de superar la natural e inherente anulación del Lenguaje Primero, uno de los más antiguos y sublimes poderes de la tierra? ¿Sería posible que ningún otro ermagaciano hubiese podido superar ese poder? ¿Era posible que hasta el mismo Rey Supremo, poseedor de la sabiduría y fortaleza más extraordinarias, se hubiera dejado arrebatar el privilegio que le pertenecía más que a nadie en la tierra, pura y exclusivamente a él? Sí, era posible, más que posible, si se tenían en cuenta los interminables siglos en los que su raza dispersa había sobrevivido abatida de crueldades y sufrimientos. Penas que habían exterminado hasta la médula cualquier deseo o intento de superación.

Sea como fuera, el descendiente más impuro e indigno del Pueblo del Eclipse, poseía el poder suficiente para dominar el alcance del Lenguaje Primero, y Zarúhil no estaba dispuesto a permitirle el privilegio de ser el único. A pesar de ser el Señor de Gydox, por sus venas corría algo de sangre ermagaciana. La suficiente (creía él) como para igualar el atrevimiento del Amo de los Miedos.

El mismo Erma-Mindylaisïr se lo había confirmado:

«Parte de tu sangre es ermagaciana, eso debe bastar».

Y desde que llegara a esta resolución, y a pesar de que a nadie le había confiado sus ideas, los demás notaron en él un profundo cambio.

Se lo veía más silencioso y preocupado que en los días anteriores, buscaba constantemente la soledad y ni siquiera al fiel Radagash le permitía interrumpir sus meditaciones diarias en el huerto, cosa que al niño irritaba enormemente, pues ya no había oportunidad para alguna casual «conversación de hombres».

Pero esa mañana había algo distinto en el Rey Oculto; Radagash lo había comprobado al notar el familiar brillo de alegría en los negros ojos de Zarúhil. Y el protegido suspirando, se había asegurado para sus adentros que su Señor había vuelto a la normalidad. No obstante, para cerciorarse completamente, lo había seguido como de costumbre en su camino hacia el huerto, y allí para asombro y exaltado regocijo suyo oyó decir a su Señor:

—Ven, Radagash, acércate, quiero mostrarte algo.

Era una mañana cálida, agradable y hermosa, indicio del verano ya próximo, y el gran Radagash, con el corazón alegre retumbándole en el pecho, sentía que el cielo le sonreía, las innumerables aves y flores del huerto le cantaban y perfumaban única y prodigiosamente a él. Ahora que su Señor lo llamaba tal vez podría exponerle una ingeniosa idea que hacía días, tal vez semanas, había ido albergando en su cabeza, y este era el momento para...

—Tal vez prefieras quedarte ahí, pensando... —interrumpió sus cavilosos cálculos Zarúhil.

—¡Oh! No, no —gimió el ahora adulto Radagash, acercándose al Rey con paso torpe y ligero.

Un mes hacía que Radagash, al cumplir catorce años, se había convertido en un buen aprendiz de guerrero. Zarúhil mismo se había encargado de organizar su fiesta de Iniciación, en la cual el agasajado abandonaba su condición de niño para proclamar a viva voz su elección de estado, y ocupar así un lugar entre los adultos del pueblo.

—¡Seré un guerrero! —había exclamado Radagash en una mezcla de excitación y solemne resolución.

Su sueño era llegar a ser un gran guerrero, el mejor de todos, para defender a su Rey de cualquier enemigo o demonio que le quisiera arrebatar la vida y el reino, aunque la empresa le requiriera la suya propia. Zarúhil sintió un vuelco en el corazón al ver a su niño convertido en un adulto y una mezcla de orgullo y temor se apoderaron de él. Orgullo al ver al muchacho tan resueltamente seguro y con el porte propio de un valiente hombrecito. Temor porque conocía muy bien los tiempos que corrían; a Radagash le había llegado la hora de la Iniciación justo en las proximidades de grandes batallas, tal vez más cruentas y terribles que la mismísima Batalla de los Tres Reyes. Justo cuando el ocaso de muchos pueblos era un hecho consumado, su muchachito se haría un guerrero, que participaría abierta y mortalmente como cualquier bravo gydox de su ejército, en una feroz guerra sin piedad ni tregua, contra un enemigo más sobrenatural que humano. Un demonio que no dudaría ni un instante en cortar su cabecita de recién iniciado. Porque a pesar de que la ley de Iniciación se remontaba a las lejanas épocas de los Primeros Padres, y de que tarde o temprano llegaban firme e inexorablemente los catorce años, para Zarúhil, Radagash continuaba siendo un tierno e indefenso niño, tedioso a veces, pero niño al fin.

