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La danza, y otras cosas...

Escuché a un periodista en televisión decir que todo el mundo tiene una biografía que puede ser interesante para los demás y que solo deberíamos estar dispuestos a escucharlas. Me pareció una genialidad, como tantas otras cosas que percibo a diario, leo o escucho, y si bien no sé por qué ni cuáles habrán sido los disparadores, lo cierto es que aquí estoy, en esta tarde de confinamiento forzoso, trayendo a mi mente el recuerdo de mi profesora de danzas Luisa Grinberg.

Cuando la conocí, era una mujer grande, según los muy jóvenes, diría que de más de cincuenta años, yo tendría 6 años de edad y así la veía desde mi estatura, lo cronológico, y hoy debo decir que era también grande desde un punto de vista humanístico y artístico, sencillamente encantadora y su secretaria, que se llamaba Isabel, era su pareja y resultaba ello en esa época algo así como una relación prohibida que, no obstante constituir un secreto a voces, todos los que las rodeaban las respetaban.

El estudio de Danzas estaba en Ramos Mejía, sobre la calle Bolívar, un departamento muy antiguo en un primer piso, al que se accedía por una escalera de mármol blanca, que contaba con un despacho de recepción con escritorio, en el que atendía Isabel. Una habitación adyacente que funcionaba como vestuario, donde nos poníamos la malla de danza y las zapatillas y allí, en ese lugar que a su vez era como una sala de espera, justamente nos esperaban conversando quienes nos llevaban a las clases, ya que éramos todas niñas pequeñas.

A mí me llevaba mi tía Tota y no he podido dejar de valorar y admirar la paciencia y el compromiso que asumió conmigo… íbamos dos veces por semana, los martes y los viernes desde las 18. 00 horas y esto de llevarme a la clase de baile lo hizo por cierto durante varios y consecutivos años, diría muchos años, y debo reconocer que era un gesto de amor monumental, no lo hace cualquier persona por una sobrina, pero ella sí… ¡Cuántas cosas habrá dejado de hacer por mí!

Volviendo al estudio de danza, recuerdo que contaba aquel departamento con una sala de baile propiamente dicha, con barras en una de las paredes laterales y en las enfrentadas había colocados espejos muy grandes, que las cubrían íntegramente y hasta una altura de por lo menos 2 metros, lo que hacía ver el lugar más espacioso de lo que era en realidad.

Dentro del mismo salón, había una arcada y ella delimitaba dos espacios, uno más pequeño en el que también había colocadas barras y espejos, desde el cual la profesora nos enseñaba y marcaba los movimientos y pasos que nosotras, las alumnas, debíamos reproducir, en ese otro espacio más amplio en el que nos situábamos. No éramos más que seis o siete en la clase y una de ellas, la de más edad, se llamaba Rosa, un día dejó de venir. Al cruzar por un paso a nivel, del ferrocarril Sarmiento en Haedo, cuando se dirigía sola a la escuela fue atropellada por el tren y aquella tragedia fue algo que Luisa Grinberg nos debió comunicar y por supuesto fue algo muy fuerte para nosotras que nunca la pudimos olvidar.

Es más, creo que el miedo que me produce cruzar un paso a nivel aún hasta ahora se vincula con aquel episodio e incluso, si una película comienza con la visión de una vía de tren y la presencia de chicos cerca de esta, esa sola escena me causa una gran intranquilidad, en realidad un estado de alerta que solo se disipa cuando verifico que el ferrocarril pasó y ningún niño fue atropellado por la formación.

Regresando a las clases de danza, viene a mí que siempre la iniciábamos con una rutina y todos los días íbamos incorporando nuevos movimientos, con una música muy suave de fondo. Si bien allí estudiábamos danza clásica con esas zapatillas de punta, de color rosa, bellas y odiosas que son las responsables de mis actuales juanetes, hacíamos además en la segunda parte de la clase danza moderna.