La primera decepción del muchachito en su nueva vida de adulto fue el habérsele negado la petición de participar en los entrenamientos de los futuros Guardias Reales o Guardianes, como los llamaba el común de la gente. En cambio Radagash fue seleccionado especialmente para ser un Expedicionario, porque según sus superiores el muchacho cumplía más que satisfactoriamente con las condiciones para serlo. Cualquier iniciado en su lugar se sentiría ampliamente halagado, porque el rango de los Expedicionarios era el más estimado, y en sus filas se contaban los más osados y expertos guerreros. Era muy difícil que desde el comienzo, un iniciado se entrenara con ellos, por lo general pasaban algún tiempo como Lobos o Murallas, y luego sí eran transferidos a los Guardias Reales o a los Expedicionarios, aunque la gran mayoría de los transferidos terminaba siendo del rango de los Guardias. Porque en definitiva, los Expedicionarios eran como una confluencia de los demás rangos; tenían la osadía, el sacrificio y el valor de los Guardianes; el temple y la fortaleza de los Murallas; y la estrategia, agilidad y rapidez de los Lobos.

Pero a Radagash no hubo quien lo hiciera entrar en razón, se sentía terriblemente abatido. Él quería ser un Guardia Real no para evitar el rigor de los otros entrenamientos, sino para estar más cerca de su Señor, más a mano para protegerlo y defenderlo ante cualquier ataque del mundo exterior. Sin embargo, a medida que el tiempo transcurría, la decepción del muchacho iba dando lugar a una serena resignación, fruto de sus propias conclusiones. Porque siendo Expedicionario o Guardián, en época de guerra los cargos y rangos se fusionaban para dar lugar a un único ejército, conformado solo por valientes guerreros dispuestos a darlo todo por su pueblo y su Rey.

La ubicación en el ejército no fue lo único que molestó al gran Radagash. Era una tortura para él acostumbrarse a la frugal y escasa comida de la gente adulta (aunque a los demás iniciados no les costara tanto), y era evidente notar unos kilos menos en su enorme cuerpo. Otro motivo de escándalo para el muchacho era que se le permitía ver muy poco al Rey, a pesar de ser su protegido. Y era tal vez esto lo que más lo descorazonaba, porque mientras tanto, el intruso recién llegado no perdía tiempo en llenarle de ideas raras la cabeza a su Señor. El intruso recién llegado era Livê-Frikêl, el Nacido en Libertad, habitante de las aldeas exteriores del reino Gydox, que había cruzado la Puerta Oculta algunos días después de la Iniciación del gran Radagash. Hombre altivo y maduro, su intención era presentar al Rey el alegato que justificara su decisión de cambiar la elección que realizara en su Iniciación, ya que únicamente el Rey podía conceder ese tipo de indulto.

Livê-Frikêl había sido hortelano en su aldea de Gydokal, pero ahora le había suplicado al Rey que le concediera el permiso para comenzar su entrenamiento como guerrero. Y Zarúhil, luego de escuchar atentamente su historia, se lo había concedido con agrado, para enojo de Radagash, que con sorpresa veía sumarse a los Expedicionarios al extraño aldeano. Y desde entonces lo había declarado su enemigo dentro del mismo Reino Oculto, porque no solo le había usurpado su lugar de prestigio entre los Expedicionarios, sino también la amistad de su Señor, ya que los momentos que él tenía disponible para hablar con Zarúhil, muchas veces este prefería ocuparlo en compañía del recién llegado. Además ¿qué rayos podía significar esa nueva y extraña actitud de su Señor? Se pasaba horas y horas en el huerto, sin permitir que nadie se le acercase. Y eso no podía ser otra cosa que una mala idea sugerida por ese hortelano de Gydokal, ese arrepentido de su condición social, que nada podía saber de estrategias de batalla y que solo había llegado al Reino Oculto para complicarle la existencia a él. Tales eran los pensamientos del protegido del Rey, porque Radagash nada sabía de esos aldeanos de las tierras exteriores.

Pero Zarúhil sí los conocía, y muy bien. El joven Rey había favorecido en su decisión a Livê-Frikêl cuando este le refiriera el modo en que su aldea había sido devastada por un escuadrón del Amo de los Miedos en su ausencia. Cómo habían sido llevados prisioneros los sobrevivientes (entre ellos su esposa y sus cuatro hijos) al reciente reino de Gélionth. Y cómo por tristeza y desolación, se quitara la vida quien lo hubo puesto al tanto de los hechos, abandonado allí por haber sido dado por muerto.

La historia del aldeano y su idea de integrarse al ejército del reino para tener más chance de recuperar a su familia y vengar la suerte de Gydokal, le demostraba a Zarúhil la fe que el visitante le tenía como Rey, y lo había conmovido sobremanera. Y era en verdad una consideración importante, teniendo en cuenta la madera con que estos hombres estaban hechos. Porque si bien Livê-Frikêl había llegado al Reino Oculto sin ninguna compañía, su presencia representaba el sentir y el pensar de todos los hombres del pueblo gydox que habitaban las aldeas exteriores.

Fue después de la Batalla de los Tres Reyes, luego de la caída de Ruquëhil, el Inquebrantable, cuando el pueblo del Fuego debió enfrentar junto a los schoranos el éxodo más largo y terrible de la historia gydox… De las tres potencias enfrentadas a los mismos pies del Monte Henkor, fue la de los gydoxs la que sufrió las peores consecuencias. Y de los tres Monarcas caídos entonces, fue el Inquebrantable Ruquëhil el más llorado. Porque su muerte se contó por dos o más, ya que en su defensa entregó la vida Jexërien, la legendaria Princesa Guerrera, cuya diestra portaba a Shuromyr, la Hoja de Fuego, existencia entera de leyenda. Y su valor, comparado al de los Generales ermagacianos, no fue menos al enfrentar al mismísimo Rey Supremo Ermaghorderar, llamado por los otros pueblos Endoratcuash (El que Lleva el Miedo), que tan miserablemente le dio muerte, ordenando luego a las rapiñas desfigurar su hermoso rostro y a los chacales devorar su cuerpo.

Pero el trágico final y la heroica existencia de Jexërien la más Bella y Amada, es un largo y entramado drama que merece ser contado en su propia historia.

Por eso el pueblo de Schor quedó en el camino, porque conservaba buena parte del valor espiritual y material de sus gentes. Porque a pesar de la larga guerra y de haber perdido sus verdes bosques, sus pobladores eran numerosos aún, en comparación con los gydoxs, y tenían a favor su naturaleza audaz, despojada y aventurera. No les costó mucho a los Hijos del Sol encontrar otras tierras para habitar y otros bosques en los cuales cazar. Tampoco los Quemadores pudieron evitar el asentamiento de su nuevo reino, al oeste de la Tierra Conocida, y aunque su asedio fue insoportable en los albores del Imperio de los Verdes Cazadores incluso cuando este estuvo bien cimentado, nunca sus fuerzas se midieron con las de la gente de Schor. Pero no sucedió lo mismo con sus Aliados, el pueblo de los Guerreros de Fuego, los gydoxs. Atrás habían quedado su amado Señor y la bella Jexërien. También sus más preciados guerreros, los Nueve Dragones, que tan valerosamente habían opuesto mortal resistencia a los Tamtratcuash, el círculo de los Murallas y los escuadrones de Lobos y Guardianes. Atrás había quedado la gran Adagium, sus fecundas tierras del norte, sus minas y sus gemas. Atrás los campos de sangre y los blasones del ‘khôm’ y del fuego destrozados, atrás... atrás. Y por delante ¿qué?