Esta era algo nuevo, y Luisa Grinberg en esa época fue una de las pioneras en la Argentina, y debo decir que además de bailarina era coreógrafa y directora de conjuntos artísticos infantiles, discípula de Ana Itelman y de muchos otros que buscaban en la danza nuevos modos de expresión. María Fux, en ese tiempo, trabajó en el desarrollo de la danza terapia y todo esto ocurrió para mí y lo viví en la década de los años sesenta.

Siguiendo con el lugar en el que bailábamos, recuerdo que los pisos del estudio eran de madera y estaban muy bien cuidados, ya que no podía haber en ellos alguna astilla que nos alcanzara a lesionar, no sé cómo los tratarían en ese tiempo, ya que no existía el plastificado, bueno… recuerdo esos pisos siempre impecables. Esta academia a la que iba desde tan pequeña era en realidad como una sucursal o apéndice de un estudio enorme e importante que tenía montado Luisa Grinberg, en su propia casona, en la zona del barrio de Flores.

Allí concurrí algunas veces, a ensayos de lo que sería un ballet especial, creado por ella misma y otros colegas, incluso de otras nacionalidades que conformaron el Centro de Investigación, Estudio y Experimentación de la Danza, era un ballet de danza moderna, que entre otras cosas se destacaba porque no todos los bailarines hacían los mismos pasos al unísono, sino que si bien había normas, estas no eran tan rígidas como en la danza clásica y para mi gusto resultaban un arte y estilo mucho más expresivos.

Sin duda era algo singular, muy creativo y avanzado para la época. Las mallas de danza de distintos colores, brillantes, que iban adheridas a los cuerpos conformaban, junto a telas glamorosas, gasas y sedas que las cubrían de modo irregular, algo estéticamente muy hermoso y allí la improvisación y el movimiento de las telas tenía un lugar preponderante, todo ello conformaba un lenguaje que tenía efectos visuales espectaculares.

Recuerdo alguna vez haber ido a ver bailar a mi profesora Luisa Grinberg y a aquel ballet que integraba y dirigía, sobre una plataforma en los lagos de Palermo, fue de noche y me resultó aquello un espectáculo realmente maravilloso. Durante aquellos años bailamos en teatros e incluso en televisión y esas experiencias para mí resultaron importantes.

Supe por entonces quiénes eran Rudolf Nuréyev y su pareja de baile Margot Fonteyn, luego quiénes eran Maya Plisétskaya y Jorge Donn.

Recuerdo especialmente al primero, porque me había parecido asombroso que, estando en París, se hubiera rebelado contra la Unión Soviética y pedido asilo político a los policías franceses, y del último porque era argentino, nacido en El Palomar, muy cerca de mi domicilio de la infancia, había sido alumno de María Fux y se había ido a bailar a Europa donde triunfó junto a la bailarina rusa mencionada, entre otras, y lo pude llegar a apreciar muchos años después, cuando en 1981 demostró todo su estilo en aquella memorable película Los unos y los otros, en la que bailó de un modo exquisito “El bolero de Ravel”.

Sin embargo, a la danza la dejé. Abandoné esos estudios a los 14 años de edad, porque creo que me pasaron muchas cosas.

Por un lado, sentía vergüenza en aquel momento de la exhibición de las formas de mi propio cuerpo ante el público. Aunque había bailado con este cubierto con la clásica malla negra, resultaba para mí una sensación de incomodidad que me era difícil superar, el exceso de pudor me venció. Por el otro, para ese momento odiaba las zapatillas de punta, eran muy bonitas, pero me hacían doler mucho los pies.

Todo esto no se lo dije a nadie, ni siquiera a mi tía Tota, que por supuesto lamentó mucho mi decisión.

Pero, además, esa determinación coincidió con hechos muy puntuales en mi vida, la muerte de mi abuela Teresa, la primera pérdida importante. Con el cambio del colegio secundario. De uno religioso, privado y solo de mujeres pasé al público y mixto, el Manuel Dorrego de Morón. También me retiré de la Iglesia católica como institución, todo ello por mis propias y secretas decisiones.