Por delante se extendía un horizonte vasto y oscuro dirigido hacia un sur, que solamente habían conocido sus antepasados en los orígenes del mundo. Con la muerte en el alma y la fatiga en sus cuerpos se adelantaban por un camino que se hacía cada vez más peligroso y extraño, sufriendo el continuo ataque de unos bárbaros desconocidos a quienes denominaron los «Quemadores», un camino completamente inexplorado para las generaciones gydoxs de ese entonces. Y muchos no pudieron soportar el seguir alejándose de sus amadas tierras del norte, adelantándose hacia un destino incierto. Y decidieron apartarse del sendero trazado por el hado para el futuro pueblo Oculto, sendero que los llevaría a aislarse completamente del mundo, al esconderse tras las montañas que les servirían a la vez de escudo ante los embistes de los atacantes y de secular prisión para sus habitantes.

Quienes se apartaron de la mayoría fueron aquellos audaces que contaban con la suficiente entereza y valentía como para enfrentarse a los temibles ataques de fieras y salvajes Quemadores. Su decisión fue aceptada, pero aunque su suerte quedó separada de la del resto del pueblo gydox, continuaron siendo parte de él jurando fidelidad y obediencia a su pueblo y a su Rey. Y se asentaron en parajes desconocidos, que consideraron aptos para subsistir, y al precio de sangre y sudor fueron conformando una parte del pueblo del Fuego lejos del Reino Oculto. Fueron las aldeas exteriores de Gydox, y Livê-Frikêl pertenecía a una de ellas.

Zarúhil había liderado innumerables expediciones hacia el exterior, y era común en ellas hacer alto en las aldeas. Por eso conocía más que suficiente la vida y las tradiciones de sus aldeanos. Nada había sido fácil para ellos, y menos en los tiempos que corrían, cuando el Tamtratcuash batallaba aquí y allá, apoderándose de todo, persiguiendo y masacrando a los Quemadores y a los Jürks, haciéndolos enfurecer y arremeter aún más contra los demás pueblos. El Rey de Gydox sabía de la supervivencia diaria de estas gentes, que vivían con la certeza constante del peligro, haciéndole frente a los asaltos de Quemadores y otros bandidos y fieras; soportando las hostilidades de un clima inconstante que variaba notablemente cada año. Así se jugaban la existencia los gydoxs que no pertenecían a los Ocultos. El Rey admiraba y valoraba en gran medida a estos hombres que sin adiestramiento formal alguno, valía cada uno por tres guerreros de su ejército.

Muchos lazos entre el Reino Oculto y las aldeas exteriores se habían roto en la época en que el Gran Túkkehil, desobedeciendo las prohibiciones de los Primeros Padres, había tomado como esposa a una extranjera de un país de antaño enemigo. Pero Zarúhil se encargó de unir nuevamente los lazos, y con la valentía que lo caracterizaba, supo ganarse la simpatía y las voluntades de los aldeanos del exterior, esos estrategas naturales que adquirían prontamente tanta sabiduría como destreza, por su vida plena de rigor y heroísmo. Una vida que por nada del mundo cambiarían, porque ellos mismos la habían elegido. La preferían a cualquier otra, porque era libre. Y por eso, de todos los gydoxs ocultos, los únicos que la añoraban eran los Expedicionarios, ya que solamente ellos habían saboreado el gusto de la libertad (fuera del reino), en los verdes campos y los vastos cielos, en tierras ilimitadas y en horizontes infinitos. Y eran incomprendidos por sus hermanos, no en cambio por su Rey, quien conocía muy bien la vida al otro lado de las montañas, y anhelaba algún día concretar el sueño de reunir toda su gente fuera del círculo montañoso que tantos siglos los había ocultado del mundo.

El joven Rey Zarúhil era dueño de una personalidad muy particular, que le permitía fácilmente ser aceptado y amado por todos. Tenía la alegría y espontaneidad de la gente pequeña, los niños, quienes lo veneraban como a una deidad de lo alto. Pero con sus veinticuatro años, la salud y jovialidad propia de la edad ardía en sus venas y estallaba en sus acciones. Los jóvenes lo admiraban y veían en él un perfecto modelo de virtud, al igual que los ancianos y eruditos del pueblo, quienes aceptaban humildemente sus consejos y respetaban sus sabios mandatos. Sin embargo no era ni a los muy jóvenes ni a los tan viejos a quienes prefería a la hora de pedir asistencia y consejo. Semoon, Señor de Schor, aunque de una manera fría y calculadora, lo había asesorado con sabiduría durante su permanencia con los Verdes Cazadores. Pero él ahora se encontraba muy lejos, y lo mismo sucedía con su amada hermana y primos, de los cuales hacía mucho tiempo que no tenía noticias. Por eso la llegada del aldeano de Gydokal resultaba providencial para el Rey. Radagash lo percibía y se disgustaba aún más con Livê-Frikêl.

Más ahora su Señor lo llamaba exclusivamente a él. ¿Qué rayos le importaban los disgustos? Ya habría tiempo para preocuparse por ellos.

—Aquí... Aquí estoy, mi-mi Señor —tartamudeó el muchacho, temiendo en cada instante escuchar de su Rey la frase «vete tú y llama al aldeano».

Pero Zarúhil de ninguna manera pensaba decir tal cosa, ya que precisamente lo había elegido a él como primer testigo de su descubrimiento.

—Ah... ya veo... ¡Bien! Siéntate junto a mí y presta mucha atención. —Radagash accedió muy obediente—. ¿Ves esa ave que está en aquel árbol?

—¡Sí, mi Señor! Pero está muy lejos. ¿Quiere que la alcance con mi arco?

No, no te apresures, solo quiero que la observes.

Radagash observaba atento al descolorido pájaro, y aunque este se encontraba muy lejos, su vista era muy buena, y podía asegurar que se trataba de un viejo halcón, bastante desgarbado por cierto. El muchacho no se explicaba para qué rayos su Señor le pedía que lo mirara. Más bien se moría de ganas por demostrarle su excelente habilidad como arquero, pero prefirió esperar pacientemente una segura lección sobre las artes naturales, como solía hacer Zarúhil cuando él aún era un niño. Después tendría vía libre para exponer la más ingeniosa de sus ideas.

Pero su Señor no le dio lección o discurso alguno; solamente pronunció una palabra extraña e inentendible para él. Sin embargo el ave a la distancia pareció cobrar vida, y emprendiendo veloz vuelo, vino a posarse justo enfrente de ellos.

—¡Ja, ja, ja, mi Señor! ¡Maravilloso! —exclamaba el muchacho muy excitado una y otra vez—. ¡Usted lo llamó! ¿Verdad? Pero dígame cómo lo hizo; repítame la palabra clave por favor. ¡Repítamela!

—Muy bien, concéntrate y escucha, Radagash —pero una vez más, cuando Zarúhil pronunció la palabra, el aprendiz de guerrero solo pudo escucharla, no asimilarla.

—No entiendo, mi Señor, repítamela de nuevo.

Mas todos los esfuerzos del Rey y de su protegido fueron inútiles.

—Pero no entiendo. ¿Por qué yo no puedo comprender eso tan corto que usted dice? ¡No entiendo! —exclamó el apesadumbrado Radagash.

—La verdad, Radagash, es que yo tampoco lo sé. Tal vez se deba a la sangre ermagaciana que corre por mis venas, pero el Lenguaje Primero siempre será un misterio.

—¡El Lenguaje Primero! ¿Te refieres al mismísimo Lenguaje Primero hablado por los Supremos antes de la Maldición? —gritó entusiasmadísimo el muchacho, perdiendo formalidad como siempre.

—Así es, Radagash.

—¿El que habla el mismísimo Amo de los Miedos?

—Sí, pero...

—¡Ja, ja, ja, mi Señor! ¡Casi no puedo creerlo! Entonces podrás hacerle frente a ese demonio. Podrás hacer alianzas con las fieras más terribles. Po-podrás...