Obviamente sufrí en ese momento una crisis muy grande, abandoné aquella etapa mística que atravesamos muchos jovencitos y jovencitas en ese tiempo, el mío era el deseo de convertirme en monja para servir a Dios y a los niños, en mi imaginación del África, para pasar luego al alejamiento total, primero de la capilla del colegio, de la parroquia de Ramos Mejía después y como ya lo dije de la Iglesia en general.

Habían sucedido algunas cosas. Alguien me hizo saber que el cura con quien habitualmente nos confesábamos no había respetado el celibato y apostaba a las carreras de caballo, lo que resultó para mí como un choque frontal, en el que se imponía como un enorme disvalor la hipocresía; a una compañera mía, la única internada en el colegio, la descubrí una mañana haciendo la limpieza de sus pisos, siendo víctima de lo que percibí como una explotación por parte de las religiosas, como que era obligada a hacerlo por haberle dado acogida allí, realizando lo que hoy se calificaría como un duro “trabajo infantil”, un síntoma de la explotación. Otra compañera, de raza negra, era discriminada por el resto de las alumnas porque decían que tenía “olor” y ni las monjas ni las profesoras hicieron nada, para defenderla y yo ese tercer año que estuve en ese colegio me sentaba junto a otra de las chicas, que sufría también algún tipo de diferencia de trato, por su color de piel, y obviamente lo hacía para brindarle protección.

Todo lo que vivía en ese momento era muy fuerte, estaba bloqueada en el idioma inglés, y la profesora Miss Hamilton tuvo una muy buena idea, me hizo leer alguna obra de William Shakespeare en castellano. Hoy, con sinceridad, no recuerdo cuál de ellas, pero lo cierto fue que esa profesora me resultó ¡supercomprensiva! Creo que ella intuía todo mi dolor.

En ese tiempo Luisa Grinberg había viajado a Roma, a dar un seminario en la Accademia Nazionale di Danza de aquella ciudad y yo aproveché su ausencia por unos meses, para no ir más al estudio de danzas de la calle Bolívar en Ramos Mejía.

A su regreso, me fue a buscar a mi casa junto a su secretaria Isabel. Recuerdo que la presencia de ambas, que llegaron en un automóvil Peugeot 403, me impactó, no me imaginaba que podía ser importante en sus vidas y entonces avergonzada les prometí que retornaría a las clases y volvería a formar parte del grupo de ballet. Pero la verdad es que no pude hacerlo, no tuve fuerzas suficientes y siempre me quedé con la culpa de haberles fallado.

Luisa Grinberg fue una persona a la quería muchísimo, a tal punto que recibió de mis manos, como un regalo precioso, la trenza de cabello más gorda, cuando cumplí los doce años de edad y me las dejaron cortar, y esto fue así cumpliendo la promesa que le hice desde chiquita. La otra trenza aún la conservo en mi poder, en una vieja caja en la que se presentó, alguna vez, una importante corbata.

Entre los 14 y 15 años de edad veía tantas injusticias en el colegio de monjas, en la vida familiar y en general a mi alrededor, que creo ese fue el momento en el que confirmé mi destino profesional, decidí ser abogada y “pelear” desde ahí, y esta elección la hice, más allá del placer que me producía ir a aprender danza y bailar.

No obstante, agradezco en mis sueños y en mis pensamientos las enseñanzas de aquellas maravillosas mujeres, me refiero a mi tía Tota, por su compromiso y tenacidad en mi formación, a mi abuela Teresa, por ser una experta en dulzura y en dedicación a los otros, ella me hacía los mejores huevos fritos que he comido en mi vida, que son por cierto mi plato favorito, y a mi profesora de danzas y su secretaria por presentarme desde pequeña la existencia de otras perspectivas de la vida, las relacionadas con el arte, la belleza y la libertad. Todas juntas me enseñaron el camino de la estética, del cariño y del amor.


En esta se aprecian las trenzas.


Aquí de bailarina rusa


Mi adorable tía Tota.

El libro de Lucía II Bajada

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