—Un momento, Radagash; no he dicho que puedo hablar el Idioma Único, solo dije que es un misterio, porque así lo es y lo será siempre.

—Pero habló con el ave, yo lo vi; usted la llamó.

—Cualquier adiestrador lo haría mejor, de otra manera tal vez, pero mejor.

—Entonces, si no habla el Lenguaje Primero, ¿qué le dijo al ave? ¿Por qué vino sino el halcón? ¿Eh?

—Gracias a Erma-Mindylaisïr.

—¿Eh? —interrogó Radagash más confundido que nunca.

—Verás. Una vez hablamos sobre el corto trecho de viaje que mi hermana y yo compartimos con el entonces Heredero Supremo de la Gran Ermagacia. Él nos habló de los Antiguos Poderes, el Lenguaje Primero es uno de ellos. Lo recuerdas, ¿verdad?

—Sí, sí —dijo el muchacho, que siempre había sentido verdadero interés por este tema que tanto le intrigaba.

A esta altura de la conversación, el joven ya había olvidado la brillante idea que había pensado exponer cuando el Rey le pidió que se acercara a hablar con él.

—Bien —prosiguió Zarúhil—: una noche en la que me hallaba en un remolino de sueños extraños, tuvo lugar uno que los unificó a todos y tras el cual me desperté. En este sueño me encontraba solo, de pie, en unos parajes completamente desconocidos y desolados. La Hoja de Fuego estaba en mi diestra, y era su cuerpo candente lo único que iluminaba la espesa oscuridad de la noche; yo no hacía otra cosa que mirar a la espada. Más de pronto una claridad mayor se unió a la de Shuromyr, y al levantar la vista me encontré con el radiante y hermoso rostro de Erma-Mindylaisïr; él no me hablaba, solamente sonreía y me miraba con esos ojos tan bondadosos. Me sentía plenamente feliz. Pero esa sensación de bienestar no se comparaba con la que le siguió luego, cuando el Portador de la Hermosa Esperanza comenzó a cantar en el Lenguaje. Todo el conjunto era extraordinario, Mindylaisïr, su voz, sus palabras. El canto era bellísimo y breve, y el Hijo del Eclipse lo cantaba una y otra vez, pero yo solo podía comprender la primera y la última palabra del mismo. Ambas eran como un saludo universal; la primera era un llamado que daba la bienvenida, la segunda en cambio era una forma de despedida, pero una despedida en paz y sin ataduras. Mientras Mindylaisïr cantaba, surgían del suelo vástagos de lakkur, que crecían mientras duraba el canto, y cuando este cesaba, cesaba su crecimiento. ¿Te dije alguna vez qué era un lakkur?

—Sí, un árbol. ¡Ah sí! El Árbol Dorado, uno de los símbolos de los ermagacianos, cuya hoja nunca perece. Aunque yo nunca vi uno, y Adlow me dijo una vez que ya no existen. ¿Es cierto, mi Señor?

—Hum... lo dudo. Yo vi uno siendo niño, mientras estaba en Xinär. Era un ejemplar antiquísimo, y aunque los nobles hacían lo que estaba a su alcance para preservarlo, se iba extinguiendo inexorablemente. Tal vez aún estaba cuando los Quemadores devastaron Xinär. Sea como sea, ya no existe. En la Gran Ermagacia también había uno, sobreviviente de las Primeras Edades. El Gran Hacedor hablaba desde su tronco. Y se lo conoció en toda la tierra como el Oráculo del Árbol. Mindylaisïr conocía un lugar en donde se encontraba el último bosque de lakkures y algún día nos mostraría a Koralhil y a mí, esa maravilla del mundo antiguo. Lástima que luego tuvo tan triste final, era un ser extraordinario y hoy sería un magnífico Rey.

—¿Y el sueño? ¿Terminaba ahí? —preguntó el muchacho, haciendo sonreír al Rey, quien no podía culparlo por el poco interés demostrado en la persona del Portador de la Hermosa Esperanza, porque no lo había conocido.

—No; pero luego todo se volvía oscuro de nuevo y... ¿adivinas quién aparecía?

—¿El Tamtratcuash?

—Así es. Y yo al instante me ubicaba delante de Mindylaisïr. No estaba dispuesto a perder de nuevo a mi amigo. Y ahí se hallaba el maldito demonio; con sus ojos brillantes y la negra calavera en su pecho. Las sagradas espadas parecían yertas en sus manos, y su enorme porte amenazaba que de un momento a otro saltaría sobre mí. Yo permanecía alerta, esperándolo.

—¡Ah, mi Rey! ¡El más valiente! De veras que algún día se va a enfrentar a ese Amo de los Miedos, y entonces le atravesará el estómago con Shuromyr, y se lo va a chamuscar todo, y yo lo voy a ayudar... yo le voy a cortar la cabeza con Adl y...

—¿Con «Adl»? —preguntó el Rey, divertido e intrigado.

—Es como nombré a mi espada —respondió Radagash algo avergonzado—. Verá —explicó el muchacho—, la suya se llama Shuromyr, que en la Lengua Madre sería «Espada Roja», aunque se la conoce más como la Hoja de Fuego. Y «Adl» significa «Chispa» ¿no cree usted que el nombre de la espada del Rey debe guardar relación con el nombre de la espada de su mejor guerrero?

—Oh, pues no me cabe la menor duda —respondió el Rey antes de agregar—: pero Adl es el nombre de...

—Sí, ya lo sé, fue ella quien me dijo su significado.

—Ustedes dos eran muy amigos, ¿verdad? —lo interrogó Zarúhil con una pícara sonrisa.

—Mi Señor, solo divagamos. Continúe con el sueño por favor. ¿Lo atacaba Atcuash? —Fue la desesperada salida del protegido, que odiaba reconocer que de niño había cedido su amistad a una niña.

Zarúhil hizo un momento de silencio, que torturó enormemente al jovencito, antes de continuar su relato:

—No, el muy cobarde daba un horroroso alarido que acababa con la obra de Mindylaisïr en instantes, y después, utilizando el Lenguaje, le ordenaba a una tremenda fiera que nos atacase y huía. También pude comprender esa palabra, pero era oscura y terrible, y la atadura que producía era tal que la orden no daba cabida a resistencia alguna. Al entender lo que iba a suceder, empuñé con más fuerza mi espada. La bestia era inmensa y duplicaba mi tamaño, pero no me intimidaba. Cuando solo se encontraba a tres pasos de mí, el Portador de la Hermosa Esperanza se adelantó, y por fin, dirigiéndome la palabra dijo:

«Amigo mío ¿aún no comprendes que ese no es el modo?»

—Y con la dignidad que lo caracterizara en vida, le gritó al animal el primer saludo del Lenguaje. Este se detuvo a sus pies jadeando al principio, y allí se quedó. Yo no podía salir de mi asombro, pero entonces Mindylaisïr, hablándome de nuevo dijo con la más hermosa de las sonrisas:

«Ahora ya sabes cómo termina».

—Comprendí al instante lo que debía hacer; y lo hice.

—¿Mató a la bestia? —inquirió el ansioso interlocutor

—No, Radagash. ¿Cómo se te ocurre? La despedí, en el Lenguaje Primero, entonces se fue y luego desperté. Recordé las últimas palabras que el Hijo del Eclipse me dirigió:

«Libero de sus ataduras a los Antiguos Poderes que en ti residen. Parte de tu sangre es ermagaciana, eso debe bastar».

—Creo fervientemente que Mindylaisïr liberó el Lenguaje Primero dentro de mí. Según las profecías el Hijo del Eclipse tendría ese extraordinario poder.

—¡Oh, mi Señor, qué poder enorme de atadura debe tener ese primer saludo! Porque el pajarraco no se ha movido de aquí en todo este tiempo.

—Creo que ya es hora de dejarlo ir. ¿No te parece a ti? —dijo el Rey haciendo un guiño cómplice a Radagash.

El muchacho asintió con la cabeza, y el viejo halcón, luego de que Zarúhil pronunciara el segundo saludo, regresó a su rama.

—Pero entonces cuando usted me dijo que no hablaba en el Lenguaje, solo lo hizo por modestia, porque con estas tres palabras podría dominar el mundo entero.

—No digas tonterías, Radagash; jamás utilizaría el Idioma Único tan vilmente como lo hace el Amo de los Miedos. Además, no estoy seguro de saber las tres palabras; porque a la tercera, la que aprendí de los impuros labios del bárbaro, no me he atrevido siquiera a pensarla, era un mandato terrible. No puedo comprender cómo un Lenguaje tan sublime como el Primero, tenga palabras tan oscuras como esa.

Zarúhil miró a su protegido, observó su rostro preocupado, y comprendió que tales cavilaciones solo perturbarían la mente fresca y juvenil del muchacho.

—Pero ya ves, Radagash, que he pensado en ti a la hora de revelar este pequeño secreto. ¿Sabes por qué? Porque eres muy importante para mí, te he adoptado como mi hijo pero además eres mi amigo. Hubiera sido muy injusto de mi parte elegir a otra persona. Pero hay alguien más con quien quisiera compartir mi descubrimiento, aunque solo si tú estás de acuerdo, claro.

—¿Con Livê-Frikêl? —preguntó el muchacho completamente aturdido por la emoción que las palabras de su Señor le causaran.

—Sí; él también es mi amigo. ¿Crees que deba contárselo?

Radagash meditó unos momentos. ¿Quién era él para prohibirle a su Señor hablar con quién quisiere? Además él ya había sido el primero en saber el secreto, no podía perderse la oportunidad de ver la cara de susto del aldeano, al ver a su Rey hablando con los animales.

—Sí; puede decírselo al hortelano. Es más, yo mismo iré a buscarlo ahora —dijo.

—Muy bien, Radagash, sabía que mi muchacho decidiría sabiamente.

—¡Ja, ja, mi Señor! ¿Pero sabe dónde puedo encontrarlo?

—Mira, hoy antes del alba fue hacia la Puerta Oculta, los Guardias lo habían citado para consultarle sobre algo que les había llamado la atención.

—Muy bien entonces, allí iré, usted solo espere mi Rey.

Ligero como una flecha se alejó el muchacho. Zarúhil observó su atlética silueta; no había duda, su niño en tan poco tiempo se había convertido en un hombre. Y allí iba, con el cabello suelto y largo, como era moda en los aprendices. Había crecido en estatura y adelgazado lo suficiente para desarrollar una figura esbelta y agraciada. ¿Cuál sería su reacción ante la decisión que muy pronto le comunicaría? Sea cual fuera Zarúhil pensaba mantenerse firme en ella. Su muchacho no participaría en ninguna batalla contra Atcuash. Aunque los aprendices del primer año no estaban obligados a la guerra, el Rey bien conocía las intenciones de Radagash, quien sería el primero en solicitar su permiso para formar parte de los escuadrones. Pero de ningún modo pensaba concedérselo, porque lo quería demasiado.

Esperó muy poco el Rey, porque al momento vio regresar al aprendiz, pero venía solo y en su cara se figuraba una honda preocupación. No aguardó a estar muy cerca para gritarle con lo que le quedaba de aliento:

—¡Mi Señor, venga enseguida! ¡Allá... en la Puerta Oculta... del otro lado... hay una embajada! ¡Viene de Schor, liderada por el Príncipe Dellsemoon! ¡Ya dijeron la contraseña, prestaron el juramento y se vendaron los ojos, solo esperan su orden para dejarlos pasar! ¡Venga!

El Rey se incorporó enseguida. Detrás de Radagash, con el mismo semblante pero con menos rapidez, venía un puñado de Guardianes y más allá, grupos de Lobos, Murallas y Expedicionarios iban formando filas. Desde el Palacio, nobles y eruditos se amontonaban como hormigas. Zarúhil conocía muy bien esa rutina. Pero no era ello lo que lo alarmaba, sino el motivo por el cual se disponía el protocolo. ¿Una embajada de Schor en esos tiempos turbulentos? ¿Y el Príncipe Heredero la lideraba? Eso solo podía significar una cosa. La Guerra.

El Amo de los Miedos 1

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